12

Arizona

El momento de pasar lista era la fase menos agradable del día para Stella, cuando las chicas estaban todas juntas y la señorita Kantor se paseaba entre las filas bajo la gran tienda.

Stella estaba sentada con las piernas cruzadas y dibujaba pequeñas figuras de flores y pájaros en el suelo usando el dedo. La lona se agitaba bajo la débil brisa de la mañana. La señorita Kantor caminaba entre las líneas de adolescentes sentadas con las piernas cruzadas y raspaba el libro del día. Dependía completamente del papel, simplemente porque perder un e—bloc o un portátil en la reserva era una infracción grave, que se castigaba con la destitución.

Los dormitorios no tenían teléfonos, ni enlaces por satélite, ni radios. La televisión se limitaba a vídeos educativos. Stella y la mayoría de las otras habían acabado odiando la televisión.

—Elli Ann Garcia.

—Aquí.

—Stella Nova Rafelson.

—Aquí —gritó, con una voz plateada bajo el aire frío del desierto.

—¿Cómo te va el resfriado, Stella? —le preguntó la señorita Kantor al recorrer la fila.

—Listo —respondió Stella.

—Ocho días, ¿no? —La señorita golpeó con el bolígrafo la página del diario.

—Sí, señora.

—Ésa fue la quinta oleada de resfriados que hemos tenido este año.

Stella asintió. Los consejeros mantenían un registro cuidadoso y tedioso de todas las infecciones. Cinco días antes, Stella había pasado varias horas en reconocimiento; junto con otras dos docenas de chicas con resfriados similares.

—Kathy Chu.

—Aquí.

Cuando terminó, la señorita Kantor volvió a pasar junto a Stella.

—Stella, ¿estás aromando?

Stella levantó la vista.

—No, señorita Kantor.

—El sensor me dice que sí. —Tocó el oledor de su cinturón. Stella no estaba aromando, ni nadie a su alrededor. El chivato electrónico de la señorita Kantor estaba mal, y Stella sabía por qué; la señorita Kantor tenía la regla y eso podía confundir al oledor. Pero Stella no se lo había dicho jamás.

Los humanos odiaban que les dijesen que emitían olores reveladores.

—Nunca aprenderás a vivir en el mundo exterior si no puedes controlarte —le dijo la señorita Kantor a Stella, y se inclinó frente a ella—. Conoces las reglas.

Stella se puso en pie sin que le dijesen nada. No sabía por qué la tomaba con ella. No había hecho nada raro.

—Espera junto al camión —dijo la señorita Kantor.

Stella fue a donde el camión, de un blanco brillante bajo el sol de la mañana. El aire sobre las montañas era intenso y azul. En unas horas haría calor, pero podría llover con intensidad más tarde; eso haría que el aire de finales de la tarde fuese perfecto para ponerse al día. No quería perdérselo.

La señorita Kantor terminó el recuento y las chicas se fueron a las clases de la mañana en los tráilers y bungalows dispersos sobre los terrenos polvorientos. La consejera y su asistenta, una joven regordeta y callada llamada Joanie, atravesaron la gravilla para llegar al camión. La señorita Kantor no miraba directamente a Stella.

—Sé que no eras sólo tú —dijo la señorita Kantor—. Pero fuiste la única a la que pude pillar. Debe parar, Stella. Pero no voy a castigarte esta vez.

—Sí, señora. —Stella sabía que era mejor no discutir. Cuando las cosas se hacían como ella quería, la señorita Kantor era razonable y bastante tranquila, pero ante cualquier manifestación de desafío o contradicción se convertía en una bruja—. ¿Ya puedo ir a clase?

—Todavía no —dijo la señorita Kantor, dejando el bloc en el camión. Abrió la puerta trasera del vehículo—. Tu padre ha venido a visitarte —dijo—. Vamos a la enfermería.

Stella se sentó en la parte trasera del camión, tras la barrera de plástico, sintiéndose confundida. La señorita Kantor se subió al asiento delantero. Joanie cerró la portezuela y regresó a la tienda.

—¿Ya está aquí? —preguntó Stella.

—Llegará más o menos en una hora —dijo la señorita Kantor—. Acabáis de recibir la aprobación. Es genial, ¿no?

—¿Qué quieren? —preguntó Stella de pronto, antes de que pudiese controlar la lengua.

—Nada. Es una visita familiar.

La señorita Kantor encendió el motor del camión. Stella podía sentir su desaprobación. Las visitas familiares eran fútiles en el mejor de los casos, o eso creía la señorita Kantor. Los niños jamás se integrarían totalmente en la sociedad humana, por mucho que la política escolar dijese lo contrario. Conocía a los niños demasiado bien. Simplemente no podían comportarse apropiadamente.

Peor aún, la señorita Kantor sabía que el padre de Stella había pasado tiempo en la cárcel por atacar a un agente de Acción de Emergencia. Tenerle a él de visita era como una afrenta personal. Ella era un resto de cuando la Escuela Sable Mountain había sido una prisión.

Hacía tres años que Stella no veía a Mitch. Apenas recordaba cómo olía, menos aún su aspecto.

La señorita Kantor atravesó la gravilla y llegó hasta la carretera asfaltada, y luego entre la maleza ochocientos metros hasta el edificio de ladrillo que llamaban hospital. En realidad no era un hospital. Por lo que Stella sabía con seguridad, el hospital era simplemente el centro de detención y administración de la escuela. Antes había sido un hospital, para la prisión. Algunos chicos afirmaban que era donde te inyectaban sal en las mejillas, o realizaban una ectomía en la lengua, o te inyectaban Botox en los nuevos músculos faciales que convertían en ilegibles tus expresiones faciales.

Era el lugar donde intentaban convertir en humanos a los niños SHEVA. Stella jamás se había encontrado a ningún chico que hubiese sufrido esos tormentos, pero eso se explicaba, decían algunos chicos, por el hecho de que los enviaban a Suburbia, un pueblo formado exclusivamente por chicos SHEVA que intentaban actuar como humanos.

Por lo que Stella sabía, no era cierto, pero el hospital era a donde te enviaban cuando querían sacarte sangre. Había estado allí en muchas ocasiones para ese propósito.

En los campos había muchas historias. Muy pocas eran ciertas, pero la mayoría daban miedo, y los chicos podían llegar a aburrirse terriblemente.

Mientras atravesaban la verja de alambres de espino y cruzaban un foso, Stella sintió crecer en su interior algo triste y frío.

Recuerdos.

No quería perder la concentración. Miró a través de la ventanilla, molesta con Mitch por venir. ¿Por qué ahora? ¿Por qué no cuando ella lo tuviese todo bajo control y pudiese decirle que había logrado algo que valía la pena? La vida era todavía demasiado confusa. La última visita de su madre había sido dolorosa. Stella no había sabido qué decir. Su madre había estado tan triste y tan llena de necesidades que ninguna de las dos podía satisfacer…

Esperaba que Mitch no se limitase a quedarse sentado mirándola por encima de la mesa de la sala de conferencias familiares. O le hiciese preguntas indiscretas. O intentase decirle a Stella que esperaba que volviesen a estar juntos. Stella no creía poder soportarlo.

Stella inclinó la cabeza y se frotó la nariz. Se llevó la punta del dedo al borde del ojo y luego a la lengua, sin que la viesen por el retrovisor. Tenía los ojos húmedos y sus lágrimas sabían a sal amarga. Sin embargo no iba a llorar abiertamente. No delante de un humano.

La señorita Kantor detuvo el camión en el aparcamiento del edificio plano de ladrillos, salió y abrió la portezuela de Stella. Stella la siguió al interior del hospital. Al girar una esquina, a través de un hueco en el pasillo de ladrillo, Stella vio un largo autobús amarillo aparcado junto a la oficina de procesamiento. Llegaba un cargamento de nuevos chicos. Al atravesar las puertas de vidrio para ir al centro de detención Stella se retiró unos pasos tras la señorita Kantor.

La puerta de la secretaría estaba siempre abierta, y a través de la amplia ventana del fondo, Stella creyó poder entrever a los nuevos chicos del centro de envío. Sería algo con lo que volver al deme; posibles reclutas o noticias del exterior.

De pronto, irracionalmente, odió a Mitch. No quería que la visitase. No quería distracciones. Quería concentrarse y no tener que volver a preocuparse de los humanos. Quería arremeter contra la señorita Kantor, derribarla sobre el suelo de linóleo, y correr a algún lugar que no fuese éste.

A través del breve y feroz fruncimiento de ceño de Stella —un fruncimiento más intenso del que podían lograr la mayoría de los humanos— entrevió la línea de chicos al otro lado de la ventana de la secretaría. El fruncimiento desapareció.

Stella se agachó para quitarse el zapato y lo volvió del revés, agitándolo. La señorita Kantor miró y se detuvo con las manos en las caderas.

El oledor del cinturón pitó.

—¿Vuelves a aromar? —preguntó.

—No, señora —dijo Stella—. Una piedra en el zapato. —Esa pausa le dio tiempo suficiente para perseguir el recuerdo de la cara en la fila. Se puso en pie, se movió torpemente hasta que la señorita Kantor apartó la vista, y lanzó una segunda mirada a la ventana.

Conocía la cara. Ahora era más alto y más delgado, casi un esqueleto andante, de pelo indomable y ojos planos y carentes de vida bajo el brillante sol. La fila comenzó a moverse y Stella volvió a mirar al pasillo y a la señorita Kantor.

Ya no estaba preocupada por Mitch.

El chico delgado del exterior era el muchacho que había conocido en el cobertizo de Fred Trinket en Virginia, cuando había huido de la casa de Mitch y Kaye.

Era Will. Strong Will.