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Washington, D.C.

Las nubes sobre la capital estaban hinchadas y verdes por la lluvia. El aire parecía bochornoso y pegajoso. Kaye se subió a un coche del gobierno en Dulles. Vestía un traje gris bien cortado con una blusa amarilla pálida, mangas y cuello de encaje, unos zapatos razonables para caminar, y unos de vestir en el bolso. Se había maquillado con cuidado al final de la mañana y se había retocado en un baño de Dulles. Sabía qué aspecto tenía: pálida, delgada, la cara de un tono más intenso de beige polvoriento que sus muñecas. Mediana edad y frágil. Demasiado tiempo pasado en laboratorios, ni de lejos tiempo suficiente empleado en mirar el sol o ver el cielo.

Podría haber sido una de los diez mil trabajadores profesionales que abandonaban los largos edificios color café y grises que rodeaban Washington, esperando que el tráfico se aclarase, parándose para tomarse una copa o un café, reuniéndose con colegas para cenar. Prefería el anonimato.

La pasada noche, Kaye había estudiado cuidadosamente el folio informativo de la oficina del senador Gianelli. Lo que había leído en ese folio podía verlo claramente en el camino desde Dulles. La capital perdía la poca autoestima que le quedaba. En algunas calles, la recogida de basuras llevaba semanas retrasada sin explicación. Tropas de la guardia nacional y el ejército regular recorrían las calles en tríos, con las armas cargadas y listas. Vehículos militares y de seguridad —Humvees, camiones de explosivos, transportes personales blindados— ocupaban calles importantes, subidos a las aceras o bloqueando intersecciones. Barreras de cemento que cambiaban cada día y múltiples puntos de control con kioscos de identificación reforzados hacían que el viaje a los edificios gubernamentales fuese tortuoso.

La capital incluso olía a enfermedad. Washington se había vuelto una ciudad de líneas largas y tristes, rostros ojerosos, ropa arrugada. Todo el mundo temía a la gente que llevaba abrigos largos, a los camiones de reparto, a las cajas abandonadas en las calles, y a los pósters pegados a las paredes exigiendo justicia esotérica y que ocultaban bombas delgadas y desagradables para que estallasen cuando alguien intentase retirarlos.

Sólo los payasos y los monstruos parecían ser felices y tener buena salud. Sólo los payasos y los monstruos avanzaban en sus carreras en Washington, D.C., en el decimoquinto año del SHEVA.

El chófer le dijo que la vista se había retrasado y que tenían algo de tiempo libre. Kaye le pidió que se detuviese frente a la librería Stefano's en la calle K. Pensó en comer, pero no conseguía que se le despertase el apetito. Simplemente quería estar sola durante unos minutos para pensar.

Kaye se puso la cinta del bolso al hombro y entró en el punto de control para minoristas que había frente a la librería. Un guardia pesado y grande, vestido con un uniforme que le quedaba pequeño y en el que todos los botones parecían a punto de saltar, la miró de arriba abajo con expresión neutra y le indicó que pulsase el escáner digital, para indicarle a continuación que pasase por el detector de metales. Los olisqueadores se activaron, buscando rastros de explosivos o materiales volátiles sospechosos.

El perfume se había convertido en algo que no se debía llevar en la ciudad.

—Limpia —dijo el guardia, con una voz que sonó como un pequeño trueno—. Que pase una buena tarde.

Fuera empezó a llover. Kaye miró por el escaparate y vio la basura flotando por las cunetas, bolsas de papel y vasos. Los canalones se estaban atascando y pronto el agua volvería a salir.

Sabía que necesitaba algo de comida. No debería asistir a la vista con el estómago vacío, y no había comido desde las diez de la mañana. Ahora eran las cinco. En el pequeño café del interior de la tienda había sándwiches y sopa. Pero Kaye dejó atrás el cartel del menú sin detenerse, como en piloto automático. Sus zapatos produjeron una especie de sonido húmedo sobre el linóleo al atravesar varios pasillos largos de estanterías. Las luces fluorescentes parpadeaban y zumbaban en el techo. Un joven con el cabello largo y trenzado estaba sentado sobre un sillón a cuadros, con una mochila medio vacía sobre el regazo, dormido. Una Biblia de bolsillo se encontraba abierta boca abajo sobre el brazo del sillón.

Dios duerme.

Sin pensar, Kaye giró a la derecha y se encontró en la sección de religión. La mayor parte de los estantes estaban repletos de novelas apocalípticas de llamativos colores. Hologramas de e—papel saltaron de las portadas chillonas a su paso: final de los tiempos, éxtasis, revelación, demonios y ángeles oscuros. La mayoría de los libros contenían chips de voz que podían leer toda la historia. Los mismos chips reemplazaban las citas de portada con invitaciones vocales. Los estantes murmuraban bajito en una onda, como fantasmas despertados por el rápido paso de Kaye.

Los textos teológicos serios habían quedado exiliados. Encontró un único estante oculto en lo alto al fondo, cerca de la pared de ladrillo. En esa esquina hacía frío y los libros estaban gastados y polvorientos.

Con los ojos como platos, algo nerviosa, Kaye tocó los lomos y leyó un título, luego otro. Ninguno parecía adecuado. La mayoría eran comentarios cristianos contemporáneos, no lo que buscaba. Algunos atacaban con furia al darwinismo y a la ciencia moderna.

Se volvió lentamente y miró por el pasillo, escuchando a los libros, las voces en competición silbando como hojas que caen. Después frunció el ceño y se concentró en el estante solitario. Estaba decidida a encontrar algo útil. Sacó un libro llamado Hablando con el único Dios. Recorriendo con rapidez cinco páginas, encontró letras grandes, márgenes amplios, instrucciones santurronas pero simples sobre cómo vivir una vida cristiana en tiempos inquietos. No vale. No es lo que necesito.

Devolvió el libro con un rictus y se giró para irse. Un hombre y una mujer mayores bloqueaban el pasillo, sonriéndole. Kaye contuvo el aliento, moviendo los ojos. Estaba segura de que el chófer había entrado con ella en la tienda pero no recordaba haberle visto.

—¿Busca? —preguntó el hombre. Era alto y delgado hasta lo esquelético con una cubierta corta de pelo blanco trenzado. Vestía un traje oscuro. La forma en que las mangas de su abrigo le subían por las muñecas le recordó a Mitch, pero no el hombre en sí. Parecía decidido y ligeramente falso, como un maniquí o un mal actor. La mujer era igualmente alta, delgada por la cintura pero de brazos carnosos. Llevaba un vestido largo que le colgaba de las caderas.

—¿Perdone? —dijo Kaye.

—Hay lugares mejores para buscar, y textos mejores a encontrar —dijo el hombre.

—Gracias, estoy servida —dijo Kaye. Apartó la vista y cogió otro libro, con la esperanza de que la dejasen en paz.

—¿Qué busca? —preguntó la mujer.

—Sólo miro. Nada en particular —dijo Kaye, evitando sus ojos.

—Aquí no encontrará respuestas —dijo el hombre.

No veía al chófer. Kaye estaba sola, y probablemente esto no fuese un asunto serio. Intentó parecer amistosa y despreocupada.

—Sólo hay una traducción válida de las palabras del Señor —dijo el hombre—. Las encontramos en la Biblia del rey Jacobo. Dios protege al rey Jacobo como a una llama sagrada.

—Lo he oído —dijo Kaye.

—¿A qué iglesia va?

—A ninguna —dijo. Había llegado al final del pasillo y la pareja no se había movido—. Perdónenme, tengo una cita. —Agarró el bolso a un lado.

—¿Ha hecho las paces con Dios? —preguntó la mujer.

El hombre levantó la mano como si fuese a bendecirla.

—Perdemos a nuestras familias, a las familias de Dios. En nuestro pecado, en la homosexualidad y la promiscuidad, al seguir las costumbres de árabes y judíos, los dioses paganos de la Web y la televisión, nos apartamos del camino de Dios y el castigo de Dios es raudo. —Agitó la mano con un gesto de desagrado a los libros que cuchicheaban en los estantes—. Es inútil buscar su verdad en las voces de las máquinas del diablo.

Los ojos de Kaye se arrugaron. De pronto se sentía furiosa y perversamente en control, incluso depredadora, como si ella fuese el halcón y ellos las palomas. La mujer percibió el cambio. El hombre no.

—Terence —dijo la mujer y tocó al hombre en el hombro. Él bajó la vista del techo, encontrándose con la mirada firme y furiosa de Kaye y concluyó el rollo con un brinco de sorpresa y una subida y bajada de la nuez de Adán.

—Estoy sola —dijo Kaye. Lo ofreció como cebo, con la esperanza de que mordiesen y entonces poder saltar—. Mi marido acaba de salir de la cárcel. Mi hija está en una escuela.

—Lo lamento. ¿Está usted bien? —le preguntó la mujer, con suspicacia y preocupación a partes iguales.

—¿Qué tipo de hija? —preguntó el hombre—. ¿Una hija del pecado y la enfermedad? —La mujer le tiró con fuerza de la manga. La nuez de Adán le volvió a saltar, y sus ojos se movieron sobre sus ropas como si buscasen bultos sospechosos.

Kaye cuadró los ojos y extendió la mano para pasar.

—La conozco —siguió diciendo el hombre, a pesar de los esfuerzos de su mujer—. La reconozco. Usted es la científica. Usted descubrió a los niños enfermos.

Limitada por el pasillo, la garganta de Kaye se cerró. Tosió.

—Tengo que irme.

El hombre realizó un último intento, muy valiente, por llegar a ella.

—Incluso un científico enamorado egoístamente de su propia mente, sofocándose bajo la exposición de la fama televisiva, puede aprender a conocer a Dios.

—¿Ha hablado con Él? —exigió Kaye—. ¿Ha hablado con Dios? —Agarró al hombre y le hundió las uñas en la tela y la carne que había debajo.

—Rezo todo el tiempo —dijo el hombre, retrocediendo—. Dios es mi Padre en el Cielo. Siempre me escucha.

Kaye apretó más.

—¿Dios le ha respondido? —preguntó.

—Sus respuestas son múltiples.

—¿Alguna vez siente a Dios dentro de su cabeza?

—Por favor —dijo el hombre, con una mueca de dolor.

Suéltele —insistió la mujer, intentando apartarla.

—¿Dios no le habla? Qué curioso —ofreció Kaye, empujándolos a los dos—. ¿Por qué no iba a hablarle Dios?

—Tememos a Dios, le rezamos, y Él responde de muchas formas.

—Dios no se queda por aquí cuando las cosas se ponen mal. ¿Qué tipo de Dios es ése? Es como un mensaje grabado, una especie de servicio divino que te deja en espera mientras tú gritas. Explíquemelo. Dios dice que me ama pero me arroja a un mundo de dolor. A ustedes, tan llenos de odio, tan ignorantes, les deja en paz. A los fanáticos intolerantes ni los toca. ¡Explíquemelo!

Soltó el brazo del hombre.

La pareja, con caras de terror, se dio la vuelta y huyó.

Kaye se quedó con los libros parlantes que se iban acallando a su espalda. El pecho le subía y le bajaba y sus mejillas estaban rojas y húmedas.

—Vale —le dijo al pasillo vacío.

Después de un intervalo decente, para evitar encontrarse con la pareja en el exterior, abandonó la tienda. Pasó de la mirada de irritación del guardia.

Se quedó de pie bajo los aleros respirando en el calor y la humedad y escuchando el trueno real, muy lejos sobre Virginia. El coche gubernamental apareció por la esquina y se detuvo en las zonas marcadas de amarillo con franjas negras frente a la tienda.

—Lo lamento —dijo el chófer. Kaye miró a través de la ventanilla de la limusina y vio por primera vez cómo se encontraba el joven y lo preocupado que estaba—. La seguridad de la tienda no respetó mi licencia. No hay sitio donde aparcar. El maldito guardia incluso me enseñó la pistola. Dios mío, señora Rafelson, lo lamento. ¿Todo está bien?