Tantos retratos en el pasillo que llevaban hasta la parte de atrás de la casa. Generación tras generación de Trinket, supuso Stella, desde instantáneas de colores desvaídos apelotonadas en un único marco a grandes positivos de tonos sepia de hombres, mujeres y niños con rígidas ropas marrones y que miraban con expresiones ojerosas, como si el futuro que percibían les diese miedo.
—Nuestro legado —le dijo Fred Trinket—. Viejos genes. ¡Todas esas combinaciones ya han desaparecido! —Sonrió y siguió caminando, agitando los hombros a cada paso. Tenía una espalda gorda, vio Stella. Un cuello grueso y una espalda gruesa. Sin embargo, las piernas eran fibrosas, como si caminase mucho, pero eran pálidas y peludas. Quizá caminase de noche.
Trinket empujó una puerta mosquitera.
—Hazme saber si quiere almorzar —dijo la madre desde la cocina, a medio camino pasillo arriba y a la izquierda. Mientras la señora Trinket secaba un plato, Stella vio una toalla mojada y oscura restallar en la cocina como la lengua de una serpiente.
—Sí, madre —murmuró Trinket—. Por aquí, señorita Rafelson.
Descendió un tramo corto de escalones de madera y recorrió un sendero de gravilla hasta un edificio largo y oscuro situado a unos diez pasos. Stella vio una caseta de perro pero a ningún perro, y un pequeño bosquecillo de tendederos girando lentamente al viento después de la tormenta, con las líneas vacías.
Vendrá madre Trinket, pensó Stella, y colgará la colada, y será la primavera de los tendederos. Cuando se seque la ropa, la descolgará y la meterá en el cesto y volverá a ser invierno. Sin expresión en la cara, madre Trinket era el corazón estacional de la casa, dueña de su patio.
Stella tenía la boca seca. Le dolía la nariz. Se tocó tras las orejas donde le escocía cuando se ponía nerviosa. El dedo regresó cubierto de una sustancia cérea. Quería coger un trapo y eliminar todos los viejos olores, limpiarse para la gente en ese edificio. Le llegó una palabra, acilarse, arreglarse y lavarse. Era una palabra encantadora y le hacía estremecerse como una hoja.
Trinket desatrancó la puerta del edificio de atrás. En su interior, Stella vio luces fluorescentes escupir, brillantes y azules, sobre bancos de trabajo, un viejo refrigerador, cajas de cartón apiladas y, a la derecha, una puerta de una tela metálica resistente.
Las voces se hicieron más intensas. Stella creyó percibir tres o cuatro. Hablaban de una forma que no podía comprender —aguda, gutural, con exclamaciones agudas—. Alguien tosió.
—Están dentro —dijo Trinket. Abrió la puerta de tela metálica con una llave de latón atada al final de un cordón sucio—. Acaban de terminar de comer. Cogeremos las bandejas, para madre. —Abrió la puerta.
Stella no se movió. Ni siquiera la promesa de las voces, la promesa que la había traído hasta tan lejos, podía persuadirle de dar un paso más.
—Dentro hay cuatro, iguales que tú. Necesitan tu ayuda. Iré contigo.
—¿Por qué están encerrados? —preguntó Stella.
—La gente pasa por la carretera, a veces con armas… disparan. No es seguro —dijo Trinket—. No es seguro para tu gente. Desde la muerte de mi esposa, he convertido en uno de mis trabajos, mi obligación, proteger a los que encuentro en el camino. Jóvenes como tú.
—¿Dónde está su hija? —preguntó Stella.
—Está en Idaho.
—No le creo —dijo Stella.
—Oh, es cierto. Se la llevaron el año pasado. Nunca he ido a visitarla.
—Dejan hacer visitas a los padres.
—No puedo soportar la idea de ir. —Le había cambiado la expresión, y también el olor.
—Está mintiendo —dijo Stella. Podía sentir cómo se activaban sus glándulas, escociéndole. Stella no podía olerlo, de hecho no podía oler nada porque tenía la nariz muy seca, pero sabía que la estancia estaba repleta de su olor de persuasión.
Trinket pareció deshincharse, dejando caer los brazos, relajando las manos. Señaló a la puerta de tela metálica. Estaba pensando, o esperando. Stella se apartó. La llave colgaba de la cuerda.
—Tu gente —dijo, y se frotó la nariz.
—Déjenos ir —dijo Stella. Era algo más que una sugerencia.
Trinket negó lentamente con la cabeza, y luego levantó la vista. Stella creyó que estaba haciéndole efecto, a pesar de los tapones para la nariz y las pastillas de menta.
—Déjenos ir —dijo Stella.
La anciana llegó con tanto silencio que Stella no la oyó. Era sorprendentemente fuerte. Agarró a Stella a la altura de las costillas, bloqueándole los brazos y haciéndola chillar como un ratón, y la arrojó a través de la puerta. Su libro cayó al suelo. Trinket se levantó y cogió la llave colgada de su cuerda, y luego dio un golpe a la puerta y la cerró antes de que Stella pudiese volverse.
—Ahí dentro se sienten solos —le dijo la madre de Trinket a Stella. Llevaba una pinza de ropa en la nariz y tenía los ojos empapados—. Deja que mi hijo haga su trabajo. Fred, quizás ahora le gustaría tomar algo de almuerzo.
Trinket se sacó un pañuelo y se sonó la nariz, expulsando los tapones. Los miró asqueado, y luego pulsó un botón montado en la pared. Sonó una cerradura y otra puerta de tela metálica se abrió detrás de ella. Stella los miraba a través de la tela metálica de la primera puerta. Al principio no podía emitir sonido, se sentía tan perpleja y tan furiosa…
Trinket se frotó los ojos y agitó la cabeza. Dio una patada y lanzó su librito a la otra esquina.
—Maldición —dijo—. Es buena. Casi lo consigue. Vaya una mofeta del demonio.
Ella estaba de pie, temblando, en medio del pequeño cubículo. Trinket apagó las luces fluorescentes. Dejaron sólo el resplandor reflejado por las habitaciones que tenía detrás.
Una mano le tocó el codo.
Stella gritó.
—¿Qué?
Retrocedió hasta la tela metálica y miró al muchacho. Tenía unos diez u once años, más alto que ella por un par de centímetros, y, si era posible, más delgado. Tenía arañazos en la cara y el pelo estaba revuelto y encrespado.
—No pretendía asustarte —dijo el chico. Sus mejillas mostraban puntitos rosa y marrón. Sus ojos de motas doradas la siguieron a medida que se movía hacia la izquierda, hacia una esquina, y levantaba los puños.
El chico arrugó la nariz.
—Guau —dijo—. Estás realmente afectada.
—¿Cómo te llamas? —preguntó con voz aguda.
—¿Qué tipo de nombre? —preguntó él. Se inclinó, retorció la cabeza, inhaló el aire que había frente a ella, y puso cara avinagrada.
—Me asustaron —explicó Stella, avergonzada.
—Sí, ya veo.
—¿Quién eres? —preguntó.
—Mira —dijo, inclinándose, y sus mejillas volvieron a llenarse de pecas.
—¿Y?
Parecía decepcionado.
—Algunos pueden hacerlo.
—¿Cómo te llaman tus padres?
—No lo sé. Los chicos me llaman Kevin. Vivimos en el bosque. Un grupo variado. Ya no. Trinket me atrapó. Fui un estúpido.
Stella se enderezó y bajó los puños.
—¿Cuántos hay aquí?
—Cuatro, incluyéndome a mí. Ahora cinco.
Volvió a oír la tos.
—¿Alguien está enfermo?
—Sí.
—Yo nunca he estado enferma —dijo Stella.
—Ni yo tampoco. Forma Libre está enferma.
—¿Quién?
—La llamo Forma Libre. Probablemente no sea su nombre. Es casi tan mayor como yo.
—¿Strong Will sigue aquí?
—No le gusta ese nombre. Nos llama con nombres como ésos porque dicen que apestamos. Ven atrás. Nadie se va a marchar pronto, ¿verdad? Me enviaron aquí a ver a quién había atrapado el viejo Fred.
Stella siguió a Kevin al fondo del largo edificio. Pasaron frente a cuatro habitaciones vacías equipadas con camastros, mesas plegables y viejas cómodas.
En el mismo fondo, había tres jóvenes sentados alrededor de un televisor portátil. Stella odiaba la televisión, y nunca la veía. Vio que el panel del control de la televisión estaba cubierto por una placa de metal. Dos —un chico mayor, Will, supuso Stella, y una chica más joven, de no más de siete— estaban sentados en un sofá gris gastado. La tercera, una niña de unos nueve o diez, estaba encogida en una manta tendida en el suelo.
La chica olía mal. Olía a enfermedad. Tosió sobre las palmas y se limpió con la camiseta sin apartar la vista del televisor.
Will se levantó del sofá. Dio un repaso cauteloso a Stella, y luego se metió las manos en los bolsillos.
—Ésta es Mabel —dijo, presentando a la niña más joven—. O Maybelle. No lo sabe con seguridad. La chica del suelo no habla mucho. Yo soy Will. Soy el mayor. Siempre soy el mayor. Puede que sea el mayor con vida.
—Hola —dijo Stella.
—Chica nueva —explicó Kevin—. Huele realmente afectada.
—Vaya que sí —dijo Mabel y levantó el labio superior, para agarrarse luego el extremo de la nariz.
Will miró de nuevo a Stella.
—Puedo ver tu nombre de pecas. ¿Pero cuál es tu otro nombre?
—Creo que quizá su nombre sea Rosa o Margarita —dijo Kevin.
—Mis padres me llaman Stella —dijo, con un tono que daba a entender que no era obligatorio; podía cambiar de nombre en cualquier momento. Se arrodilló junto a la chica enferma.
—¿Qué le pasa?
—No es un resfriado, ni es la gripe —dijo Will—. Yo no me acercaría demasiado. No sabemos de dónde viene.
—Necesita un médico —dijo Stella.
—Díselo a la anciana cuando venga a traer la comida —le sugirió Kevin—. Es una broma. No hará nada. Creo que nos van a entregar, de una tacada, a todos.
—Así es como Fred se gana la vida —dijo Will, frotando dos dedos—. Recompensas.
Stella tocó el hombro de la chica enferma. Ésta miró a Stella y cerró los ojos.
—No mires. No hay nada que ver —dijo la otra chica.
Sus mejillas formaban patrones simples, sin forma. Forma Libre. Stella empujó con más fuerza en el brazo de la chica. El brazo quedó flácido y la niña quedó de espaldas. Stella la agitó una vez más y medio abrió los ojos, sin mirar.
—¿Mami?
—¿Cómo te llamas? —preguntó Stella.
—¿Mami?
—¿Cómo te llama mami?
—Elvira —dijo la chica y volvió a toser.
—Ja ja —dijo Will sin gracia. El nombre era un chiste cruel.
—¿Tienes padres? —le preguntó Kevin, siguiendo el ejemplo de Stella y arrodillándose.
Stella le tocó la cara a Elvira. Tenía la piel seca y caliente, y había una costra sanguinolenta bajo la nariz y también detrás de las orejas. Stella le palpó bajo la mandíbula y luego le levantó los brazos y palpó por allí.
—Tiene una infección —dijo Stella—. Quizá como paperas.
—¿Cómo lo sabes?
—Mi madre es médica. Una especie de médica.
—¿Es Shiver? —preguntó Will.
—No creo. Nosotros no pillamos esa enfermedad. —Levantó la vista para mirar a Will y sintió que sus mejillas emitían un mensaje, no sabía cuál: vergüenza, quizá.
—Mírame —dijo Will. Stella se puso en pie y se encaró con él.
—¿Sabes cómo hablar así? —preguntó. Sus mejillas se puntearon y se limpiaron. Los patrones de motas aparecían y desaparecían con rapidez, y se sincronizaban de alguna forma con los iris de sus ojos, sus músculos faciales, y soniditos que emitía desde lo más profundo de la garganta. Stella observó, fascinada, pero no tenía ni idea de lo que Will hacía o lo que intentaba transmitir—. Supongo que no. ¿Qué hueles, cervatillo?
Stella sintió que le ardía la nariz. Retrocedió.
—Prácticamente analfabeta —dijo Will, pero sonreía con comprensión—. Es el Habla. Los chicos de los bosques la inventaron.
Stella comprendió que Will quería estar al mando, quería que la gente pensase que era inteligente y capaz. Sin embargo, había una debilidad en su olor que le hacía parecer muy vulnerable. Está roto, pensó Stella.
Elvira gimió y llamó a su madre. Will se arrodilló y le tocó la frente.
—Sus padres la ocultaban en un ático. Eso es lo que decían los chicos del bosque. Su papá y su mamá se fueron a California y ella se quedó con la abuela. Después murió la abuela. Elvira escapó. La pillaron en la calle. Creo que la violaron, más de una vez. —Se aclaró la garganta y sus mejillas se oscurecieron con la sangre de la furia—. Tenía el inicio de este resfriado o lo que sea, así que no podía febriaromar para impedírselo. Fred la encontró dos días después de encontrarme a mí. Sacó algunas fotos. Nos retiene a todos aquí hasta que pueda reunir a los suficientes para conseguir una buena recompensa.
—Un millón de dólares por cabeza —dijo Kevin—. Vivos o muertos.
—No seas dramático —dijo Will—. No sé cuánto le dan, y no pagan si estás muerto. Si estamos heridos, podría incluso ir a la cárcel. Eso es lo que oí en el bosque. La recompensa es federal, no estatal, así que intenta evitar a los locales.
Stella quedó impresionada por esa muestra de conocimientos.
—Es terrible —dijo, con el corazón desbocado—. Quiero irme a casa.
—¿Cómo te atrapó Fred? —preguntó Will.
—Fui a dar un paseo —dijo Stella.
—Huiste de casa —dijo Will—. ¿A tus padres les importa?
Stella pensó en Kaye despertándose y descubriendo que se había ido y deseó llorar. Eso hizo que la nariz le doliese aún más, y las orejas empezaron a escocerle.
La puerta de tela metálica resonó. Will salió y Kevin fue a ver qué pasaba. Stella miró a Will y luego siguió a Kevin. Madre Trinket estaba junto a la puerta. Había metido una bandeja de cafetería bajo la estructura. La bandeja contenía un plato de papel con lomos y cuellos de pollo fritos, algo de puré de patata y varios fragmentos largos de brécol. La anciana les observó, con ojos lechosos, la barbilla hundida, y con los fuertes brazos manchados que colgaban como dos troncos de abedul.
—Qué asco —dijo Kevin, y recogió la bandeja. Se la pasó a Stella—. Todo tuyo.
—¿Cómo está la chica? —preguntó madre Trinket.
—Está muy enferma —dijo Kevin.
—Vendrá gente. Se ocuparán de ella —dijo madre Trinket.
—¿Qué le importa? —preguntó Kevin.
La anciana parpadeó.
—Es mi hijo —dijo, y se volvió para salir. Cerró la puerta y la atrancó.
La chica, Forma Libre, respiraba a intervalos cortos e intensos cuando Stella llevó la bandeja a la habitación del fondo.
—Huele muy mal —dijo Mabel—. Tengo miedo por ella.
—Yo también —dijo Will.
—Aquí Will es papá —dijo Mabel—. Will conseguirá ayuda.
Will miró a Stella con tristeza y se tiró en el sofá. Stella dejó la bandeja sobre una mesita plegable. No le apetecía comer. Ella y Kevin se arrodillaron junto a Elvira. Stella acarició las mejillas de la chica, empalideciendo sus pecas. Las manchas se habían regularizado, y ahora eran todavía más vagas y tenían menos sentido.
—¿Podemos hacer que se sienta mejor? —preguntó Stella.
—No somos ángeles —dijo Will.
—Mi madre dice que todos tenemos mentes en nuestro interior —dijo Stella, intentando desesperadamente encontrar una respuesta—. Mentes que hablan unas con las otras por medio de agentes químicos y…
—¿Qué demonios sabe ella? —preguntó Will con dureza—. Es humana, ¿no?
—Es Kaye Lang Rafelson —dijo Stella, sintiéndose herida y a la defensiva.
—No me importa quién es —dijo Will—. Nos odian porque somos nuevos y mejores.
—Nuestros padres no nos odian —aventuró Stella con esperanza, mirando a Mabel y a Kevin.
—Los míos sí —dijo Mabel—. Mi padre odia al gobierno, así que me ocultó, pero un día se fue. Mi madre me abandonó en una estación de buses.
Stella tenía claro que esos chicos habían vivido vidas muy diferentes a la suya. Todos olían a soledad y desamparo, como cachorritos separados de la camada, gimiendo y buscando algo que habían perdido. Bajo la soledad y otras emociones del momento se encontraban las fundamentales: Will olía intenso y rico, como un queso curado. Kevin olía un poco dulce. Mabel olía a agua de baño jabonosa, vapor y flores y piel limpia y tibia.
No podía apreciar el olor fundamental de Elvira. Bajo la enfermedad no parecía tener olor.
—Pensamos en huir —dijo Kevin—. Hay cables de acero en todas las paredes. Fred nos dijo que había construido un lugar resistente.
—Nos odia —dijo Will.
—Valemos dinero —dijo Kevin.
—Me contó que su hija mató a su esposa —dijo Will.
Eso los mantuvo en silencio durante un rato, a todos menos a Forma Libre, cuya respiración era quebrada.
—Enséñame a hablar con las pecas —le pidió Stella a Will. Quería apartar la mente de todo aquello que no podían hacer, como escapar.
—¿Y si Elvira muere? —preguntó Will, mientras le empalidecía la frente.
—Lloraremos por ella —dijo Mabel.
—Cierto —dijo Kevin—. Fabricaremos una pequeña cruz.
—Yo no soy cristiano —dijo Will.
—Yo sí —dijo Mabel—. Cristo era uno de nosotros. Lo oí en el bosque. Por eso lo mataron.
Will agitó la cabeza ante tal muestra de ingenuidad. Stella se sintió avergonzada por las palabras que les había dicho a los hombres del autoservicio Texaco. Sabía que no se parecía en nada a Jesús. En lo más hondo, no se sentía ni misericordiosa ni caritativa. Nunca antes lo había admitido, pero mirar a Elvira carraspeando en el suelo le enseñó la realidad de sus emociones.
Odiaba a Fred Trinket y a su madre. Odiaba a los federales que venían a buscarles.
—Tendremos que luchar para escapar —dijo Will—. Fred es cuidadoso. No entra en la jaula. Ni siquiera llama al médico. Se limita a llamar a los furgones. Los furgones llegan desde Maryland y Richmond. Todos llevan trajes y vienen armados con picas para ganado y pistolas tranquilizantes.
Stella se estremeció. Había llamado a sus padres; sus padres estaban de camino. Puede que también los capturasen.
—A veces, cuando llegan los furgones, los niños mueren, quizás accidentalmente, pero están muertos —siguió diciendo Will—. Queman los cuerpos. Eso es lo que oí en el bosque —añadió—. Ahora mismo no me apetece enseñarte a motear.
—Háblame de los bosques —dijo Stella.
—En los bosques hay libertad —dijo Will—. Me gustaría que el mundo entero fuese bosque.