Mitch llegó hasta la entrada de tierra bajo un cielo gris y empapado. Cuando llegó, Kaye no estaba en casa. Ella tocó la bocina desde la carretera cuando salió después de inspeccionar la casa vacía. Las largas piernas le llevaron en cinco pasos rápidos hasta la vieja camioneta.
—¿Cuánto hace? —preguntó Mitch, metiendo la cabeza. Le tocó la mejilla húmeda a través de la ventanilla del conductor.
—Tres o cuatro horas —dijo Kaye—. Yo me dormí y había desaparecido.
Se subió al asiento de al lado. Justo cuando Kaye se preparaba para mover la camioneta, Mitch le retuvo la mano.
—El teléfono —dijo.
Kaye apagó el motor y los dos prestaron atención. Desde la casa llegaba un zumbido lejano.
Mitch corrió hasta la casa. La puerta se cerró tras él y lo cogió a la tercera llamada.
—¿Hola?
—¿Hablo con el señor Bailey? —preguntó el hombre.
Era el nombre que le habían dicho a Stella que usase.
—Sí —dijo Mitch, limpiándose la cara de frente y ojos—. ¿Quién habla?
—Me llamo Fred Trinket. No sabía que viviese usted tan cerca, señor Bailey.
—Tengo prisa, señor Trinket. ¿Dónde está mi hija?
—Por favor, no se altere. Ahora mismo está en mi casa, y está muy preocupada por ustedes.
—Nosotros estamos preocupados por ella. ¿Dónde está usted?
—Stella está bien, señor Rafelson. Nos gustaría que viniese a ver algo que nos parece interesante e importante. Algo que bien podría resultarle fascinante. —El hombre que se identificaba como Trinket le dio unas indicaciones.
Mitch volvió con Kaye al camión.
—Alguien tiene a Stella —dijo.
—¿Acción de Emergencia?
—Un profesor, un loco, alguien —dijo Mitch. Ahora no había tiempo para mencionar que el hombre conocía su nombre real. No creía que Stella se lo hubiese dicho a nadie—. Como a quince kilómetros de aquí.
Kaye ya hacía girar la camioneta sobre el pavimento.