La camioneta roja se situó junto a una casa de dos plantas y altas columnas blancas. Los escalones blancos estaban bordeados por dos largos maceteros de ladrillo llenos de adelfas escuálidas y empapadas. Fred Trinket no había hecho nada manifiesto para alterar a Stella, pero ahora estaban en su casa.
—Es hora de almorzar —dijo Trinket—. Los otros estarán comiendo. Madre los alimenta alrededor de esta hora. Yo como más tarde. Es mi digestión. No es demasiado buena.
—Come copos de avena —dijo Stella.
Trinket sonrió.
—Exacto, jovencita. Como copos de avena de desayuno. En ocasiones una loncha de beicon. ¿Qué más?
—Le gusta el ajo.
—De cena tomo espaguetis con ajo, exacto. —Trinket movió la cabeza con facilidad—. Maravilloso. Hueles todo eso.
Abrió la portezuela y salió. Stella bajó y él le indicó los escalones de la casa. Allí se abría una enorme puerta blanca, sólida y paciente, flanqueada por dos ventanas altas y delgadas. La pintura era nueva. El pomo olía a limpiador, un olor que no le gustaba. No tocó la puerta. Trinket se la abrió. No estaba cerrada con llave.
—Confiamos en la gente —dijo Trinket—. ¡Madre! —gritó—. Tenemos una invitada.