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Leesburg

Mark Augustine colocó una mano en el respaldo de la silla de Rachel Browning. La sala estaba en silencio, exceptuando el zumbido de los ventiladores de los equipos y un ligero tintineo.

Estaba observando al hombre regordete de pantalones caqui, la camioneta roja, la niña larguirucha y torpe que era la hija de Kaye Lang Rafelson.

Una niña del virus.

—¿Ése es tu contacto, Rachel?

—No lo sé —dijo Browning.

—¿Podría ser un buen samaritano? —preguntó Augustine. Internamente estaba furioso, pero no le daría a Browning la satisfacción de manifestar su furia—. Podría ser un corruptor de menores.

Por primera vez, Browning manifestó incertidumbre.

—¿Alguna sugerencia? —preguntó.

Augustine no sintió alivio al ver que le pedía consejo. Eso no haría más que implicarle a él en la cadena de decisiones de Rachel, y precisamente eso era lo último que quería. Que se colgase sola, ella solita.

—Si las cosas van mal, tengo que hacer algunas llamadas —dijo.

—Deberíamos esperar —dijo Browning—. Probablemente no haya problema.

El Pajarito flotaba como a unos diez metros por encima de la camioneta roja y la parada de bus, el caballero barrigudo de mediana edad y la niña.

La mano de Augustine se tensó en el respaldo.