Washington, D.C.
Un hombre alto, encorvado y con pelo blanco que empezaba a escasear entró en la oficina trayendo una cartera gastada. Gianelli se puso en pie.
—Congresista, ¿recuerda a Mitch Rafelson?
—Así es —dijo Wickham, y alargó la mano. Mitch la agitó con fuerza. La mano estaba seca y era dura como la madera—. ¿Alguien sabe que estás aquí, Mitch?
—Dick me coló, señor.
Wickham valoró a Mitch con un ligero temblor de cabeza.
—Ven a mi despacho, Mitch —dijo el congresista—. Tú también, Dick, y cierra la puerta.
Recorrieron el pasillo. El despacho de Wickham estaba cubierto de placas y fotografías, toda una vida en la política.
—Esta mañana a las diez el juez Barnhall sufrió un ataque al corazón —dijo Wickham.
La cara de Mitch reflejó angustia. Barnhall había sido un defensor consistente de los derechos civiles, incluso para los niños SHEVA y sus padres.
—Está en Bethesda —dijo Wickham—. No tienen muchas esperanzas. El hombre tiene noventa años. Acabo de hablar con el líder demócrata del Senado. Mañana mismo iremos a la Casa Blanca. —Wickham dejó la cartera sobre un sofá y se metió las manos en los bolsillos de los pantalones color chocolate—. El juez Barnhall era uno de los buenos. Ahora el presidente quiere a Olsen, y es un crac, Mitch. No hemos visto uno igual desde Roger B. Taney. Un soltero vitalicio, cara de armiño, mente como una trampa de hierro. Quiere deshacer ochenta años de lo que llama activismo judicial, cree que tendrá al país por las pelotas, seis a tres. Y probablemente lo logrará. No vamos a ganar este asalto, pero podemos dar algunos golpes. Luego, nos machacarán en las votaciones. Nos van a derrotar. —Wickham miró a Mitch con tristeza—. Me encantan las peleas justas.
La secretaria llamó a la jamba de la puerta.
—Congresista, ¿el señor Rafelson está aquí? —Miró directamente a Mitch, con una ceja arqueada.
Gianelli preguntó:
—¿Quién quiere saberlo?
—No da nombre y suena asustada. Centralita dice que está usando un teléfono móvil desechable con una línea extranjera. Eso ya no es legal, señor.
—No me digas —dijo Wickham, mirando por la ventana.
—Mi esposa sabe que estoy aquí. Nadie más —dijo Mitch.
—Coge el número y llámala tú, Connie —dijo Wickham—. Activa el cifrador y desvíala por, oh, el despacho de Tom Haney en Boca Ratón.
—Sí, señor.
Wickham hizo un gesto hacia el teléfono de la mesa.
—Podemos conectar su línea a un codificador especial para comunicaciones de despachos de congresistas —dijo, pero se tocó el reloj—. Comienza y termina con basura, y a menos que conozcas la clave, todo suena a basura. Cambiamos la clave con cada llamada. Le lleva a la NSA como un minuto romperla, así que mejor que sea breve.
La secretaria estableció la conexión. Mitch miró entre los dos hombres, mientras se le hundía el corazón, y cogió el auricular del aparato que había sobre la mesa.