Esquina de un edificio de dos plantas situado en una calle de Nueva Orleans llamada Campos Elíseos que discurre entre las vías del tranvía y el río. El barrio es pobre, pero a diferencia de los barrios pobres de otras ciudades norteamericanas tiene encanto y un tinte canalla. Las casas son, en su mayoría, blancas, pero han griseado por los efectos del clima y del paso del tiempo. Tienen galerías, tejados pintorescos y escaleras exteriores que crujen o chirrían. El edificio tiene dos viviendas: la del piso de arriba y la del piso de abajo. Una escalera de un blanco desvaído suben hasta la puerta de ambas.
Tarde de primeros de mayo, acaba de caer la noche. El cielo que rodea el edificio blanco, que está en penumbra, es de un azul suave y peculiar, casi turquesa, lo que confiere a la escena una suerte de lirismo que atenúa con dignidad la atmósfera decadente del lugar. Casi se puede sentir el cálido aliento del río marrón que transcurre más allá de los almacenes del puerto fluvial, con su leve fragancia a plátanos y café. El mismo ambiente evocan las melodías de los músicos negros que tocan en el bar que está a la vuelta de la esquina. En esa parte de Nueva Orleans es normal estar casi siempre a la vuelta de la esquina, o a unas puertas más abajo, de un pequeño piano tocado con la enamorada fluidez que poseen los dedos morenos. Este «piano de los blues» expresa el espíritu de la vida del lugar.
Dos mujeres, una blanca y otra negra, toman el fresco en la escalera de la casa. La blanca es Eunice, que ocupa el piso de arriba; la mujer negra es una vecina. Nueva Orleans es una ciudad cosmopolita y en la parte vieja se advierte una mezcla de razas relativamente cálida y pacífica.
Por encima de la música del «piano de los blues» pueden oírse las voces de la gente de la calle.
(Dos hombres aparecen por la esquina: Stanley Kowalski y Mitch. Tienen veintiocho o treinta años, llevan ropa de trabajo de tejido vaquero. Stanley, con su chaqueta de ir a la bolera y un paquete de una carnicería, con manchas de color rojo. Se detienen al pie de la escalera.)
STANLEY (a voz en cuello): ¡Eh, Stella, nena!
(Stella aparece en el rellano del primer piso. Es una joven dulce. Tiene veinticinco años y es evidente que se ha criado en un mundo muy distinto al de su marido.)
STELLA (con suavidad): No grites tanto. Hola, Mitch.
STANLEY: ¡Toma!
STELLA: ¿El qué?
STANLEY: ¡La carne!
(Le tira el paquete. Stella protesta pero consigue atrapar el paquete. A continuación se ríe, con alegría. Su marido y su amigo se dirigen ya de vuelta hacia la esquina.)
STELLA (llamándole): ¡Stanley! ¿Adónde vas?
STANLEY: ¡A jugar a los bolos!
STELLA: ¿Puedo ir a mirar?
STANLEY: Venga. (Se va.)
STELLA: Volveré en seguida. (A la mujer blanca.) Hola, Eunice, ¿qué tal estás?
EUNICE: Estoy bien. Dile a Steve que se compre un bocadillo de pobre, porque aquí no queda nada.
(Se echan todas a reír. La mujer negra sigue. Stella se va.)
MUJER NEGRA: ¿Qué hay en el paquete que le ha tirado? (Se levanta de la escalera riéndose todavía más.)
EUNICE: ¡Chist, calla!
MUJER NEGRA: ¿El qué tengo que callar?
(Sigue riéndose. Blanche aparece por la esquina llevando una maleta de mano. Consulta un papel y mira la casa; vuelve a consultar el papel y luego mira la casa por segunda vez. Pone cara de sorpresa y de no creérselo. Su aspecto resulta incongruente en el lugar. Viste con delicadeza. Lleva un vestido blanco con corpiño de tela suave y sedosa, collar y pendientes de perlas, guantes y sombrero blancos y parece recién llegada a un cóctel o a un té de verano en el barrio residencial de la ciudad. Es unos cinco años mayor que Stella. Su belleza es tan delicada que debe evitar toda luz fuerte. Su fragilidad y sus ropas blancas recuerdan a una luciérnaga, a una mariposa de la luz.)
EUNICE (por fin): ¿Qué ocurre, cariño? ¿Te has perdido?
BLANCHE (con un humor levemente histérico): Me han dicho que cogiera un tranvía llamado Deseo y que luego hiciera transbordo y subiera a otro que se llama Cementerios y que pasadas seis manzanas me bajase en ¡los Campos Elíseos!
EUNICE: Y ahí es donde estás.
BLANCHE: ¿En los Campos Elíseos?
EUNICE: Esa calle de ahí es Campos Elíseos.
BLANCHE: Tienen que haber… entendido… el número que estoy buscando…
EUNICE: ¿Qué número estás buscando?
(Con gesto cansino, Blanche señala el trozo de papel.)
BLANCHE: El treinta y dos.
EUNICE: Pues no busques más.
BLANCHE (sin comprender): Estoy buscando a mi hermana, Stella DuBois, es decir, busco a la señora de Stanley Kowalski.
EUNICE: Pues esa misma. Pero acaba de irse.
BLANCHE: Ésta… ¿ésta es su casa?
EUNICE: Ella vive en el piso de abajo y yo en el de arriba.
BLANCHE: Oh. ¿Ha… salido?
EUNICE: ¿Has visto la bolera que está a la vuelta de la esquina?
BLANCHE: Pues… no estoy segura.
EUNICE: Pues ahí es donde está, viendo jugar a su marido. (Pausa.) ¿Quieres dejarme la maleta y vas a buscarla?
BLANCHE: No.
MUJER NEGRA: Voy a decirle que estás aquí.
BLANCHE: Gracias.
MUJER NEGRA: De nada. (Se va.)
EUNICE: ¿No sabía que ibas a venir?
BLANCHE: Que iba a venir hoy, no.
EUNICE: ¿Por qué no entras y te pones cómoda hasta que vuelvan?
BLANCHE: ¿Y cómo puedo… hacerlo?
EUNICE: La casa es nuestra, así que yo puedo abrirte.
(Se levanta y abre la puerta del piso de abajo. Tras la persiana se enciende una luz que da al interior un color azul pálido. Blanche sigue a Eunice muy despacio. El interior se ilumina al tiempo que el espacio circundante se oscurece.)
(Se ven dos estancias, no muy claramente. La primera es sobre todo una cocina, pero tiene una cama plegable, para uso de Blanche. La segunda estancia es un dormitorio. En el dormitorio hay una puerta que da a un cuarto de baño.)
EUNICE (a la defensiva, notando la mirada de Blanche): Está un poco desordenado, pero cuando está limpio es muy bonito.
BLANCHE: ¿Sí?
EUNICE: Sí, sí. ¿Así que eres la hermana de Stella?
BLANCHE: Sí. (Queriendo librarse de Eunice.) Gracias por permitirme entrar.
EUNICE: Por nada, como dicen los mexicanos, por nada[2]. Stella me ha hablado de ti.
BLANCHE: Ah, ¿sí?
EUNICE: Creo que me dijo que eres maestra.
BLANCHE: Sí.
EUNICE: ¿Y eres de Mississippi?
BLANCHE: Sí.
EUNICE: Tu hermana me enseñó una foto de tu casa, de la plantación.
BLANCHE: ¿De Belle Reve?
EUNICE: Una casa muy grande con columnas blancas.
BLANCHE: Sí…
EUNICE: Debe de ser horriblemente agotador llevar una casa así.
BLANCHE: Perdóname, pero estoy a punto de derrumbarme.
EUNICE: Claro, cariño. ¿Por qué no te sientas?
BLANCHE: Lo que quería decir es que me gustaría quedarme a solas.
EUNICE (ofendida): Bueno, en ese caso me esfumo.
BLANCHE: No quiero ser maleducada, pero…
EUNICE: Voy a la bolera a avisarla. (Sale por la puerta.)
(Blanche se sienta en una silla. Parece tensa y está ligeramente encorvada, con las piernas juntas y las manos aferradas al bolso, como si tuviera frío. Al cabo de un rato, su mirada hueca desaparece y, despacio, empieza a mirar a su alrededor. Contiene el aliento con un sobresalto. De pronto ve algo en el aparador, que está medio abierto. Se levanta, se acerca y coge la botella de whisky. Se sirve medio vaso y se lo bebe de un trago. Vuelve a poner la botella en su sitio con mucho cuidado y lava el vaso en la pila. A continuación vuelve a sentarse en el mismo sitio, delante de la mesa.)
BLANCHE (con desmayo, a sí misma): ¡Tengo que dominarme!
(Stella aparece por la esquina del edificio y corre hacia la puerta del piso del sótano.)
STELLA (con enorme alegría): ¡Blanche!
(Se quedan mirándose unos instantes. A continuación Blanche se levanta y corre hacia su hermana con un grito.)
BLANCHE: ¡Stella, oh, Stella, Stella! ¡Stella, mi Estrella!
(Empieza a hablar con vivacidad febril, como si temiera que cualquiera de las dos se parara a pensar. Se abrazan. Es un abrazo espasmódico.)
¡Oh, deja que te vea! ¡Pero tú no me mires, Stella, no, no, no! ¡Luego! ¡Primero tengo que bañarme y descansar un poco! ¡Y apaga esa luz! ¡Apágala! ¡No pienso permitir que me veas bajo esta luz implacable! (Stella se ríe y accede.) ¡Ven aquí ahora mismo! ¡Oh, mi niña! ¡Stella, mi Estrella! (Vuelve a abrazarla.) ¡Pensé que nunca volverías a este lugar horrible! Pero ¿qué estoy diciendo? No quería decir eso. Quería ser amable y decir: oh, qué bien situado está y todas esas cosas… ¡Ah, qué chuletas tan hermosas! No me has dicho una palabra.
STELLA: Pero ¡si no me has dejado, cariño! (Se echa a reír, pero mira a Blanche con cierta inquietud.)
BLANCHE: Pues habla ahora. Abre tu preciosa boquita y habla mientras yo me sirvo algo de beber. ¡Seguro que tienes algo de beber! ¿Dónde podrá estar? A ver, a ver, voy a fisgar un poco.
(Se acerca con paso presuroso al aparador y saca la botella. Se estremece de la cabeza a los pies y, resoplando, trata de echarse a reír. La botella está a punto de escurrírsele de las manos.)
STELLA (viéndolo): Blanche, siéntate y deja que yo te sirva una copa. No sé con qué lo podemos mezclar. A lo mejor con una Coca-cola, en la cubitera. Mira, cariño, mientras yo…
BLANCHE: No pongas Coca-cola, ¡con lo mal que hoy estoy de los nervios! ¿Dónde… dónde… dónde está…?
STELLA: ¿Stanley? ¡En la bolera! Le encanta. Tienen un… ¡ah, refrescos!… tienen un torneo…
BLANCHE: Me basta con agua, cariño, para no quitarle sabor. No, no te preocupes, tu hermana no se ha vuelto una borracha, sólo está sorprendida y cansada y sucia y tiene calor. Y ahora siéntate y explícame por qué este lugar. ¿Qué estás haciendo en un sitio así?
STELLA: Oh, vamos, Blanche…
BLANCHE: Oh, no pienso pasar por hipócrita, pienso ser muy crítica y sincera. Nunca, nunca, nunca, ni en mis peores pesadillas, había sido capaz de imaginar… ¡Sólo Poe, el señor Edgar Allan Poe, podría hacerle justicia! ¡Y supongo que al otro lado de la puerta está el bosque embrujado de Weir! (Se echa a reír.)
STELLA: No, cariño, al otro lado están las vías del tranvía.
BLANCHE: No, ahora en serio, bromas aparte. ¿Por qué no me lo habías dicho, por qué no me escribiste, cariño, por qué no me dijiste nada?
STELLA (con algún recelo, sirviéndose una copa): ¿Quieres que te diga una cosa, Blanche?
BLANCHE: ¿Qué? Que estás obligada a vivir en estas condiciones.
STELLA: ¿No crees que exageras un poco? ¡No está tan mal! Nueva Orleans no es una ciudad como las demás.
BLANCHE: No tiene nada que ver con Nueva Orleans. Bien podrías decir… ¡perdóname, mi bendita niña! (Se interrumpe de pronto.) ¡Tema cerrado!
STELLA (con algo de sequedad): Gracias.
(Durante la pausa, Blanche la mira fijamente. Y Stella sonríe.)
BLANCHE (mirando el vaso, que tiembla en su mano): Eres lo único que tengo en el mundo y no te alegras de verme.
STELLA (sinceramente): Oh, vamos, Blanche, ya sabes que eso no es verdad.
BLANCHE: ¿No? Me había olvidado de lo callada que eres.
STELLA: Nunca me diste la oportunidad de decir gran cosa, Blanche. Así que me he acostumbrado a no hablar mucho cuando estoy contigo.
BLANCHE (distraídamente): Te has acostumbrado a no… (Y de súbito:) No me has preguntado por qué no estoy en el colegio si el trimestre no ha terminado.
STELLA: Creía que me lo ibas a decir tú… si quieres.
BLANCHE: ¿Piensas que me han despedido?
STELLA: No, pensaba que tal vez lo habías… dejado por tu cuenta…
BLANCHE: Después de todo lo que he tenido que pasar, estaba agotada y… sufrí un ataque de nervios. (Inquieta, dando golpecitos a un cigarrillo.) ¡Casi me vuelvo loca! Así que el señor Graves, el señor Graves es el director del colegio, me sugirió que me tomase unas vacaciones. No iba a contarte todos los pormenores en el telegrama… (Apura su vaso.) Oh, es como un zumbido, ¡me sienta tan bien…!
STELLA: ¿No quieres otro?
BLANCHE: No, uno es mi límite.
STELLA: ¿Seguro?
BLANCHE: No has dicho una palabra de cómo me encuentras.
STELLA: Estás muy bien.
BLANCHE: ¡Qué mentirosa eres! ¡La luz del día no ha visto jamás una ruina tan absoluta! Pero tú… tú has engordado un poco. Sí, ¡estás gorda como una perdiz! ¡Pues te sienta francamente bien!
STELLA: Blanche…
BLANCHE: ¡Sí, en serio! ¡Si no, no te lo diría! Sólo tienes que vigilar un poco las caderas. Levántate.
STELLA: Ahora no.
BLANCHE: ¿No me has oído? ¡He dicho que te levantes! (Stella accede de mala gana.) ¡Oh, qué descuidada eres, niña, te has manchado ese precioso cuello de seda! Y el pelo… con esos rasgos tan delicados que tienes, tendrías que llevarlo más largo. Stella, tenéis doncella, ¿verdad?
STELLA: No, sólo tenemos un dormitorio, así que…
BLANCHE: ¿Cómo? ¿Sólo un dormitorio? (Se echa a reír de repente. Sigue un silencio embarazoso.) Voy a tomar otra copita. Digamos que, para poner el tapón… Y luego guarda esa botella, no vaya a caer en la tentación. (Se levanta.) ¡Fíjate qué tipo tengo! (Gira sobre sí misma.) ¿Sabes, Stella, que no he engordado ni un gramo en diez años? Peso lo mismo que pesaba el verano que te marchaste de Belle Reve. El verano en que murió papá y tú nos dejaste…
STELLA (algo cansada): Es increíble, Blanche, el buen aspecto que tienes.
BLANCHE (Las dos se ríen, pero su risa es incómoda): Pero, Stella, sólo tenéis un dormitorio, ¡no sé dónde vas a meterme!
STELLA: Te vamos a instalar aquí.
BLANCHE: ¿Qué clase de cama es ésta? ¿Una de esas cosas plegables? (Se sienta en ella.)
STELLA: ¿No te parece bien?
BLANCHE (vacilante): Maravilloso, cariño. No me gustan las camas blandas. Pero el dormitorio no tiene puerta, y Stanley… ¿será decente?
STELLA: Stanley es polaco, ya lo sabes.
BLANCHE: Sí, claro. Los polacos son parecidos a los irlandeses, ¿verdad?
STELLA: Bueno…
BLANCHE: Pero no son tan… intelectuales. (Las dos se vuelven a reír igual que antes.) He traído algunos vestidos preciosos para cuando me presentes a tus encantadores amigos.
STELLA: Me temo que no te van a parecer tan encantadores.
BLANCHE: ¿Cómo son?
STELLA: Son los amigos de Stanley.
BLANCHE: ¿Son polacos?
STELLA: Hay de todo.
BLANCHE: ¿Tipos… heterogéneos?
STELLA: Sí, eso es, tipos.
BLANCHE: Bueno, de todas formas, he traído unos vestidos preciosos y pienso ponérmelos. Supongo que esperabas que me alojase en un hotel, pero no pienso alojarme en un hotel. Quiero estar cerca de ti, tengo que estar con alguien, no puedo estar sola. Porque… ya lo habrás notado… no… no estoy bien… (Baja la voz y aparece el miedo en su mirada.)
STELLA: Estás un poco nerviosa, o alterada, o algo.
BLANCHE: ¿Crees que a Stanley le voy a caer bien? ¿O me tratará como a un pariente político cualquiera? No podría soportarlo.
STELLA: Seguro que os lleváis bien, siempre y cuando no… bueno… que no le compares con los hombres con los que salíamos en casa.
BLANCHE: ¿Es tan… diferente?
STELLA: Sí. De otra especie.
BLANCHE: ¿En qué sentido? ¿Cómo es?
STELLA: ¡Oh, no se puede describir a alguien del que estás enamorada! Toma, una foto suya. (Le entrega una fotografía a Blanche.)
BLANCHE: ¿Es oficial?
STELLA: Sargento mayor del cuerpo de ingenieros. ¡Mira cuántas medallas!
BLANCHE: ¿Las llevaba puestas cuando le conociste?
STELLA: Te aseguro que no sólo me deslumbró toda esa chatarra.
BLANCHE: No es eso lo que yo…
STELLA: Pero, por supuesto, luego tuve que adaptarme a algunas cosas.
BLANCHE: ¡Sí, a su vida de civil! ¡A su pasado de civil! (Stella se ríe, algo insegura.) Cuando le dijiste que venía, ¿cómo se lo tomó?
STELLA: Oh, todavía no lo sabe.
BLANCHE (asustada): ¿No… no se lo has dicho?
STELLA: Pasa mucho tiempo fuera, de viaje.
BLANCHE: Oh, ¿de viaje?
STELLA: Sí.
BLANCHE: Estupendo. Bueno, en fin… ¿no te parece?
STELLA (medio para sí misma): Cuando pasa la noche fuera casi no puedo soportarlo…
BLANCHE: ¡Vaya, Stella!
STELLA: Y cuando está fuera una semana casi me vuelvo loca.
BLANCHE: ¡Díos mío!
STELLA: Y cuando vuelve me echo a llorar en su regazo como una niña… (Sonríe para sí.)
BLANCHE: Supongo que es lo que pasa cuando estás enamorada… (Stella la mira con una sonrisa radiante.) Stella…
STELLA: ¿Qué?
BLANCHE (incómoda, apresuradamente): No te he preguntado las cosas que probablemente pensabas que te iba a preguntar. Y por eso espero que te muestres comprensiva con lo que tengo que contarte.
STELLA: Dime. (Su rostro muestra inquietud.)
BLANCHE: En fin, Stella… me lo vas a reprochar, sé que me lo vas a reprochar… pero antes de que lo hagas… ten en cuenta que… ¡te marchaste! ¡Yo me quedé y luché! ¡Tú te viniste a Nueva Orleans y te buscaste la vida! ¡Yo me quedé en Belle Reve e intenté sostenerla! Y no lo digo porque yo quiera reprocharte nada a ti, pero todo el peso recayó sobre mis hombros.
STELLA: Lo mejor que podía hacer era buscarme la vida por mi cuenta, Blanche.
(Blanche empieza a temblar otra vez. Con intensidad.)
BLANCHE: Lo sé, lo sé. Pero ¡fuiste tú quien se marchó de Belle Reve, no yo! ¡Yo me quedé y luché por ella, sangré por ella, casi doy la vida por ella!
STELLA: ¡Cálmate, no te pongas histérica y dime qué ha pasado! ¿Qué es eso de que has luchado y has sangrado? ¿Qué clase de…?
BLANCHE: ¡Lo sabía, Stella, sabía que te lo ibas a tomar así!
STELLA: ¿Que me iba a tomar así el qué? Blanche, por favor.
BLANCHE (lentamente): La pérdida… la pérdida…
STELLA: ¿Belle Reve? ¿Perdida? ¡No!
BLANCHE: Sí, Stella.
(Se miran la una a la otra sobre el hule de cuadros amarillos y blancos que cubre la mesa. Blanche asiente lentamente y Stella va bajando la vista y se queda mirando sus manos, que se coge sobre la mesa. Sube la música del «piano de los blues». Blanche se lleva un pañuelo a la frente.)
STELLA: ¿Y cómo ocurrió? ¿Qué pasó?
BLANCHE (poniéndose en pie de pronto): ¡Mira quién me pregunta qué pasó!
STELLA: ¡Blanche!
BLANCHE: ¡Mira quién está ahí sentada echándome la culpa!
STELLA: ¡Blanche!
BLANCHE: ¡Yo, yo, yo recibí todos los golpes, en el cuerpo y en la cara! ¡Todas esas muertes! ¡Ese largo desfile al cementerio! ¡Padre, madre! ¡Margaret, de aquella forma tan horrible! ¡Se puso tan enorme que no cabía en el ataúd! ¡Y hubo que quemarla como si fuera basura! Tú llegabas con el tiempo justo de ir al entierro y nada más, Stella. Y, comparados con la muerte, los entierros son bonitos. Los entierros son tranquilos, pero la muerte… no siempre. A veces casi no pueden respirar, a veces respiran haciendo ruido, y a veces incluso te gritan: «¡No dejes que me vaya!». Incluso los viejos a veces dicen: «¡No dejes que me vaya!». ¡Como si pudieras impedirlo! Pero los entierros son tranquilos, hay flores preciosas. ¡Y, ah, en qué cajas tan estupendas los empaquetan! A no ser que estés junto a su cama cuando gritan «¡Dame la mano!» es imposible sospechar que lucharon por respirar, y por su sangre. Tú ni te lo imaginabas, ¡pero yo lo vi! ¡Lo vi! ¡Lo vi! ¡Y ahora tú estás ahí sentada diciéndome con la mirada que dejé que la casa se perdiera! ¿Cómo demonios crees que pudimos pagar tanta enfermedad y tanta muerte? ¡La muerte es muy cara, señorita Stella! ¡Y la de la vieja prima Jessie vino después de la de Margaret! ¡Jesús, la Muerte plantó su tienda a la puerta de nuestra casa!… Stella, ¡Belle Reve se convirtió en su cuartel general! Cariño, fue así como se me escapó, entre los dedos. ¿Quién nos dejó una fortuna? ¿Quién dejó siquiera un céntimo de algún seguro? Sólo la pobre Jessie, cien dólares para pagar su ataúd. ¡Y nada más, Stella! Y yo con el mísero sueldo del colegio. ¡Sí, échame la culpa! ¡Quédate ahí sentada, mirándome, pensando que dejé que la casa se perdiera! ¿Dejé que la casa se perdiera? ¿Dónde estabas tú? ¡En la cama con tu… polaco!
STELLA (poniéndose en pie de un salto): ¡Blanche! ¡Cállate! ¡Ya basta! (Hace intención de marcharse.)
BLANCHE: ¿Adónde vas?
STELLA: Voy al baño a lavarme la cara.
BLANCHE: ¡Oh, Stella, Stella, estás llorando!
STELLA: ¿Y eso te sorprende?
BLANCHE: Perdóname, no quería…
(Se oyen voces de hombre. Stella se mete en el baño y cierra la puerta. Cuando los hombres aparecen y Blanche se da cuenta de que debe de ser Stanley, que ha vuelto, se pasea, insegura, entre la puerta del baño y el tocador, mirando con aprensión la puerta de entrada. Stanley entra seguido de Steve y de Mitch y se detiene cerca de su puerta, Steve se para al pie de la escalera de caracol y Mitch se coloca ligeramente por encima y a la derecha de ellos. Parece a punto de marcharse. Cuando los hombres van entrando, oímos parte del siguiente diálogo:)
STANLEY: ¿Es así como lo consiguió?
STEVE: Claro, es así como lo consiguió. Le acertó a la veleta por trescientos pavos contra seis cifras.
MITCH: No le digas esas cosas que se las cree.
(Mitch empieza a marcharse.)
STANLEY (haciendo que Mitch se detenga): Eh, Mitch, ven aquí.
(Al oír las voces, Blanche entra en el dormitorio. Coge una foto de Stanley del tocador, la mira y la vuelve a dejar en su sitio. Cuando Stanley entra en el apartamento, Blanche se esconde rápidamente detrás del biombo que hay a la cabecera de la cama.)
STEVE (a Stanley y a Mitch): Eh, ¿jugamos al póquer mañana?
STANLEY: Claro, en casa de Mitch.
MITCH (al oír esto vuelve rápidamente a la barandilla de la escalera) ¡No, en mi casa no! ¡Mi madre sigue enferma!
STANLEY: Vale, entonces en la mía… (Mitch vuelve a marcharse.) Pero ¡tú tienes que traer las cervezas!
(Mitch finge no oír, dice «Buenas noches a todos» y se va canturreando.)
EUNICE (se la oye desde arriba): ¡Despedíos de una vez! He hecho espaguetis, pero ya me los he comido.
STEVE (subiendo la escalera): Te dije que íbamos a jugar, y te he llamado. (A los hombres.) ¡Cervezas Jax!
EUNICE: No me has llamado.
STEVE: Te lo he dicho esta mañana en el desayuno, te he llamado a la hora de comer…
EUNICE: Bueno, da igual. El caso es que llegas a casa cuando te da la gana.
STEVE: ¿Qué quieres que haga? ¿Que lo publique en los periódicos?
(Más risas y exclamaciones por parte de los hombres. Stanley abre la puerta mosquitera de la cocina y entra. Es de estatura media, entre 1,75 y 1,80, y fornido y compacto. Y todos sus movimientos y su actitud transmiten un júbilo y un disfrute animal. Desde su primera juventud el centro de su vida ha sido el placer que experimenta con las mujeres, el hecho de darlo y recibirlo, no con débil indulgencia, con dependencia, sino con el poder y el orgullo de un gallo ricamente emplumado entre las gallinas. De este centro completo y satisfactorio emanan todos los canales auxiliares de su vida, como su camaradería con los hombres, la afición al humor más tosco, el gusto por la bebida y la comida y el juego, el aprecio a su coche y su radio y a todo lo que es suyo y lleva su emblema, el del alegre portador de la semilla. Calibra a las mujeres con una sola mirada, establece clasificaciones sexuales y en su cabeza aparecen imágenes llenas de crudeza que determinan su forma de sonreírles.)
BLANCHE (retrocediendo sin querer ante la mirada de Stanley): Tú debes de ser Stanley. Yo soy Blanche.
STANLEY: ¿La hermana de Stella?
BLANCHE: Sí.
STANLEY: Hola. ¿Dónde está mi mujercita?
BLANCHE: En el baño.
STANLEY: Ah. No sabía que habías llegado.
BLANCHE: Bueno… eh.
STANLEY: ¿De dónde eres, Blanche?
BLANCHE: ¿Yo? Vivo en Laurel.
(Stanley se ha acercado al aparador, de donde coge la botella de whisky.)
STANLEY: ¿En Laurel, eh? Ah, sí. Sí, en Laurel, es verdad. Queda fuera de mi zona. Qué rápido se acaba el alcohol cuando hace calor.
(Sostiene la botella al trasluz para comprobar el nivel.)
¿Quieres un trago?
BLANCHE: No, yo… apenas bebo.
STANLEY: Hay gente que dice que apenas bebe y luego apenas deja de beber.
BLANCHE (débilmente): Pues sí.
STANLEY: Tengo la ropa empapada. ¿Te importa que me ponga cómodo? (Empieza a quitarse la camisa.)
BLANCHE: No, en absoluto.
STANLEY: Estar cómodo es mi lema.
BLANCHE: Y el mío. Es difícil mantener un buen aspecto. No me he aseado, ni siquiera he retocado el maquillaje, ¡y aquí estás!
STANLEY: Ya sabes, se puede pillar un resfriado si no te quitas la ropa mojada, sobre todo cuando has estado haciendo ejercicio, como nosotros en la bolera. Eres maestra, ¿verdad?
BLANCHE: Sí.
STANLEY: ¿Y qué enseñas, Blanche?
BLANCHE: Lengua.
STANLEY: A mí nunca se me dio bien la lengua. ¿Cuánto tiempo piensas pasar en Nueva Orleans, Blanche?
BLANCHE: Todavía no lo sé.
STANLEY: ¿Te vas a instalar aquí?
BLANCHE: Había pensado hacerlo si no hay inconveniente por vuestra parte.
STANLEY: Bueno.
BLANCHE: Viajar me agota.
STANLEY: Bueno, no te preocupes.
(Un gato chilla cerca de la ventana. Blanche se pone en pie con un sobresalto.)
BLANCHE: ¿Qué es eso?
STANLEY: Un gato… ¡Eh, Stella!
STELLA (débilmente, desde el baño): Dime, Stanley.
STANLEY: ¿No te habrás desmayado, verdad? (Sonríe a Blanche. Ella trata sin éxito de devolverle la sonrisa. Hay un silencio.) Mucho me temo que me vas a tomar por una persona muy poco refinada. Stella me ha hablado mucho de ti. Estuviste casada, ¿verdad?
(La música de polca sube, débil, en la distancia.)
BLANCHE: Sí. Cuando era muy joven.
STANLEY: ¿Y qué pasó?
BLANCHE: El chico… el chico se murió. (Vuelve a sentarse.) Me temo que… ¡voy a vomitar!
(Agacha la cabeza y la esconde entre las manos.)