Introducción: A propósito de Un tranvía

Al cabo de sesenta años uno ya no puede fiarse mucho de su memoria, pero hay ciertos acontecimientos, rostros, encuentros, adioses, que se aferran al pensamiento inalterados. Uno de ellos es la primera vez que vi Un tranvía llamado Deseo. Todavía no la habían estrenado en Nueva York. Su director, Elia Kazan, me llamó para invitarme a verla en el Shubert Theatre de New Haven. Kazan había dirigido Todos eran mis hijos el año anterior y nos habíamos hecho buenos amigos. Como tenía por costumbre cuando estaba ensayando una nueva obra, se interesaba por las reacciones de casi todo el mundo antes de que los críticos vieran la producción. Creía que una idea crucial puede surgir de la fuente más insospechada.

Yo conocía poco a Tennessee. Alrededor de diez años antes cierta asociación, la Theatre Guild Bureau of New Plays, me había concedido un premio de 1.250 dólares, una pequeña fortuna en plena Depresión. Según tenía entendido, el premio, al que podían optar los estudiantes universitarios de toda la nación, era el único proyecto de una productora de Broadway, la Guild, para alentar a los dramaturgos que habitaban más allá de las fronteras de Manhattan. Años antes la Guild había tenido un comienzo insólito cuando sus gestores intervinieron en el Provincetown Playhouse, que había producido las primeras obras de O’Neill, y algunas de sus personalidades más influyentes todavía abrigaban cierto deseo de recuperar el arte del teatro en lugar de continuar enterrándose a sí mismos en el comercio del teatro. Con ese fin, algunos miembros de la Guild —Lee Strasberg, Harold Clurman y Cheryl Crawford— rompieron con la asociación para fundar el Group Theatre, que en 1939 premió a Williams con 100 dólares por tres obras de un acto. La presidenta del comité de designación del premio fue Molly Day Thacher, la mujer de Kazan.

Digo todo esto para sugerir que yo era consciente de la larga lucha de Williams, en realidad paralela a la mía, por alcanzar los escenarios de Broadway, que eran los únicos que existían por aquel entonces, porque el off-Broadway aún no había nacido. En torno a un año antes me había conmovido El zoo de cristal, que me pareció un triunfo de la fragilidad, una obra profundamente distinta al menú que normalmente ofrecía Broadway. Verla era como tropezar con una flor en un desguace. Supongo que lo más impresionante de El zoo en aquel tiempo era que uno sabía no que había sido escrita, sino oída en la cocina de otro. Sus diálogos eran fluidos y coloquiales, pero, al mismo tiempo, dotados de gran ritmo. Como he dejado dicho en alguna otra parte, en aquellos días escribir teatro se consideraba una actividad cercana a la ingeniería: la estructura y sus problemas ocupaban el primer lugar en todas las consideraciones del arte. El zoo no parecía tener estructura o, en el mejor de los casos, su estructura era la de un poema lírico, si es que esto no es una insalvable contradicción. Era una obra sin dobleces. En aquella época la convención consistía en sospechar que las obras de Chéjov eran dramas auténticos simplemente porque en ellos «no pasaba nada». Por supuesto, todo era cuestión de énfasis, las obras de Broadway hacían hincapié en el argumento mientras que Williams empujaba al lenguaje y al personaje al centro del escenario como nunca antes, al menos en el teatro norteamericano.

Puedo recordar dónde me senté para ver mi primer Tranvía: en la séptima u octava fila y hacia la derecha. Tardé sólo unos minutos en darme cuenta de que, en el seno del teatro, aquel texto y aquella puesta en escena abrían las puertas a otro mundo. Esto no se debía a ninguna innovación de la estructura, que tenía un hilo argumental tangible y realista. Se trataba más bien de la propia obra, que a un tiempo te agitaba y te elevaba. Con dos posibles excepciones, Clifford Odets y Maxwell Anderson, la producción dramática norteamericana no se distinguía entre sí, probablemente a propósito. (Otra excepción la constituía el aluvión de farsas y comedias que aspiraban a la frase memorable y a una locución en estado salvaje.) Anderson se vio sacudido por una huida hacia la prosodia isabelina tal y como él la entendía, y algunas de las obras de este cariz que escribió alcanzaron gran popularidad durante un tiempo. Aunque no hundían sus raíces en la cultura teatral, probablemente a causa de su formalismo esencial, tenían un lenguaje excesivamente elaborado, que en modo alguno era expresión del corazón, y guardaba poca relación con el habla de los norteamericanos, Anderson merece el crédito de intentar escapar del estilo plano y muerto que imperaba en Broadway. Por su parte, Odets se embarcó declaradamente en una campaña por poetizar el teatro norteamericano y se esforzó por crear un lirismo alegre y rítmico que en realidad resultó extravagante y fácilmente identificable como suyo y de nadie más. Fue memorable gran parte del tiempo y, en cuanto apareció, tuvo imitadores. En mi opinión, perdió su poder precisamente gracias a su enorme talento para sonar extraño y original, acaso peculiar. «Voy a salir a tomarme un sándwich de ocho cilindros» puede resultar espectacular la primera vez que lo oímos, pero posiblemente por su voluntad de ser eficaz no soporta la repetición. Pese a todo, Odets iluminó el escenario durante un tiempo. De que pueda volver a hacerlo en manos de un director y unos actores de genio no estoy del todo seguro.

Al oír por vez primera Un tranvía —y a diferencia de lo que ha sucedido con otras que han seguido a lo largo de los años, uno verdaderamente oía cada palabra de la primera puesta en escena— no se tenía la impresión que dejan el ingenio o lo poético, sino la de que sus diálogos fluían del alma. El alma de un autor, una voz singular, envolvía el escenario casi milagrosamente. Y, sin embargo, de modo asombroso, el habla de cada uno de los personajes parecía también propia; en vez de estar atados a las necesidades argumentales de la obra, todos parecían libres para manifestar sus yoes contradictorios. Por supuesto, al mismo tiempo, la historia avanzaba inexorablemente según la forma, como mínimo soberbia, que le dio la mano de Kazan. De hecho, aquella puesta en escena fue el fruto más espléndido de la extinta pero larga e intensa investigación —duró diez años— del Group Theatre sobre el método Stanislavski, una forma de realismo tan profundamente sentida que era capaz de manifestarse como estilización. Los diálogos de Williams, por coloridos y llenos de imaginería que estén, jamás dejan que la historia se difumine: muy al contrario, la impulsan continuamente hacia delante.

En una palabra, esta obra consiguió dar la impresión de que el escenario puede expresar cualquier cosa y todas las cosas y hacerlo de manera hermosa. La primera puesta en escena de Un tranvía plantó la bandera de la belleza en las playas del teatro comercial. El público, creo, comprendió esto de algún modo y se sintió conmovido por lo que, en realidad, era una especie de tributo a su inteligencia y a su vitalidad espiritual. Porque más que ninguno de los textos que Williams escribió antes o después, Un tranvía se aproxima a la tragedia, y su sombrío final es implacable.

Amén de Williams, la otra gran revelación de aquella puesta en escena fue, por supuesto, Marlon Brando, un tigre suelto, un terrorista sexual. Nadie había visto nada semejante, porque aquella clase de libertad sobre el escenario jamás la había experimentado nadie. Brando rugía el festivo terror al sexo de Williams con su espantosa veracidad y sus inexorables sentencias. Brando era un bruto, pero portaba la verdad.

No se puede menospreciar el texto, pero, como muy pocas que haya visto, aquella puesta en escena se convirtió en la obra. Era imposible separar la una de la otra, los actores se olvidaron de sí mismos, se convirtieron en los personajes. Ha pasado más de medio siglo y todavía puedo recordar cómo contenía el público la respiración cuando Blanche hablaba de «la amabilidad de los desconocidos». Cuando salía del brazo del médico, todos nos íbamos con ella. Que esta clase de identificación pudiera ocurrir entraba, al menos para mí, en explosiva contradicción con el saber imperante, según el cual una obra de calidad literaria no podía sobrevivir a los gustos banales del público neoyorquino, que supuestamente insistía en el habla plana y coloquial y en una familiaridad idiomática instantánea. (La obra suscitó tal revuelo, que el teatro de New Haven se llenó de neoyorquinos impacientes por ser de los primeros en verla.) George Kaufman había dicho: «La sátira consigue que los teatros cierren hasta la tarde de los sábados», y lo mismo podría decirse seguramente del teatro poético, hasta ese extremo llegaba la adicción a un realismo plano. El lenguaje de Williams era agradable al oído, pero del sur y determinado por una sensibilidad literaria, y pese a ello el público lo agradecía apasionadamente, por extraño que sonara al oírlo por primera vez.

Por último está la cuestión de si el teatro de aquel momento en particular —finales de la década de 1940— vivía en una suerte de innombrable ambiente profético o si éste era meramente imaginario; en realidad, pocos hablaban de este regalo o carga, pero en algunas cabezas la pieza teatral como forma poseía algo parecido a un potencial fatídico capaz de iluminar el destino de la sociedad. Por supuesto, esto era, si no la función y la columna vertebral de las obras clásicas, sí su innegable aditamento. En la hora de su nacimiento, Un tranvía reflejaba el destino del marginado en la sociedad norteamericana y ponía en juego la cuestión de la justicia. Pero lo hacía desde el envés, desde la cara oculta. En realidad, Williams había escrito mucho antes lo que podría etiquetarse como teatro social con un tinte inequívocamente izquierdista: el individuo herido frente a las injusticias de una sociedad brutal. (Anteriormente había escrito una obra de ambiente carcelario, Not About Nightingales [No sobre ruiseñores], que en el año 2000 llevó a los escenarios de Broadway Colin Redgrave con una poderosa puesta en escena.) En Un tranvía y en otra obra de tonalidades más recónditas como El zoo de cristal, el individuo y su vida interior se desplazaban al centro del escenario y quedaban simbolizadas las condiciones sociales, como sucede con Stanley Kowalski y con el desaparecido padre de El zoo. Williams el poeta no era tan políticamente neutral como muchos suponen y parte de la inmensa oleada de aprecio que suscitó el Tranvía fue un tributo a su realidad social amén de a su poética personal. Y fue toda una suerte para la pieza y para su autor verse guiados por un Kazan que comprendía al público de Nueva York y mantuvo intactos los vínculos de la obra con la tradición realista al tiempo que concedía libertad plena al lenguaje de los personajes. Kazan tenía poca paciencia con el simbolismo o la abstracción, confesaba que le resultaba incómodo pensar en dirigir un Shakespeare o algún otro clásico, y, en efecto, fracasaría una década más tarde con una torpe puesta en escena de The Changeling[1], a la que, por así decirlo, quebró la columna intentando plegar su lirismo en pos de un realismo callejero. En Un tranvía, sin embargo, lo real y lo lírico se mezclaban suavemente para emerger con una voz unificada.

En justicia hay que decir que medio siglo después la obra no ha salido precisamente bien parada. Vi dos montajes extraordinariamente publicitados que compartían el fracaso de no comprender su lenguaje, que optaban por una suerte de naturalismo desnudo adecuado para la televisión pero no para la escena y no para esta obra, cimentada en una dicción gozosamente vocalizada. En cierta puesta en escena, a la famosa estrella de cine que interpretaba a Blanche Dubois apenas se la oía; en otra, el actor que interpretaba a Stanley hacía una imitación consciente y evidente de Brando. La caricatura puede ser el destino de obras de tanto éxito como Un tranvía precisamente porque, irónicamente, han sido mucho y bien exploradas en escuelas de arte dramático y cursos de interpretación. Sus personajes se han convertido en figuras de piedra con ojos en mármol. Un tranvía es un grito de dolor, olvidar esto es olvidarse de la obra.

ARTHUR MILLER,

enero de 2004