Hitler y el gran dictador

La historia quiso que entre dos personajes tan dispares y contrapuestos como el actor británico Charles Chaplin y el dictador germano Adolf Hitler se estableciese un extraño y, hasta cierto punto, complementario paralelismo. Los dos nacieron con tan solo cuatro días de diferencia —Chaplin el 16 de abril y Hitler el 20 de abril de 1889— y ambos crecieron en el convulso siglo XX, convirtiéndose en iconos ineludibles de esa centuria.

El artista inglés alcanzó la fama en todo el mundo con su papel del vagabundo Charlot, después de sufrir todo tipo de privaciones en su Londres natal. Hitler también vivió en la más absoluta miseria, que le obligaría incluso a dormir en la calle. Es posible que esta circunstancia vital —el partir totalmente de cero— les marcase para siempre, haciendo de ellos unos personajes singulares, ajenos por completo a las modas y a las corrientes en boga, lo que les proporcionaría ese aura que tanta atracción ejercía en las masas.

No deja de ser curioso contemplar a Hitler en los noticiarios de cine mudo que se han conservado. Su pequeño bigote y sus gestos sobreactuados le hacían parecer un personaje más de las películas protagonizadas por Chaplin. No obstante, al llegar el sonido, la figura de Hitler en la pantalla ganó en credibilidad, pero aún así sus actitudes teatrales —que él se encargaba de ensayar ante la cámara para comprobar su efectismo— quedaban más cerca del cine cómico que de un noticiario.

En la década de los veinte, Chaplin era un ídolo de masas en Estados Unidos y en Gran Bretaña, así como en Alemania, en donde contaba con el respeto y la admiración del público. Sin embargo, los nazis habían situado al cómico en su lista negra; el motivo era que, al parecer, su padre era de origen judío, pese a que Chaplin nunca le dio ninguna relevancia a este apunte biográfico. Asi pues, los camisas pardas intentaron boicotear la visita que el inglés realizó a Berlín en 1931, pero sin éxito, puesto que el actor fue recibido por un gentío entusiasta, ignorando las consignas nazis. Más adelante, cuando Hitler alcanzó el poder absoluto en Alemania, las películas de Chaplin fueron prohibidas. Lo mismo ocurriría en la Italia de Mussolini.

En octubre de 1938, la figura de Hitler gozaba de un inexplicable reconocimiento internacional, un prestigio que se extendía al Tercer Reich en su conjunto, especialmente tras el gran éxito de los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936, que ofrecieron al mundo la mejor cara de la utopía nacionalsocialista. Pese al régimen dictatorial impuesto por el dictador nazi, su agresiva política expansionista, la existencia de campos de concentración y la persecución institucional de que eran objeto los judíos, las democracias occidentales seguían confiando en Hitler. El Pacto de Munich, por el que se le entregaba parte de Checoslovaquia, certificaba que las palabras de paz que salían de boca de Hitler eran tomadas por sinceras y que se alejaba el peligro de una nueva conflagración mundial.

Posiblemente, en esos momentos tan solo había dos personas que creían que, en lugar de avanzar hacia la paz, se había dado un paso hacia la guerra. Una de ellas era Winston Churchill, que denunció públicamente el entreguismo del gobierno, recibiendo demoledoras críticas por ello tanto en el Parlamento como en la prensa. La otra voz discordante sería Chaplin, que anunció su intención de rodar una parodia en la que aparecía Hitler como personaje principal. Su título sería El Gran Dictador (The Great Dictator).

El proyecto de Chaplin no fue bien acogido por los poderes públicos norteamericanos, que no deseaban que su país se viera involucrado en un conflicto diplomático con un país que en esos momentos parecía estar ya caminando por la senda de la paz. El británico tampoco obtuvo el apoyo de la comunidad judía; éstos creían que la aparición del film podría enfurecer a Hitler y provocar que la situación de los judíos en Alemania empeorase. La respuesta de Chaplin fue que la situación para ellos ya no podía empeorar; la historia demostraría que, por desgracia, el bienintencionado actor se equivocaba en su afirmación.

Chaplin siguió adelante con su idea, ignorando no solo las presiones que llegaban desde el cuerpo diplomático germano en Washington, sino también de los exhibidores, que le advirtieron que no permitirían que El Gran Dictador se estrenase en sus salas. "La voy a proyectar ante el público, aunque tenga que comprarme o mandarme construir un cine para ello, y aunque el único espectador de la sala sea yo", respondió Chaplin, demostrando así que estaba firmemente decidido a llevar su proyecto hasta el final, afrontando todas las consecuencias.

La acción de la ya polémica cinta se desarrollaba en el periodo de entreguerras (1918-1939). Durante la Primera Guerra Mundial, un barbero judío (Chaplin) sirve en el ejército de Tomania, pero al acabar esta sufre de amnesia y es enviado a un hospital. Veinte años después recupera la memoria, pero se da cuenta de que su país ha cambiado mucho; Tomania está regida por el dictador Adenoid Hynkel (también interpretado por Chaplin), que ha aplastado todas las libertades y persigue a los judíos. Junto a la caricatura de Hitler figuran otros personajes claramente reconocibles, como el intrigante Garbitsch (Goebbels), el fatuo Herring (Goering) o su aliado Napaloni (Mussolini), genialmente interpretado por el actor Jack Oakie. La resistencia del débil pero tenaz barbero ante la fuerza bruta desplegada por los seguidores de Hynkel marca el desarrollo de la película.

El rodaje no pudo comenzar hasta el 9 de septiembre de 1939, seis días después de que estallase la contienda. Falto de recursos, tuvo que ser el mismo Chaplin el que financiase todo el proyecto.

La filmación se desarrolló en un completo secretismo, para evitar alguna incómoda filtración que la desbaratase.

La película acabaría reflejando el devenir del conflicto. Según el guión original con el que trabajaba Chaplin, la escena final consistía en un animado baile al aire libre en el que participaban todos los soldados, una secuencia que llegó a rodarse. Sin embargo, las noticias que llegaban de Europa le llevaron a cambiarlo; la invasión de Francia corroboró que Hitler era una amenaza para todas las naciones democráticas y que nada le detendría en su afán por destruirlas. Ante estos hechos tan graves, Chaplin optó por eliminar el baile de los soldados y sustituirlo por el célebre discurso en el que el cómico manifiesta su defensa de la democracia y su condena a cualquier tipo de tiranía.

En esa memorable escena, el barbero judío, suplantando al dictador Hynkel, dirige desde el estrado un inesperado mensaje a las masas de Tomania, aunque en realidad lo hace a todos los espectadores:

"Lo siento pero yo no quiero ser un emperador, no quiero gobernar o conquistar a nadie. Me gustaría ayudar a todos si fuera posible, a los judíos, a los gentiles, a los negros, a los blancos. Todos queremos ayudarnos los unos a los otros, los seres humanos somos así. Todos queremos vivir por la felicidad de todos, no por la miseria de los demás. No queremos odiar y despreciarnos el uno al otro. En este mundo hay espacio para todos y la tierra es rica y puede proveernos a todos".

Finalmente, con estas modificaciones en el montaje final, el 15 de octubre de 1940 se estrena en Broadway El Gran Dictador, alcanzando un gran éxito. En Londres, que en esos momentos sufría en su propia carne la furia desatada de la Luftwaffe, también cosecha el entusiasmo del público.

En cambio, el sector más conservador de la prensa estadounidense, encabezado por los periódicos del poderoso magnate William Randolph Hearst, destroza la película con sus demoledoras críticas y acaba acusando al cómico, paradójicamente, de "comunista". Buena parte de la prensa especializada en cine ataca también el trabajo de Chaplin con dureza, calificándolo de desigual e impreciso. Las críticas se centran sobre todo en el largo discurso final, al considerar que el director había tomado la palabra superando a su personaje y lanzando así sus propios mensajes a los espectadores.

El propio Chaplin acude a las páginas del The New York Times para defenderse:

"Para mí, el discurso final es la conclusión lógica de la historia. Hay quienes aseguran que se sale del personaje del barbero. ¿Y qué? La película dura dos horas y tres minutos de pura comedia, ¿no se disculpará que finalice con una nota que refleja en forma honesta y realista el mundo en el que vivimos y no se disculpará un alegato en favor de un mundo mejor?".

Las explicaciones del artista no sirven para evitar que El Gran Dictador se prohiba en muchos Estados norteamericanos, e incluso en países neutrales como Argentina o España, además de los que se encontraban en la órbita del Eje.

Sin embargo, las dificultades por las que atraviesa el estreno de la película se diluyen en buena parte tras el ataque japonés a Pearl Harbor. La declaración de guerra de Alemania a Estados Unidos da, en cierto modo, la razón a Chaplin en su retrato del tirano nazi. A partir de ese momento, cualquier elemento que sirva para aglutinar a los norteamericanos en torno a la causa contra el Eje es bienvenido, por lo que El Gran Dictador pasa a disfrutar del reconocimiento que se le había negado poco antes.

Mientras tanto, ¿qué sucede en Alemania? Naturalmente, pese a que Chaplin había lanzado la boutade de que iba a estrenar la película en Berlín, el público germano no puede ver su valiente obra, pues es prohibida por el ministerio de Propaganda.

Sin embargo, Goebbels sí que logró hacerse con una copia, que fue proyectada en la sala de cine privada de Hitler. La documentación recogida por los norteamericanos para el proceso de Nuremberg confirma este hecho; concretamente, en el registro aparece el visionado de El Gran Dictador y dos días después vuelve a apuntarse el mismo título. Por lo tanto, es de suponer que el film no desagradó a Hitler, al pedir que lo volvieran a programar.


Escena de El Gran Dictador, de Charles Chaplin, interpretando en esta escena al dictador Hynkel. Pese a que el film era una parodia del régimen nazi en la que Hitler salía malparado, el Führer se divirtió mucho con la película, viéndola en dos ocasiones. Chaplin confesó más tarde que si hubiera conocido los crímenes del Tercer Reich, no la habría rodado nunca.

Según un testigo, la escena que más divirtió al Führer fue la que le muestra a él y a un caricaturizado Mussolini en sendas sillas de barbero, pugnando ambos por subir su propia silla lo más alto posible. Pero, sin duda, la escena más famosa es la que muestra al dictador nazi jugando con un liviano globo terráqueo, soñando con ser el dueño del mundo. Este detalle le fue inspirado a Chaplin por una fotografía del despacho de Hitler en la Cancillería del Reich, en la que aparecía la esfera. Casualmente, cuando entraron los rusos en el edificio tan solo encontraron ese globo terráqueo en el despacho, que hoy puede contemplarse en el Museo de Historia Alemana de Berlín.

Chaplin confesaría después que hubiera dado cualquier cosa por saber cómo encajó Hitler su propia parodia. Pero el cómico admitiría también que, tras conocer los detalles del plan criminal puesto en marcha por el dictador contra la población judía, no habría rodado la película:

"Si hubiera sabido lo que iba a ocurrir no habría podido realizar una película de espíritu cómico. Todo fue demasiado horrible".

Esta es la historia de la película y su relación con el parodiado, pero El Gran Dictador dio lugar a una sabrosa anécdota, ocurrida en una sala de cine de Belgrado. La capital yugoslava, ocupada por los alemanes en abril de 1941, servía de lugar de diversión para los soldados germanos destinados en los Balcanes.

En una ocasión, los alemanes tomaron asiento en un cine dispuestos a ver una de las habituales películas de propaganda.

Se apagaron las luces y comenzó la sesión; sorprendentemente, la cinta que se veía en esos momentos en la pantalla era El Gran Dictador. Los soldados acogieron con alegría que se tratase de una película de Charles Chaplin, puesto que la diversión estaba garantizada. Los oficiales presentes en la sala acogieron el inicio de la proyección con prevención e inquietud, pero a la media hora vieron claramente que se trataba de un sabotaje. Uno de ellos disparó a la pantalla y la proyección detuvo de repente. Los soldados salieron corriendo del cine creyendo que se trataba de algún atentado.

El técnico de la sala fue inmediatamente detenido e interrogado, pero dijo no saber nada del asunto, puesto que los rollos de película estaban etiquetados con el título de una película alemana. Años más tarde se supo que ese original acto de resistencia fue llevado a cabo por Nicola Radosevic, un fotógrafo de solo 17 años, que envió El Gran Dictador a la sección de entretenimiento de la Wehrmacht, bajo una etiqueta falsa, gracias a que trabajaba en una distribuidora de películas.

De este modo, la obra de Chaplin cumplía con su misión de dejar en evidencia el régimen totalitario de Hitler, defendiendo la paz y la democracia aunque fuera de este modo tan insólito.

Pero el detalle más asombroso de esa relación entre Chaplin y Hitler lo proporcionaría la secretaria personal del dictador, Christa Schroeder. Unos días antes de su suicidio, Hitler le entregó la llave de la caja fuerte que tenía en el búnker y le ordenó que sacara todos los papeles. Debía entregarlos a su ayudante, Julius Schaub, para que los quemase en el exterior.

Schroeder cumplió la orden, pero no pudo evitar curiosear entre los documentos que allí guardaba el Führer. Entre otros, había varias postales, algunos dibujos de edificios, el retrato de una muchacha —supuestamente su sobrina Geli Raubal— e, increíblemente, una fotografía de Chaplin en su papel de vagabundo.