Aunque se tiende a creer que la casi totalidad de las muertes ocurridas durante la Segunda Guerra Mundial fueron causadas por los combates y los bombardeos, las enfermedades tuvieron un papel determinante, tanto entre los civiles como los militares, en la gran cantidad de víctimas que provocó el conflicto.
En la parte oriental de Europa, la principal causa de muerte fue el tifus. Este término procede del latín tufos, que literalmente significa estupor, describiendo así la disminución de las funciones mentales y físicas de la persona que lo padece.
Esta afección, producida por unos microorganismos que parasitan las células, es transmitida por los piojos. Tras un periodo de incubación de siete días, el paciente sufre un fuerte dolor de cabeza, siente escalofríos, experimenta fiebres altas y presenta erupciones, llegando finalmente —si el enfermo no es tratado— el coma y la muerte Los piojos, tras residir en el cuerpo de un enfermo, pasan con facilidad a otro, transmitiendo así la enfermedad. En tiempo de paz es sencillo mantener a raya a estos pequeños insectos, pero durante la guerra, en la que no es posible llevar a cabo una higiene personal básica ni tampoco un cambio regular de ropa, los piojos proliferan con enorme rapidez, llevando el tifus consigo.
Unos de los más afectados por la presencia de piojos eran los soldados rusos. Los alemanes solían comentar jocosamente que era más peligroso dar la mano a un soldado soviético que ser disparado por él. Al final, las tropas alemanas que combatían en el Este también se verían afectadas por una epidemia de tifus en el último invierno de la guerra.
Pero los que sufrían más los piojos en su piel, y por lo tanto el tifus, eran los prisioneros que estaban en manos de los alemanes, tanto los soldados rusos capturados como los internos de los campos de concentración. Por ejemplo, en el campo de Bergen Belsen se produjeron 80.000 fallecimientos por tifus en 1945. La propia Ana Frank fallecería de tifus pocas semanas antes de que finalizase la guerra.
Los Aliados occidentales también comprobarían las consecuencias de alojar en sus uniformes a tan pequeño pero poderoso enemigo. Tanto en el Norte de Africa como, más tarde, en Italia, se dieron casos de tifus entre las tropas norteamericanas y británicas. No obstante, en este caso las medidas de prevención funcionaron correctamente; un envío masivo desde Estados Unidos de tres millones de dosis de una vacuna contra el tifus, así como la utilización del potente DDT para desinfectar la ropa, lograron mantener a los soldados aliados protegidos de esta enfermedad.