La costumbre española de la siesta tuvo en Winston Churchill un apasionado defensor. El primer ministro británico recurría a este sencillo ejercicio de relajación precisamente cuando las circunstancias le obligaban a extremar su rendimiento.
Eso fue lo que sucedió a partir de mayo de 1940, cuando quedó al frente del gobierno y todo el peso de la guerra recayó sobre sus hombros. Churchill era consciente de que a partir de ese momento debería trabajar muchas horas diarias, por lo que adoptó la constumbre que ya había seguido durante otro periodo de intensos quehaceres, mientras estuvo al frente del Almirantazgo en 1914 y 1915, en la Primera Guerra Mundial.
Para él, la siesta aumentaba considerablemente la capacidad de trabajo diaria, una afirmación que estudios científicos posteriores se han encargado de corroborar. Se solía acostar durante una hora después de comer e impartía órdenes precisas para que nadie le despertara; según dejó dicho, tan solo podían interrumpir su siesta en el caso de que los alemanes hubieran iniciado la invasión de las islas británicas.
Normalmente, unos veinte minutos podían ser suficientes para reanudar la actividad, gracias a que lograba dormirse con facilidad, aunque la siesta podía prolongarse si se encontraba especialmente cansado. Según Churchill, este rato de sueño le permitía luego seguir trabajando hasta las dos de la madrugada o más tarde, si la situación así lo requería. La jornada siguiente comenzaría entre las ocho y las nueve de la mañana, por lo que, al igual que Hitler, que se levantaba al mediodía, no era muy amigo de conjugar el verbo madrugar.
La recomendación de Churchill al respecto no deja lugar a dudas: "Mantuve la costumbre de dormir una siesta durante toda la guerra; se lo recomiendo a los demás, si tienen la necesidad de aprovechar al máximo su capacidad de trabajo durante un periodo de tiempo prolongado". El premier británico aseguraba que gracias a ese sueño de media tarde conseguía hacer en un día el trabajo de un día y medio[40].
Las raíces de su devoción por costumbre tan hispana quizás haya que buscarlas en su breve estancia en Cuba, cuando era colonia española. En 1895, gracias a las influencias de su padre, que era amigo del embajador británico en Madrid, partió rumbo a Cuba para vivir de cerca la guerra que estaban llevando a cabo las tropas españolas contra los rebeldes cubanos.
Es posible que en la isla caribeña, en donde celebró su vigésimoprimer cumpleaños, disfrutase por primera vez del placer de la siesta, una costumbre que tendría presente durante el resto de su vida. Además, tal como se ha indicado en el anterior capítulo, es muy probable que en Cuba naciese su gusto por el ron y sus inseparables habanos.
Pero su apego a dormir la siesta llegó a algunos extremos que bordeaban la irresponsabilidad. El domingo 15 de septiembre de 1940, la Luftwaffe llevó a cabo uno de sus ataques más devastadores sobre Londres. Después de dos bombardeos intensos efectuados el sábado, ese domingo los aviones alemanes concentraron toda su furia destructiva sobre la capital británica.
Churchill se encontraba en Chequers, una localidad cercana al cuartel general del Grupo de Cazas número 11, emplazado en Uxbridge. Desde primera hora de la mañana, Churchill y su esposa visitaron la sala de operaciones, en donde asistieron a las informaciones que avisaban de la llegada de la oleada de bombarderos germanos y el posterior desarrollo de la batalla aérea.
Sin conocer aún el desenlace del duelo, Churchill y su esposa regresaron a Chequers sobre las cuatro y media de la tarde. Una vez allí, el político británico no perdonó su habitual siesta. Debido quizás a la tensión y el cansancio acumulados, y como nadie se atrevió a interrumpir su sueño, Churchill no se despertó hasta las ocho de la tarde.
Aún así, su despertar no pudo ser más feliz. Su secretario privado, John Martin, le entregó un informe donde figuraba el balance de la batalla aérea acabada de producir. Pese a la magnitud del ataque, la RAF había perdido menos de cuarenta aparatos, mientras que 183 aviones alemanes habían sido derribados, aunque posteriormente esta cifra se vio reducida a tan solo 56.
Sin duda, sorprende la anteposición de la siesta al seguimiento de un combate tan transcendental para la suerte de su país, pero hay que reconocer que este fue un caso aislado y que Churchill se encontraba siempre en el lugar más apropiado para dirigir la lucha, muchas veces aún a riesgo de su seguridad personal.