Primeros auxilios en el campo de batalla

En los films ambientados en la Segunda Guerra Mundial, es frecuente contemplar escenas en las que un herido en plena batalla, o algún compañero suyo, reclama atención médica al grito de "¡sanitario, sanitario!". En este caso, el soldado encargado de aplicarle los primeros auxilios extrae un pequeño sobre y espolvorea su contenido sobre la herida.

Este remedio milagroso era la sulfanilamida, una sustancia muy efectiva para combatir las infecciones. Fue descubierta por el bioquímico alemán Gerhard Johannes Paul Domagk (1895-1964), cuando investigaba un remedio para luchar contra las enfermedades bacterianas. Este descubrimiento tuvo un carácter dramático; su hija se infectó jugando con una aguja que Domagk tenía en su laboratorio. Cuando la niña se encontraba al borde de la muerte, el científico se arriesgó a probar en ella la sulfanilamida, que había resultado un éxito en ratones de laboratorio, y de este modo pudo salvar la vida a su hija.

En 1939, Domagk recibió el Premio Nobel de Medicina, pero las autoridades alemanas le impidieron acudir a recogerlo a Estocolmo porque en 1936 se había premiado a dos activistas antinazis. Tal como estipulaban las bases del premio, el dinero que Domagk tenía que recibir pasó a engrosar el fondo de la Fundación. Posteriormente, en 1947, Domagk pudo acudir a Suecia a recibir el galardón, aunque, para su desgracia, no le fue entregado el dinero.

La sulfanilamida fue ampliamente utilizada por todos los países combatientes durante la guerra, con el nombre comercial de Prontosil. Los soldados solían llevar en su botiquín personal varios sobres con esta sustancia en polvo. La herida era cubierta con una capa de Prontosil y se colocaba un vendaje.

De todos modos, cuando la herida era de consideración, provocando enormes sufrimientos, se administraba una dosis de morfina para calmar el dolor. La utilización de esta sustancia conllevaba un riesgo muy importante, puesto que era enormemente adictiva, tal como pudieron comprobar Hermann Goering o el célebre magnate, aviador y cineasta norteamericano Howard Hughes. Ambos, tras ser tratados con morfina para paliar las secuelas físicas de sendos accidentes de aviación, ya no podrían prescindir de esta sustancia el resto de su vida.


Un soldado alemán del frente oriental es atendido de sus heridas en el campo de batalla. Pronto será enviado a la retaguardia para que pueda restablecerse.

Durante la guerra, una empresa farmaceútica norteamericana desarrolló un sistema destinado a aplicar las dosis de morfina de forma rápida y eficaz, evitando la posibilidad de que se administrase más cantidad de la necesaria. Así pues, se inventó un pequeño tubo, llamado Syrette, que contenía la dosis precisa. Para inyectar su contenido se acoplaba una aguja en el extremo, que perforaba el sello del tubo, y se clavaba directamente sobre la pierna o el brazo del herido.

Una vez inyectada la morfina, el tubo se colgaba junto a las placas de identificación, por lo que se evitaba que se le volviera a aplicar una nueva dosis, o se pintaba con tiza una "M" en el casco. El efecto de la morfina era prácticamente inmediato, y el herido quedaba inconsciente.

Además de estos remedios de urgencia, se emplearon muchos otros medicamentos durante la Segunda Guerra Mundial. La quinina se empleó para combatir la malaria en las islas del Pacífico o en el sudeste asiático, aunque también llegó a utilizarse en algunas zonas de Italia en las que esta enfermedad era endémica.

Pero, sin duda, el medicamento más revolucionario sería la penicilina. Descubierta en 1928 por el bacteriólogo escocés Sir Alexander Fleming (1881-1955), no fue hasta mucho más tarde, en 1938, cuando un grupo de científicos ingleses retomó sus trabajos, que se advirtió la gran importancia de su hallazgo. Con el estallido de la guerra, las investigaciones tuvieron que trasladarse a Estados Unidos, en donde culminaron con la producción masiva de la penicilina por parte de diecinueve empresas farmacéuticas. Gracias a este impulso, los Aliados pudieron contar con este medicamento en todos los frentes de guerra.


Muchos soldados soñaban con sufrir una herida leve que les permitiese ser trasladados a un hospital. Allí podían disponer de comida, sábanas limpias y de la atención de solícitas enfermeras.

Aunque sus beneficios para la salud no eran tan visibles como los de la penicilina, los soldados contaban en su botiquín con otra sustancia muy útil para combatir el dolor o la fiebre. Era el ácido acetilsalicílico, más conocido por su nombre comercial de Aspirina, descubierto por el médico alemán Félix Hoffman en 1897. A la Aspirina se le añadía cafeína, lo que ayudaba a combatir los dolores de cabeza causados por el estrés al que se veían sometidos los soldados.