Hitler y el alcohol

Si, tal como hemos visto, Churchill —además de fumador de puros— era un gran bebedor, su principal antagonista, Adolf Hitler, era precisamente todo lo contrario, ya que despreciaba el alcohol.

Según confesó a una de sus secretarias, Christa Schroeder, esta aversión tenía su origen en un episodio ocurrido en su adolescencia. Después de aprobar el examen de fin de estudios, Hitler y sus compañeros decidieron celebrarlo tomando vino en una taberna del pueblo. El joven Adolf se mareó mucho y acudió repetidamente al retrete. Sin saber muy bien cómo, logró llegar a su casa y se derrumbó en su cama.

Al día siguiente, al despertarse aún bajo los efectos de la resaca, su severo padre pidió que le mostrara su certificado de estudios, pero no logró encontrarlo, por lo que tuvo que solicitar una copia al director de la escuela. Al presentarse ante el director pasó la vergüenza más grande de toda su juventud, ya que este le devolvió el certificado extraviado, pero visiblemente manchado de excrementos; un granjero lo había encontrado junto a un camino y lo había entregado en el colegio. En ese momento, Hitler recordó que de regreso a su casa había sentido una necesidad irrefrenable, utilizando su certificado de estudios como higiénico colofón. A partir de ese traumático episodio, se produjo el divorcio entre Hitler y el alcohol.

El Führer solía beber agua mineral con gas Fachingen o Apollinaris[36]. Su obsesión por la pureza del agua que consumía la pagaría muy cara un asistente de Hitler llamado Karl Krause.

Durante una visita del Führer al frente polaco, en septiembre de 1939, el dictador notó que el vaso de agua que este le ofrecía tenía un sabor extraño. Krause confesó que, al haberse terminado el agua que llevaban embotellada, había obtenido agua de una fuente, sin verificar previamente que no estuviera contaminada o incluso envenenada. Krause fue despedido como asistente y enviado a la Marina de guerra.

De todos modos, aunque está muy extendida la idea de que Hitler era totalmente abstemio, esto es falso. No era raro que se tomase una cerveza; en este caso, bebía una que se elaboraba especialmente para él en la localidad de Holzkirch, próxima a Munich, que tenía escasamente dos grados de contenido alcohólico.

En ocasiones, Hitler se hacía servir un pequeño vaso de Fernet Branca —un licor amargo de origen italiano, elaborado con hierbas maceradas— después de las comidas, como digestivo. De todos modos, su escolta Rochus Misch revela en sus memorias que un asistente del dictador le hizo depositario de un secreto; Hitler tenía siempre en su alcoba una minúscula botella de esa bebida y, lo que es más curioso, que el Führer tomaba un vaso de Fernet Branca antes de pronunciar determinados discursos, en los que necesitaba desplegar una especial energía.

Además de Fernet Branca, Hitler podía tomar de vez en cuando una copa de Boonenkamp, un licor estomacal, o de otra bebida alcohólica tradicional del sur de Alemania llamada Krotzbeere. Cuando decía hallarse resfriado, echaba un poco de coñac en el té.

En cuanto al vino, Hitler no mostraba el más mínimo interés por él. Las escasas ocasiones en las que tomaba un vaso de vino lo hacía diluyéndolo con agua o añadiéndole azúcar. Curiosamente, en la residencia alpina de Hitler, en Berchtesgaden, existía una de las mejores bodegas que se hayan reunido a lo largo de la historia. La bodega no se encontraba en su enorme y sombría casa, el Berghof, sino en el sótano de una pequeña fortaleza construida en la cumbre de una montaña de casi 3.000 metros de altura, el Adlerhorst o Nido del Aguila.

La insaciable rapiña nazi en las regiones vinícolas de Francia había proporcionado a Hitler medio millón de botellas de los caldos más exquisitos, que se encontraban allí almacenadas, en cajas de madera o estanterías de hierro. No faltaba el producto de las cosechas más legendarias de todas las grandes marcas.

Además, en un rincón de la bodega había sitio para algunas botellas del mejor oporto e incluso coñacs del siglo XIX.

Naturalmente, Hitler no prestaba ningún tipo de atención a este botín, al contrario de otros jerarcas del Tercer Reich, como Hermann Goering, que degustaban estos vinos excelentes y disfrutaban ofreciéndolos pomposamente a los visitantes para impresionarles.

Para el Führer, el vino no era más que "una especie de vinagre". Aún así, en un momento de debilidad del dictador, su fotógrafo personal, Heinrich Hoffmann —cuya afición al alcohol era desmedida—, consiguió convencerle de que un vaso de buen vino le ayudaría a conciliar el sueño, puesto que Hitler padecía de insomnio.

Al final, el líder nazi accedió a probar uno de los vinos de su extensa bodega, escogido por el propio Hoffmann. Para sorpresa del fotógrafo, Hitler vació el vino en dos tragos y, chasqueando satisfecho la lengua, exclamó: "¡Por Júpiter! ¡Este vino es excelente!". Esa noche el Führer durmió plácidamente.

Al levantarse por la mañana y comunicarle a su fotógrafo que hacía mucho tiempo que no dormía tan bien, Hoffmann creyó que podía ganarse a Hitler para la causa de Baco. Pero nada más lejos de la realidad; el dictador aseguró que debía mantener el espíritu frío para tomar las decisiones acertadas, y que eso no sería posible si tomaba por costumbre la ingestión de alcohol, aunque fuera un vaso de vino. Así pues, Hoffmann fracasó en su intento y Hitler continuó alejado del acohol.

Parece ser que tan solo en otras dos ocasiones tomó una copa de vino. Una fue en la Navidad de 1944; su secretaria Christa Schroeder afirma en sus memorias que se la tomó con auténtico placer, pero que rechazó enérgicamente el intento del camarero de volver a llenarle la copa. La otra vez sería en una fecha tan señalada como la de su boda con Eva Braun, en la medianoche del 28 al 29 de mayo de 1945, tras la que brindó con vino húngaro.

El champán tampoco atraía la atención del autócrata germano. En las noches de Fin de Año y en su cumpleaños llenaba su copa con champán para celebrar el tradicional brindis, pero a duras penas mojaba los labios en él, acompañando su gesto con ostensibles muestras de asco, como si estuviera probando un veneno.

Solo en dos ocasiones Hitler consideró que el momento era merecedor de una celebración por todo lo alto, tomando así un buen trago de champán. El primero fue en la madrugada del 24 de agosto de 1939, al llegar a Berchtesgaden la noticia de que el ministro alemán de Asuntos Exteriores, Joachim Von Ribbentrop acababa de firmar en el Kremlin el pacto nazi-soviético con su homólogo ruso, Vyacheslav Molotov. Eso suponía que Alemania tenía luz verde para invadir Polonia sin que Stalin fuera a mover un dedo por impedirlo. Hitler, eufórico porque el zar rojo había caído en su bien pergeñada trampa, ordenó que se sirviera el mejor champán y él mismo se tomó una copa.

La segunda ocasión sería con motivo del ataque japonés a la base estadounidense de Pearl Harbor, el 7 de diciembre de 1941. Pese a que la entrada en la contienda del gigante norteamericano suponía desequilibrar la balanza a favor de los Aliados, Hitler creyó que con la entrada de Japón en la guerra el Eje sería invencible, por lo que se descorcharon de nuevo botellas de champán. El Führer tomó unos sorbos para celebrarlo, sin saber que en realidad comenzaba ese día la cuenta atrás para su derrota final.