Winston Churchill no fue el único personaje de la Segunda Guerra Mundial que se caracterizó por ser un gran fumador de puros. El líder de la Francia Libre, el general Charles De Gaulle, que precisamente mantuvo unos tensos enfrentamientos con el premier británico, gustaba también de fumarse un buen habano, pero no es probable que compartiese ninguno de esos placenteros momentos con el líder inglés.
Aunque no solía hacerlo en público, el siniestro Jefe de las SS, Heinrich Himmler, era aficionado a encenderse un puro después de una buena comida, al igual que el mariscal Wilhelm Keitel o el general Dietrich Von Choltitz, el responsable de la rendición de París ante los Aliados. Un héroe de la aviación germana, Adolf Galland, tampoco dejaba pasar la oportunidad de culminar un banquete del mismo modo.
Entre los norteamericanos, no era raro ver al impulsivo general George S. Patton con un puro firmemente aferrado entre sus mandíbulas. El general de las Fuerzas Aéreas Curtis Le May, conocido por no tener compasión con las ciudades japonesas, solía también aparecer públicamente mordisqueando un puro. Tanto uno como otro, hombres de acción, consideraban el fumar habanos como un estimulante para su actividad guerrera.
También en el bando estadounidense eran grandes fumadores de puros el general de las Fuerzas Aéreas Ira C. Eaker, el as de la aviación naval Joe Fosso, el general de los Marines Holland Smith o el asistente naval del general Eisenhower, Harry Butcher.
Curiosamente, a Eisenhower no le gustaban los puros, pero era un empedernido fumador de cigarrillos; como mínimo se fumaba dos paquetes diarios, aunque cuando estaba especialmente nervioso llegaba a tres e incluso cuatro. Pero Ike se daría cuenta de los peligros del tabaco en 1948; a causa de una súbita elevación del ritmo cardíaco, sus doctores le advirtieron que si continuaba fumando podía sufrir un ataque al corazón. Eisenhower obedeció a los galenos y abandonó el consumo de tabaco para siempre.
Por su parte, el general MacArthur prefería la pipa a los habanos, al igual que el comandante Paul Tibbets, el piloto del avión que lanzó la bomba atómica sobre Hiroshima, que acostumbraba a fumar tabaco Bond Street en una pipa de madera de brezo.
Entre los militares británicos, destacaba por encima de todos el mariscal Edmund Ironsides. En cambio, el célebre mariscal Bernard Montgomery, al igual que Hitler, ni tan siquiera soportaba el humo de tabaco. Sin embargo, el inglés no dudaba, en sus visitas al frente, llegar siempre acompañado de un buen cargamento de cigarrillos, que repartía entre sus hombres para acrecentar su popularidad. Por ejemplo, tras su desembarco en la península italiana, llevaba tras de sí un camión cargado con 10.000 cigarrillos, lo cual provocó el entusiasmo y el eterno agradecimiento de los soldados británicos. La vida de Monty era indudablemente ascética; además de rechazar el tabaco, no probaba el alcohol y seguía un riguroso orden del día que le permitía irse a dormir cada noche a las nueve y media.
Por su parte, Stalin, al igual que MacArthur, prefería fumar en pipa, siendo una británica, de marca Dunhill, su favorita. Cuando, durante una reunión, el dictador soviético encendía pausadamente su pipa, todos los presentes respiraban tranquilos, puesto que eso significaba que se encontraba relajado. En cambio, si se atusaba el bigote, era casi seguro que se sentía contrariado por lo que se estaba discutiendo en ese momento.
Pero, tal como se ha apuntado al principio, el fumador de puros por antonomasia de la Segunda Guerra Mundial fue, sin duda, Winston Churchill. Poco antes de morir, el ya ex premier británico calculó que a lo largo de su vida había fumado unos 250.000 puros; en su caso, el consumo de tabaco no parecía ser demasiado perjudicial, puesto que alcanzaría la longeva edad de 91 años.
Posiblemente, uno de los momentos más dramáticos de la Segunda Guerra Mundial para Churchill sucedió en 1941, cuando durante un largo bombardeo de la Luftwaffe sobre la capital británica le llegó la noticia de que la tienda Dunhill Tobacco, en Duke Street, había resultado dañada. Esa tienda exclusiva era la encargada de aprovisionarle de los mejores habanos del mercado. El dueño de la tienda, consciente de que la noticia causaría preocupación a su cliente más distinguido, llamó en cuanto pudo a la residencia oficial de Downing Street. Su mensaje consiguió tranquilizar a Churchill: "¡No se preocupe, sus puros están a salvo!".