Los soldados norteamericanos que lucharon en la Segunda Guerra Mundial llevaron siempre consigo una golosina que acabaría convirtiéndose en un auténtico símbolo del american way of life: el chicle.
En cualquier lugar que se encontrasen, ya fuera en las islas del Pacífico o en el desierto de Túnez, siempre estaban bien abastecidos de goma de mascar, que no dudaban en compartir entre ellos y también con la población autóctona. Gracias al generoso gesto de regalar una pastilla de chicle a un niño, muchos soldados lograron ganarse la simpatía de los civiles en los lugares por donde pasaban.
Aunque resulte extraño, el consumo masivo de goma de mascar por parte del Ejército estadounidense no fue idea de los propios militares ni del gobierno, sino a la insistencia y la astucia de un fabricante, Philip K. Wrigley, que comercializaba con éxito los chicles Wrigley a través de la empresa familiar fundada por su padre, William, fallecido en 1932.
La guerra con Japón supuso el final del abastecimiento de la materia prima para la elaboración del chicle, procedente del sudeste asiático, ocupado en ese momento por los nipones. Esta dificultad fue superada por Wrigley ofreciéndose para extraer caucho de Sudamérica —fundamental para la industria de guerra— aprovechando la ocasión para sangrar también los árboles del chicle y transportar su jugo en los mismos barcos prioritarios que llevaban el caucho a Estados Unidos.
Para obtener el azúcar, que estaba estrictamente racionado, el astuto Wrigley puso en marcha una argucia. Pertrechado con unos informes supuestamente elaborados por expertos en la materia, acudió ante las autoridades militares con la intención de demostrar que el consumo de chicle podía servir para que los soldados aliviasen sus tensiones en el frente. De este modo, destacando el interés militar de la goma de mascar, logró que en cada paquete de raciones de combate se acabara incluyendo una pastilla de chicle Wrigley, por lo que, para él, las restricciones de azúcar dejaron de existir.
No contento con esto, el ambicioso fabricante demostró también que los trabajadores realizaban mejor su labor si mascaban unas cinco pastillas diarias; en poco tiempo, todas las fábricas del país proporcionaron goma de mascar a sus empleados.
Philip K. Wrigley supo aprovechar al máximo la exclusiva de que disfrutó durante los años de la Segunda Guerra Mundial para poder expandirse por todo el planeta sin temor a los competidores. Su éxito continuó después de la contienda, consolidando su posición en los países que contaban en su suelo con tropas norteamericanas, ávidas consumidoras de los chicles Wrigley, puesto que ya no deseaban otra marca[31].