Durante la contienda, la alimentación de los soldados no podía ser todo lo variada que sería aconsejable, pero aún así se realizaba un esfuerzo para que las tropas estuvieran alimentadas razonablemente bien. Por ello, no se escatimaban medios para que las cocinas de campaña avanzasen al mismo ritmo que las tropas.
El plato más fácil de preparar en estas cocinas portátiles era la sopa. En grandes ollas se ponían a hervir todo tipo de verduras y hortalizas. En ocasiones el resultado era solo agua caliente con algún solitario nabo, a falta de un buen aprovisionamiento de vegetales frescos, pero aún así los soldados la agradecían enormemente, ayudándoles a mantener alta la moral.
Aunque al principio de la guerra se creyó que sería posible alimentar a las tropas con raciones individuales para consumir a temperatura ambiente, los soldados sentían la necesidad de compartir una comida caliente, lo que forzó el uso de las cocinas de campaña.
La sopa se apreciaba especialmente durante las largas y agotadoras marchas a pie. Por ejemplo, durante la invasión alemana de Rusia, los soldados germanos se ponían en marcha a las tres de la madrugada después de comer apresuradamente pan con mermelada y recorrían a pie una media de 25 kilómetros diarios, cargados con más de 20 kilos de equipamiento. Al mediodía, las cocinas de campaña repartían entre los agotados soldados una vivificante ración de sopa. El hecho de que se aprovechase ese alto en el camino para repartir la correspondencia, hacía de ese momento el más esperado de toda la jornada.
En el frente ruso, nada era más apreciado que un reconfortante plato de sopa caliente. Los oficiales eran conscientes de ello, y hacían todo lo posible para que en ninguna unidad faltase una cocina de campaña. La moral de la tropa dependía de estos pequeños detalles.
Pero los soldados que cubrían habitualmente más kilómetros en sus marchas a pie eran los japoneses. La histórica escasez de combustible de Japón, al encontrarse lejos de las fuentes de petróleo, había hecho que el Ejército nipón estuviera escasamente motorizado, al reservar el oro negro para los aviones o los barcos, por lo que confiaba en la resistencia física de sus hombres para cubrir a pie largas distancias. Pese a la frugalidad de los sufridos soldados, muchos de ellos acababan mostrando síntomas de inanición, puesto que no era extraño que tuvieran que recorrer 40 ó 50 kilómetros con el único aporte calórico de un puñado de arroz o, con suerte, una ración de pasta de pescado seca.
En muchos frentes, cuando no se era posible conseguir verduras y hortalizas se recurría a concentrados de caldo. Cuando tampoco se disponía de ellos, no había más remedio que emplear hierbas; lo importante era que la sopa estuviera caliente, especialmente en los escenarios de guerra en los que se daban las temperaturas más bajas. Por ejemplo, en el más crudo invierno ruso, ambos bandos recurrían a la sopa para calentar los estómagos de los combatientes pero, si no se tomaba al instante, quedaba totalmente congelada en solo dos minutos.
En otros casos, la sopa contenía cereales, como avena o maíz. La polenta resultante no era demasiado apetitosa, pero representaba un importante aporte de energía. Este plato se servía casi a diario entre las tropas rusas, que lo denominaban Kascha.
Las veces que llegaba al frente alguna provisión de carne, esta se aprovechaba para preparar guisados. La carne quedaba disuelta de este modo en la sopa y podía ser distribuida entre más soldados.
Los aportes de fruta y verdura a la dieta de los soldados no podía ser muy abundante, debido a las lógicas dificultades de transporte y conservación. Aún así, los rusos solían disponer de remolachas, nabos, pepinos y calabazas. El maíz era apreciado entre los norteamericanos, pero los alemanes se resistían a consumirlo, puesto que tradicionalmente se había empleado para engordar a los cerdos.
El alimento que tenía mejor acogida era la patata, al poder ser preparada de múltiples formas. Cuando los ejércitos debían permanecer en un mismo sitio durante largo tiempo, los mismos soldados se encargaban de cultivarlas. Buscando algo de variedad en la dieta, a veces se intentaba también el cultivo de cebollas, guisantes o zanahorias, con éxito desigual.
Aunque este recurso suponía un aporte complementario, en las guarniciones japonesas en el Pacífico este método de obtención de alimento era a veces el único posible. Los puestos situados en las islas más lejanas no podían ser aprovisionados, por lo que los soldados nipones se veían obligados a cultivar lo que debían consumir. El hecho de que muchas de estas islas fueran simples atolones o presentasen un suelo volcánico poco fértil condenó al hambre a muchos de esos hombres.
Para los japoneses destinados en la jungla de Birmania o Nueva Guinea era poco aconsejable recolectar los frutos que crecían espontáneamente en la selva; los que ofrecían unos colores más llamativos solían ser tóxicos.
Por último, no hay que desdeñar el papel jugado por las golosinas y caramelos, sobre todo en el campo aliado. Su gran aporte calórico, su facilidad de transporte individual y sus cualidades estimulantes hacían de ellos un elemento muy apreciado por los soldados y por los civiles que los recibían como obsequio.
Los norteamericanos contaban con unas barras energéticas denominadas Ración-D, que estaban compuestas de miel, avena, aceite de coco, azúcar y leche en polvo. Aunque los soldados tenían dificultades para masticarlas y tragarlas, estas raciones eran consumidas cuando se necesitaba un aporte extra de energía.
Como no podía ser de otro modo, las tropas que participaron en los desembarcos del Día-D tenían en sus mochilas una Ración-D.
Además de estas raciones de combate, los Aliados ofrecían a sus tropas una gran variedad de snacks, basados en cereales, leche o fruta. Sin embargo, los más apreciados eran los que contenían chocolate. Estos eran empleados también para ganarse las simpatías de la población local. Mientras que los Aliados dispusieron siempre de grandes aportes de cacao, tanto alemanes como japoneses vieron como el chocolate desaparecía en los primeros compases de la contienda.
Por otra parte, las tropas británicas y de la Commonwealth no podían pasar sin la tradicional taza diaria de té. Para garantizar el aprovisionamiento de esta estimulante bebida se desarrollaron unas tabletas de concentrado de té que se disolvían en el agua.
Aunque su sabor no era muy apreciado por los soldados, servían para enmascarar el sabor del agua que, tal como hemos visto, solía ser mucho peor. Algunos oficiales gozaban del honor de contar con azúcar y leche en polvo, con lo que conseguían prepapar un brebaje un poco más digno. Esta leche en polvo era un lujo, teniendo en cuenta que la leche fresca era una rareza en todos los escenarios de la guerra, aunque era aún más apreciada la leche condensada azucarada, sobre todo en Birmania, donde esas latas valían su peso en oro.
Si los británicos eran unos entusiastas del té, al igual que los rusos o los japoneses, a los norteamericanos les apasionaba el café. Nunca era suficiente la cantidad de café que se enviaba al frente; los aviadores y los marineros siempre exigían más, sobre todo los primeros, ya que debían mantenerse bien despiertos durante sus misiones. Menos afortunados eran los soldados de Infantería, que debían de conformarse con un concentrado de café que era incluido en sus raciones. La necesidad de tomar café era tan intensa que los envoltorios que contenían ese concentrado eran hervidos posteriormente para extraer de ellos un par de tazas de agua con un leve aroma a café.
En cambio, los soldados alemanes no tenían posibilidad de ser abastecidos de café o té, al encontrarse cortadas las rutas de suministro desde los países productores. La única excepción se daba en el cuartel general de Hitler. Una vez al año, un submarino alemán llevaba a cabo una arriesgada singladura desde Estambul hasta un puerto alemán, a través del estrecho de Gibraltar, transportando excelente café árabe. Los invitados del Führer podían degustarlo, pero en ningún caso se permitía tomar una segunda taza, lo que da idea del enorme valor que se le atribuía.