Las autopistas de Hitler

Cuando las fuerzas aliadas penetraron en Alemania en 1945, los norteamericanos se quedaron vivamente impresionados por la red de autopistas que se extendía por el Reich. Viniendo de Estados Unidos, un país pionero en la popularización del automóvil y del que había surgido una cultura ligada al mundo de la carretera, la visión de las innovadoras autopistas alemanas supuso un auténtico shock. Los ingenieros estadounidenses comprobaron que el diseño, los materiales y la calidad de su construcción eran muy superiores a los que solían emplearse en su país.

El general Eisenhower sería uno de los que admiraría esas colosales obras de ingeniería. Cuando alcanzó la presidencia de Estados Unidos, en 1952, promovió la elaboración de un ambicioso plan de carreteras inspirado en lo que había visto años atrás en Alemania, obteniendo la autorización del Congreso para su puesta en marcha en 1956, año en el que fue reelegido como presidente.

¿Cuál era el origen de esas innovadoras carreteras que tanto habían impresionado a los norteamericanos? Hitler había asegurado en más de una ocasión durante sus conversaciones privadas que el gran legado que pretendía dejar para el futuro era una gran red autopistas (autobahn) que cubriese la geografía germana. Tras haber viajado en automóvil por toda Alemania durante los años en que debía acudir casi diariamente a actos políticos del Partido Nacionalsocialista, para él era incomprensible el mal estado generalizado que ofrecía la red de carreteras. Además, se lamentaba de las enormes diferencias que se podían constatar de una región a otra, unos contrastes que saltaban a la vista incluso en las mismas líneas de delimitación entre ellas. De todos modos, estas comunicaciones deficientes ya habían comenzado a ser solventadas durante el periodo democrático de la República de Weimar[25].


Hitler, que en la imagen está cavando, utilizó la construcción de autopistas como un elemento de propaganda. Sus fanáticos seguidores se llevaban en sacos la tierra que había sido removida por el Führer como si de una reliquia se tratase.

Por lo tanto, para él la construcción de autopistas debía servir tanto para mejorar las comunicaciones como para unificar el país, aunque no hay que desdeñar el importante papel que podían jugar para el traslado rápido y eficaz de fuerzas militares de una frontera a otra del Reich.

Nada más alcanzar el poder, Hitler ya encargó a la compañía de ferrocarriles alemana, la Deutsche Reichsbahn, los estudios previos para crear una red de autopistas. El 27 de junio de 1933 entró en vigor la ley que ponía en marcha su construcción y un mes más tarde se fundó la sociedad Reichsautobahn (Autopistas del Reich) como empresa filial de la compañía de ferrocarriles.

El 23 de septiembre de 1933, a las afueras de Frankfurt, Hitler dio oficialmente el primer golpe de pala para la construcción de las autopistas. En mayo de 1934 quedaría inaugurada la autopista Frankfurt-Darmstadt. El objetivo era construir una red básica de 6.900 kilómetros. Después, sobre todo tras la anexión de Austria y Checoslovaquia, se consideró que habría que ampliarla hasta los 15.000 kilómetros. La red debía crecer cada año en mil kilómetros, por lo que los cálculos preveían que el plan se completase a principios de la década de los cincuenta. Las obras avanzaron con rapidez y eficacia. En septiembre de 1936 entró en servicio el kilómetro mil y a finales de 1937 ya se había alcanzado el kilómetro dos mil.

Como muestra de la importancia que se concedió a estas revolucionarias vías de comunicación, en 1938 la empresa Reichsautobahn fue separada de la organización del ferrocarril y pasó a depender directamente del gobierno del Reich. El primer gran anillo de autopistas de Berlín a la parte occidental de Alemania, por Stuttgart hacia Munich y regresando a la capital, se terminó en 1939.

Para explotarlas propagandísticamente, intentando convertirlas en un símbolo de la eficacia y el potencial del nazismo, los periódicos y revistas solían publicar fotografías de Hitler visitando las obras de construcción, en las que él mismo aparecía con una pala en la mano, poniendo su granito de arena —nunca mejor dicho— en la construcción de sus autopistas.

Estas multitudinarias ceremonias atraían a fanáticos coleccionistas de recuerdos del Führer, procedentes de todos los rincones de Alemania. En cuanto finalizaba el acto protocolario, la tierra removida por la pala de Hitler era ávidamente recogida en sacos por sus seguidores más fanáticos, ya fuera para conservarla como reliquia, regalarla e incluso venderla. Esto obligó a que la zona en donde se había dado la paletada fuera cercada con alambre de espino para impedir que desapareciese toda la tierra.


La red de autopistas creada por Hitler impresionó a los Aliados cuando irrumpieron en el interior de Alemania en 1945. Años más tarde, Eisenhower, al alcanzar la presidencia de Estados Unidos, impulsaría un plan de autopistas similar al que había visto en Alemania.

Como muestra del desmesurado interés que despertaban en Hitler estas vías de comunicación, basta señalar que en los peores momentos del invierno de 1941-42, cuando las tropas alemanas se congelaban a las puertas de Moscú sufriendo temperaturas de hasta cuarenta grados bajo cero y sin ropa de abrigo por culpa de la improvisación con la que se había afrontado la campaña, las conversaciones del Führer con las personas que le rodeaban eran ajenas a la tragedia que sus soldados estaban sufriendo en ese momento y, en cambio, giraban en torno a la próxima construcción de autopistas.

Según él, estas debían unir el territorio del Reich con Crimea, en el Mar Negro; para romper la monotonía de esos interminables trayectos, era partidario de fundar nuevas ciudades, situadas aproximadamente cada cien kilómetros. Por lo tanto, en la desequilibrada mente de Hitler, las autopistas dejaban de tener como misión comunicar núcleos de población, pasando a convertirse en un fin en sí mismas y condenando a las ciudades, en cierto modo, a ser simples áreas de descanso para los conductores.

Su obsesión por estas carreteras llevó a Hitler a confesar a sus íntimos que una de las decisiones más dolorosas de las que tuvo que tomar durante la Segunda Guerra Mundial fue dar la orden de pintar de negro las autopistas para que no fueran localizadas por los aviones aliados. Estas carreteras se habían convertido en un objetivo primordial para británicos y norteamericanos, puesto que su destrucción suponía el bloqueo de las comunicaciones en el interior del Reich, dificultando el transporte de efectivos, así como de las mercancías destinadas a la industria de guerra.

Debido al cumplimiento de esta orden, quedaba apagado el luminoso gris claro, casi blanco, que las autopistas ofrecían a los complacidos ojos del Führer, lo que fue encajado por él como una auténtica tragedia, muy superior a las que estaban viviendo tanto la población civil como los soldados por culpa de la guerra que él había emprendido. No hay duda de que ver el gran legado que quería dejar al futuro cubierto de una capa de pintura de color negro no podía augurar precisamente nada bueno para el futuro del Tercer Reich.

Como hemos visto, el megalomaníaco dictador soñaba con una Europa sometida a Alemania, surcada por una red de autopistas desde la costa atlántica a las orillas del mar Negro, por el que los conductores germanos pudieran circular orgullosos en sus Volkswagen, sin ser importunados por los pobladores autóctonos de las regiones que irían atravesando. Pero esta no era la única ensoñación del autócrata germano.

Existió un proyecto aún más faraónico; consistía en la construcción de un ferrocarril de alta velocidad y gran capacidad de transporte, cuya principal característica era el extraordinario ancho de vía, que estaba previsto que fuera de seis metros.

Es muy posible que la anchura de los vagones tuviera como objetivo poder transportar todo tipo de tanques o aviones, con lo que se facilitaría enormemente el dominio militar de la Alemania nazi sobre el continente europeo, una hegemonía que Hitler quería garantizar para las décadas venideras.

En una primera fase, la red nacería de Berlín y Munich y se extendería hacia París y Marsella por el oeste y hacia Moscú, Jarkov y Estambul por el este. En el futuro, las vías de este tren futurista debían acabar uniendo Lisboa con la remota Vladivostok.

De este modo, los alemanes hubieran extendido su imperio desde el punto más occidental de Europa hasta Extremo Oriente, uniendo el Atlántico con el Pacífico.

Pero este utópico proyecto acabaría archivado bien pronto.

Aunque los ingenieros alemanes realizaron a regañadientes algunos estudios por exigencias de Hitler, a finales de 1942 se suspendieron definitivamente los trabajos, al ser más perentorio desarrollar nuevas armas con las que hacer frente al cada vez mayor potencial bélico de los Aliados, que centraba sus investigaciones en aplicaciones menos utópicas.

Al igual que la red de autopistas del Führer, este sueño terminó convertido en una pesadilla. En lugar de carreteras y vías de ferrocarril, la Alemania nazi tan solo sembró ruina y devastación en toda Europa. Las visionarias ideas de Hitler, surgidas de su exaltada imaginación, murieron al mismo tiempo que su "Reich de los mil años".