Tragedia en el Empire State

El 11 de septiembre de 2001, el corazón de los neoyorquinos se quedó helado cuando vieron con impotencia y horror cómo se estrellaban dos aviones en las Torres Gemelas, en lo que constituyó el atentado terrorista más grande de la historia.

Pero no era esa la primera vez en la que un aeroplano impactaba en uno de los rascacielos de la Gran Manzana; durante la Segunda Guerra Mundial, un inexplicable accidente hizo estremecer una ciudad que no había sufrido hasta entonces las consecuencias de la guerra.

Para muchos habitantes de Nueva York, la nublada mañana del sábado 28 de julio de 1945 fue uno de los momentos más aterradores de sus vidas. Ante sus mismos ojos, un avión chocó con el que entonces era el edificio más alto del mundo, el universalmente conocido Empire State[19]. El aparato era un bombardero B-25 de dos motores, un modelo que se había hecho famoso en 1942 al protagonizar el primer ataque aéreo estadounidense contra Japón.


Imagen del enorme boquete que quedó tras el impacto de un bombardero contra el Empire State el 28 de julio de 1945. Esta singular instantánea fue tomada por el fotógrafo Ernie Sisto, del New York Times, para lo que tuvo que arriesgar su vida saliendo a la cornisa para obtener un buen ángulo.

El aparato llevaba el nombre de Old John Feather Merchant y lo pilotaba el teniente coronel William F. Smith Jr., de 27 años de edad, un veterano —a pesar de su juventud— graduado en West Point en 1942, que tenía dos años de servicio en los cielos europeos y que había sido condecorado en dos ocasiones con la Distinguished Flying Cross y en cuatro con la Air Medal. Lo acompañaba el sargento segundo Christopher Dimitrovich y un joven marinero de permiso al que habían accedido a llevar hasta Nueva York.

El aparato había despegado de Bedford, en Massachusets, y realizaba un vuelo de rutina con rumbo al aeropuerto de Newark, en Nueva Jersey. Al sobrevolar el aeropuerto neoyorquino de La Guardia, la torre de control le aconsejó que aterrizara de inmediato y que no se arriesgara a atravesar la ciudad, puesto que las condiciones meteorológicas eran pésimas. Se daba una combinación de niebla baja y llovizna que limitaba la visibilidad a apenas tres millas, todo lo cual hacía que las condiciones de vuelo fueran sumamente peligrosas.

Pero a Smith no pareció preocuparle el mal tiempo y decidió recorrer los pocos kilómetros que había desde la isla de Manhattan hasta Newark, enfilando hacia el suroeste. Desde la torre de control se le advirtió que las nubes eran tan bajas que ocultaban los últimos pisos del Empire State. Smith se limitó a agradecer el aviso y continuó con el rumbo que había marcado.

Nunca se supo con exactitud qué sucedió en los minutos siguientes. La explicación más probable es que Smith se desorientó en medio de la densa niebla; cuando aún volaba sobre Manhattan, tal vez pensó que ya había dejado atrás la isla y se preparó para aterrizar en Newark. Apoya esta hipótesis el hecho de que, pese a encontrarse aún lejos del aeropuerto, hizo descender el tren de aterrizaje.

El bombardero comenzó entonces a cruzar el centro de Manhattan a baja altura, ante la incrédula mirada de los viandantes que en esos momentos paseaban por la Quinta Avenida. Un testigo lo vio pasar a la altura del piso 22 de la torre de oficinas de la Grand Central Terminal.

La gente que en esos momentos estaba en los edificios de Quinta Avenida y de las calles contiguas corrió a asomarse a las ventanas, al oir el zumbido del avión, que en esos momentos volaba ya a escasísima altura. Desde el mirador del edificio de la RCA, en el Rockefeller Center, un hombre no salió de su asombro al ver pasar el bombardero a unos treinta metros escasos por debajo de donde él estaba.

Al parecer, cuando Smith se dio cuenta de que se hallaba atrapado en un laberinto de rascacielos hizo un desesperado intento por ganar altura. Los motores del avión rugieron aún más para darle al aparato suficiente potencia para remontar, pero el tren de aterrizaje, lento en retraerse, impedía que el avión pudiera ascender con rapidez.

Abajo, en las calles, los peatones tenían el convencimiento de que estaba a punto de ocurrir una catástrofe, pues el ruido del avión era ya ensordecedor. La gente, mirando hacia arriba, gesticulaba y gritaba desesperada: "¡Sube, sube!".

Pero ya era demasiado tarde. A las 9:55 de la mañana, el Old John Feather Merchant, con sus doce toneladas de peso, se estrellaba contra los pisos 78 y 79 del Empire State, a unos trescientos metros sobre el nivel de la calle.

Obviamente, para los empleados que ocupaban el piso 79, el impacto fue totalmente inesperado. Diez trabajadores, junto con los tres ocupantes del avión, murieron aplastados o quemados en el acto; otra víctima murió posteriormente, a consecuencia de las quemaduras. Uno de los fallecidos fue lanzado por una ventana y cayó sobre una cornisa, siete pisos más abajo.

El aparato abrió un boquete de unos diez por diez metros y quedó incrustado en ángulo; uno de los motores se desprendió y cruzó el piso 79 incendiando su propio combustible, lo que a su vez causó la explosión de unos tanques de oxígeno dañados; cayó por el hueco de un ascensor hasta el sótano del edificio, pero dejó tras de sí 3.500 litros de gasolina encendida, que escurrió por las escaleras hasta el piso 75.

El otro motor y la mitad del tren de aterrizaje penetraron en el piso 78, que, afortunadamente, estaba desocupado. El motor se partió; uno de sus fragmentos y la mitad del tren de aterrizaje, que pesaba media tonelada, atravesaron siete paredes, salieron por el lado sur del rascacielos y abrieron un boquete en el techo de otro edificio mucho más bajo, pero no produjo ninguna víctima.

Entretanto, en el Empire State el fragmento mayor de ese mismo motor atravesó gruesas paredes y rompió los cables que sostenían un ascensor. La ascensorista cayó junto con su aparato desde el piso 76 hasta el sótano; increíblemente, la mujer sobrevivió, pese a sufrir numerosas fracturas a consecuencia del fuerte impacto del ascensor contra el suelo.

Al igual que sucedería 56 años más tarde, los bomberos de Nueva York desempeñaron ese día un papel heroico. Solo pudieron llegar por el ascensor hasta el piso 67, y desde allí tuvieron que subir a mano las mangueras y el resto del equipo de extinción hasta doce pisos más arriba, pero lograron apagar las llamas en apenas cuarenta minutos. Alrededor de 1.500 personas, incluyendo a medio centenar que se hallaban en ese momento en el mirador del piso 86, pudieron bajar sanos y salvos hasta la calle.

Afortunadamente, a pesar de tratarse de un gran desastre, el accidente no causó demasiadas víctimas —14 muertos y 25 heridos—, al contrario de lo que sucedería en el terrible atentado de 2001. Igualmente, la sólida estructura del edificio resistió el brutal impacto, lo que salvó al Empire State de un posible desplome, algo que no ocurrió en el caso de las Torres Gemelas.

Aún sigue siendo una incógnita la razón por la que el veterano piloto se vio de repente perdido entre los rascacielos.

Probablemente, un exceso de confianza debido a su gran experiencia le llevó a relajarse en un trayecto que no parecía encerrar muchos peligros, comparado con los escenarios en los que se había desenvuelto hasta ese momento. Sin ser su intención, el veterano piloto trasladó por unos momentos el terror que durante la contienda había atenazado a otras ciudades al mismísimo centro de Nueva York.