En la mañana del 2 de mayo de 1945, cuando las tropas soviéticas ya avanzaban victoriosas por las calles de Berlín, los soldados alemanes que habían resistido combatiendo en el extenso parque Tiergarten, situado en el centro de la capital, comenzaron a rendirse. Esta zona verde ofrecía ya un aspecto muy diferente al que había tenido unos meses antes. Su frondosa masa arbórea había desaparecido por completo, convertida en leña para combatir el crudo invierno berlinés, y su suave terreno ondulado se había convertido en un mar de cráteres, producidos por una incesante lluvia de proyectiles.
El parque zoológico situado en un extremo del Tiergarten había corrido una suerte similar. Este recinto, que poco antes exhibía una extraordinaria colección de animales de todo el mundo, presentaba ahora un panorama desolador. Su pasado esplendor parecía un sueño lejano en el tiempo. De los 14.000 animales —entre mamíferos, aves y reptiles— que poblaban el zoo en 1939, quedaba solo una décima parte. Durante la guerra, el inmenso jardín zoológico, que incluía restaurantes y salas de cine, había soportado el impacto de un centenar de bombas de gran potencia, pero la batalla de Berlín había acabado por convertir el zoo en un mar de escombros.
Desde el 20 de abril, en el que el zoo cerró sus puertas al público, las bombas de agua habían dejado de funcionar, al quedar cortada la electricidad. En los días siguientes, las enormes cantidades de comida que necesitaban los animales —carne de caballo y pescado, arroz, trigo y hasta larvas de hormiga— ya no pudieron llegar a las instalaciones. La mayoría de los animales que no habían sido evacuados a otros parques zoológicos de Alemania morirían a consecuencia de la colosal batalla que se produciría en la capital del Reich.
Una vez que las armas comenzaron a callar, tras la victoria de las tropas rusas, los animales que habían sobrevivido al hambre y a las bombas sufrían considerables heridas. De los nueve elefantes con que contaba el zoo berlinés, tan solo uno, llamado Siam, seguía con vida.
Cuando los rusos ocuparon el zoo, recibieron una fuerte impresión al oir los aullidos de dolor de algunos de los animales supervivientes, lo que les llevó a dispararles para acabar con esos atroces sufrimientos.
Pero, tal como recordaría más tarde un soldado soviético, lo que más les impactó fue el llanto desconsolado de un guardián del zoo, ya anciano, que había resistido allí hasta el último momento. Estaba abrazado al motivo de su tristeza; un enorme hipopótamo que estaba muerto en su charca por la explosión de una granada.
Se trataba de Rosa, un hipopótamo hembra que dos años antes había sido madre de un pequeño que había recibido el nombre de Knautschke. Para el veterano empleado del zoo, la tragedia de Berlín se concentraba en la desaparición de aquel apreciado animal.