Judy, la prisionera de guerra

La perra Judy, un bello ejemplar de pointer, formó parte de la tripulación de varios barcos en el Pacífico, como mascota, hasta que en 1942, tras un ataque japonés, fue capturada junto al resto de marineros. Su destino sería el campo de prisioneros de Medan, un terrible lugar situado en el norte de la isla de Sumatra.

Allí fue adoptada por un aviador británico, Frank Williams, quien quiso compartir con ella su escasa ración de arroz, con la que apenas se podía sobrevivir. La alegre presencia de Judy fue inestimable para mantener el ánimo de los prisioneros, puesto que no se dejaba intimidar por las continuas muestras de brutalidad de los guardianes. Además, durante las interminables jornadas de trabajo en la jungla, les avisaba con sus ladridos cuando se acercaba un cocodrilo, una serpiente venenosa o algún tigre, por lo que Judy se ganó rápidamente el cariño de todos.

Por su parte, como es lógico, los japoneses no compartían esta admiración por Judy, al ver que la moral de los prisioneros no se resquebrajaba ante tanta adversidad gracias sobre todo a la actitud valiente de Judy, que les servía como ejemplo en esos momentos tan duros.

Un día, los prisioneros recibieron la noticia de que iban a abandonar el campo de Medan para ser embarcados rumbo a Singapur. El jefe del campo, saboreando sus propias palabras, les comunicó que el animal no podía unirse al grupo y que debía ser abandonado en aquel lugar. Tras unos momentos de consternación, algunos prisioneros idearon un plan para que Judy no se separase de ellos. Pero para que la treta tuviera éxito era imprescindible que la perra colaborase.

Y así fue. Judy fue escondida en el interior de un saco de arroz. Una vez dentro, el animal no ladró ni se movió lo más mínimo, como si comprendiese que de ello dependía su vida.

Durante tres horas Judy permaneció totalmente quieta, bajo un sol de justicia, antes de que el saco fuera cargado en un camión.

Mientras, el jefe del campo se desesperó buscándola por todo el campo; finalmente se dio por vencido, ante las miradas de satisfacción de los prisioneros.

Una vez en el barco, Judy fue liberada y pudo reunirse con sus amigos en la bodega en la que viajaban. Pero en la ruta hacia Singapur, el buque fue torpedeado. Otros barcos japoneses acudieron al rescate y la mayoría de los prisioneros pudieron ser salvados. Pero en la confusión, Judy perdió de vista a su dueño y ambos quedaron separados.

Tres días más tarde, cuando fueron reunidos todos los prisioneros, el aviador Williams se llevó una enorme alegría cuando vio a Judy de nuevo. Pero la alegría duró muy poco, lo que tardaron en comunicarles que se había decidido que regresasen al campo de Medan. La noticia cayó como un jarro de agua fría entre los prisioneros, pues lo último que deseaban era volverse a encontrar con el odioso jefe del campo.

Al llegar a Medan, el jefe nipón les estaba esperando dispuesto a consumar su venganza por el engaño de que había sido objeto. En un juicio absurdo, el japonés dictó sentencia contra el animal, condenándolo a muerte. Además, como muestra de crueldad inhumana, ordenó que, después de ser ejecutada, los prisioneros se comiesen el cuerpo sin vida de Judy, como castigo ejemplar.

La decisión del jefe del campo provocó una revuelta de los prisioneros, que los soldados japoneses a duras penas lograron sofocar. En plena barahúnda, Judy fue escondida, librándose de ser ajusticiada. Cuando los ánimos se calmaron, la perra apareció de nuevo, pero los soldados japoneses prefirieron no actuar contra ella, temiendo la reacción de los prisioneros. Para evitar un motín generalizado, que le hubiera colocado en una situación delicada ante sus superiores, el jefe del campo pasó por alto el cumplimiento de la condena; así pues, tuvo que soportar a partir de entonces la desafiante presencia de Judy.

Pese a la dureza de la vida en el campo de Medan, la perra disfrutó de dos momentos especialmente agradables. Uno fue cuando dio a luz una camada de nueve cachorros y, el otro, cuando vio hecho realidad el sueño de cualquier perro, al encontrar un enorme hueso de elefante, que le llevó más de dos horas enterrarlo.

La derrota de Japón no supuso el final de los problemas para Judy y su dueño. En el barco de regreso a Gran Bretaña estaba prohibido transportar animales, por precaución ante alguna enfermedad, por lo que Judy tuvo que permanecer oculta entre unas cajas de la bodega para no ser descubierta. Una vez en alta mar, Judy fue sacada de su escondrijo; el relato de sus heroicidades al capitán fue suficiente para permitir que siguiera en el buque, aunque nada pudo librarle de pasar una cuarentena antes de desembarcar.

La llegada a suelo británico sí que puso punto y final a su peripecia; ya no tendría que ocultarse nunca más. En cuanto corrieron las noticias sobre su agitada experiencia como prisionera de guerra de los japoneses, de inmediato se produjo una efervescencia de admiración hacia ella, lo que le llevaría a ser galardonada con la Dickin Medal[13].

Pero quizás el mayor honor del que disfrutó Judy fue que sus ladridos pudieron ser escuchados en directo en la BBC, siendo la primera ocasión en la historia de esta prestigiosa emisora que un micrófono era puesto a disposición de un animal, aunque no hay duda de que el protagonista se lo merecía.