Los pequeños aliados de los rusos

Hemos visto anteriormente cómo unos ratones, compañeros de los internos aliados en su cautiverio de Colditz, tuvieron la oportunidad de tripular unos tanques de madera. Pero lo que es más sorprendente es que otros ratones jugaron un papel destacado en el campo de batalla y quién sabe si quizás fueron determinantes para el desenlace del choque más decisivo de la Segunda Guerra Mundial.

Esos ratones actuaron en un punto muy distante de Colditz, en las estepas que rodean la ciudad de Stalingrado. Allí, en noviembre de 1942, las tropas germanas, con el general Paulus a la cabeza, porfiaban enconadamente por conquistar la ciudad situada a orillas del Volga. En ese lugar, a las puertas de Asia, se estaba jugando la partida decisiva del enfrentamiento entre Hitler y Stalin.

Mientras los hombres de Paulus se desangraban entre los escombros, frenados por la tenaz resistencia rusa en una despiadada lucha casa por casa, las fuerzas soviéticas procedentes del norte y del sur trataban de cortar las líneas que comunicaban al VI Ejército con la retaguardia. Pero en esa audaz maniobra en tenaza las tropas rusas contarían con unos aliados inesperados.

Para proteger los flancos, el Alto Mando alemán ordenó al bregado 48º Cuerpo Panzer que se desplazara unos 75 kilómetros hacia el noroeste. Su misión era taponar la brecha que amenazaba con aislar al VI Ejército, expulsando a los soviéticos de dos cabezas de puente que habían logrado establecer en la orilla oriental del río Don.

Dirigidos por el teniente general Ferdinand Heim, los tanques germanos iniciaron la marcha pero, tan solo unos pocos kilómetros más adelante, los motores de varios carros comenzaron a arder. Sin esperar a conocer las causas de tan extraño fenómeno, el resto siguió su camino, pero al poco tiempo los motores dejaron de funcionar, por lo que la columna quedó detenida.

Los sorprendidos mecánicos comprobaron que, en todos los motores, las cubiertas aislantes del sistema eléctrico habían desaparecido casi en su totalidad. La primera reacción fue culpar de la avería generalizada a algún acto de sabotaje, pero bien pronto se descubrió la respuesta; los culpables eran los ratones campestres que se habían alojado en los motores y que aún correteaban entre sus piezas.

En efecto; durante las prolongadas semanas de inactividad, esos roedores se habían acomodado en el interior de los panzer, mostrando un inusitado gusto por esas cubiertas aislantes, que habían estado devorando vorazmente durante ese tiempo. Ahora, los tanques de Heim se encontraban temporalmente paralizados por culpa de esos pequeños animales.

Con varios días de retraso, el 48º Cuerpo Panzer pudo llegar a sus nuevos cuarteles, pero la unidad mostraba las heridas de la batalla librada contra los roedores. Tan solo 42 de los 104 carros con que Heim contaba al principio estaban listos para enfrentarse a los rusos.

Al llegar el momento de entablar combate contra las fuerzas que avanzaban desde las cabezas de puente, en la aldea de Peshani, los panzer comenzaron a sufrir nuevas averías, que las reparaciones de urgencia no habían logrado prevenir. Al final, los carros T-34 soviéticos no tuvieron que vérselas más que con una veintena de tanques alemanes, que nada pudieron hacer para detener el avance arrollador de los tanques rusos.

Aunque se produjeron nuevos combates, en los que los rusos se vieron forzados a rechazar furiosos contraataques alemanes, la realidad es que la suerte del VI Ejército de Paulus estaba echada.

El 22 de noviembre, las tropas soviéticas procedentes del norte y del sur cerraban la tenaza y lograban sellar una bolsa que contenía más de 250.000 soldados alemanes.

Sería aventurado conceder el mérito de la victoria soviética en el cerco de Stalingrado a la acción de unos ratones campestres, pero no hay duda de que el signo de la batalla podría haber cambiado si los tanques de Heim hubieran llegado a Peshani con todos sus efectivos intactos. Sin embargo, los ratones rusos no se apuntaron en su haber solamente la paralización del 48º Cuerpo Panzer.

Al llegar el intenso frío del invierno ruso, los alemanes cercados en Stalingrado encendían hogueras debajo de los motores para, calentándolos de esta manera, poder poner en marcha sus tanques. Lo que no sospechaban era que los pequeños ratones que se alojaban en la paja, al sentir el calor del fuego, tratarían de huir, saltando al motor. Allí se dedicaban a su pasatiempo favorito, devorar los aislantes, lo que, tal como hemos comprobado, provocaba tarde o temprano la inutilización del carro blindado.

Se calcula que, en total, unos 200 tanques alemanes pudieron ser víctimas de la voracidad de estos roedores. Nunca se sabrá lo que las tropas de Hitler hubieran logrado de poder contar con esos dos centenares de carros, pero lo que sí es seguro es que los rusos tienen mucho que agradecer a aquellos ratones que, sin saberlo, estaban ayudando a sus compatriotas.