La entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial no movilizó solamente a los soldados norteamericanos, sino que también supuso la llamada a filas de un contingente canino.
Una organización civil llamada "Perros para la Defensa" emprendió una campaña para que las familias estadounidenses cediesen su mascota al Ejército. Este llamamiento se saldó con un éxito espectacular; más de 50.000 canes fueron entregados por sus dueños para que sirviesen bajo la bandera estadounidense.
Aunque la utilización de perros con fines bélicos no era nueva[10], si que era original ese llamamiento para que los civiles aportasen sus animales para el esfuerzo de guerra.
A cada uno de los perros se le abrió una ficha individualizada con todos sus datos. Fueron sometidos a un riguroso examen veterinario, siguiendo un proceso similar al que debían atravesar los reclutas. Posteriormente se les proporcionó entrenamiento militar. Según las características de cada uno, iban siendo asignados para diversas tareas, ya fuera para tender cables telefónicos, transportar mensajes, detectar explosivos, etc.
En 1942 entraron por primera vez en servicio, integrados en la Infantería de Marina. Resultaron muy útiles en los enfrentamientos armados que se daban en las islas del Pacífico, al ser capaces de detectar a japoneses emboscados. El único riesgo que se corría con los animales era que ladrasen durante una misión que requiriese silencio absoluto. Este problema se superó gracias a un entrenamiento especialmente dirigido a evitarlo; los soldados apretaban violentamente el bozal cada vez que el perro emitía un sonido, por lo que acababan señalando el posible peligro levantando una pata o apuntando el hocico en aquella dirección.
En la batalla de Guam, en 1944, los perros tuvieron un comportamiento ejemplar. Fueron empleados para abrir camino en las marchas por la selva; si algún japonés se encontraba oculto en la maleza acechando a los norteamericanos era inmediatamente descubierto por el animal. Para esta misión se emplearon 72 canes, entre doberman y pastores alemanes. Hubo que lamentar la muerte en combate de 25 de ellos.
Una vez llegada la ansiada paz, los militares —con gran pesar— tuvieron que devolver los animales a sus dueños. Sin embargo, surgieron numerosos inconvenientes, puesto que muchos perros ya no recordaban a sus antiguos amos y, además, se habían acostumbrado a la agitada vida en el frente, por lo que se mostraban inquietos y, en ocasiones, agresivos.
Al principio, se procedió al sacrificio de los animales que no habían logrado reintegrarse con éxito a la vida civil. Pero con la finalidad de evitarles ese triste destino, el Ejército puso en marcha un plan para desentrenar a los perros que habían servido en el frente, antes de devolverlos. Al comprobar las dificultades que entrañaba todo el proceso, se decidió que la experiencia no se repetiría y que no se volverían a utilizar perros procedentes de civiles.
A partir de entonces, el Ejército estadounidense contaría con sus propios perros, tal como sucedió durante la guerra de Vietnam, en la que se emplearon más de 4.000, siendo en su mayoría pastores alemanes.
Los perros caídos en servicio han sido merecedores de varios monumentos conmemorativos, levantados gracias a aportaciones populares. Aunque existen varios lugares dedicados a la memoria de estos héroes caninos en Guam, Nueva York o Nueva Jersey, los más importantes se encuentran en el Sacrifice Field del National Infantry Museum en Fort Benning (Georgia), y en el March Field Air Museum de Riverside (California), inaugurados ambos en el año 2000.