Durante el otoño de 1940, la población británica se fue acostumbrando a vivir bajo la amenaza constante de los bombardeos. Aunque Hitler había dado orden a su aviación de arrasar Londres, la realidad es que la mayoría de sus habitantes continuó acudiendo a su trabajo. Las visitas de los bombarderos germanos no lograría alterar de manera significativa la vida cotidiana de sus habitantes, armados de la inalterable flema británica.
Por su parte, las autoridades tomaron las medidas necesarias para que los londinenses pudieran protegerse de las bombas. Así pues, se dejaron en la calle grandes cantidades de sacos terreros a disposición de cualquier persona que los pudiera necesitar. Su utilidad iba desde proteger escaparates a emplear la arena que contenían para apagar los fuegos provocados por las bombas incendiarias.
Para que los sacos de arena pudieran ser encontrados fácilmente, incluso de noche, fueron colocados junto a las farolas. Conforme los ciudadanos disponían de ellos, se procedía a su reposición.
Pero al poco tiempo se observó que la demanda de sacos de arena había descendido abruptamente. La razón era que la gente se lo pensaba dos veces antes de llevarse alguno de estos sacos, debido al olor insoportable que desprendían.
La culpa la tenían los perros, pues preferían para hacer sus necesidades las farolas que tenían en su base los sacos de arena.