En 1940, los funcionarios del Ministerio de Alimentación alemán lanzaron a Hitler una insólita sugerencia. Para optimizar el consumo de alimentos, llegaron a la conclusión de que un sacrificio masivo de perros y gatos liberaría grandes cantidades de cereales y carne, que quedarían así a disposición de la población.
A los judíos se les prohibió la posibilidad de tener perros o canarios, en una vuelta de tuerca más de la campaña de persecución de que fueron objeto por parte del totalitarismo nazi.
Tan solo se preveía una excepción; los gatos de las granjas encargados de ahuyentar a los ratones.
Hitler rechazó esta desatinada propuesta, al considerar contraproducente obligar a los alemanes a sacrificar a sus mascotas. El dictador germano tenía muy presente el descontento existente entre la población civil durante la Primera Guerra Mundial, un hecho que no estaba dispuesto a que se repitiese; por ejemplo, no recurrió a las mujeres como fuerza de trabajo y garantizó el suministro de alimentos casi hasta el final de la guerra. Por tanto, consideró que esa medida podía repercutir negativamente en la moral de la población germana, por lo que fue desechada.
Sin embargo, esta idea no cayó en saco roto. La prohibición sí se llevó a cabo, pero solo en el caso de los judíos. Aunque resulte difícil de creer, se promulgó una disposición que prohibía a la población hebrea la posesión de canarios, perros o gatos.
Aunque esta orden no fue a la postre más que un grano de arena entre los atroces crímenes del nazismo, es representativa del implacable y despiadado acoso físico y moral al que fue sometida la población judía[9].