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Del mismo modo que hizo palidecer el color de la verja de acceso al complejo de la Unidad 701, el tiempo también erosionó parte del misterio que envolvía el lugar y desgastó hasta cierto punto su carácter imponente y a la vez sereno. En otra época me había parecido tedioso y complicado el largo proceso para obtener la autorización que me permitió franquear esa verja; pero, en esa ocasión, el centinela echó un simple vistazo a mis papeles (el carnet de identidad y la tarjeta de prensa), me indicó que inscribiera mi nombre en un libro de registro de aspecto corriente, y eso fue todo. Me pareció tan sencillo que no pude evitar tener la sensación de que faltaba algo, como si el guardia hubiera omitido parte de su deber. Sin embargo, en cuanto me adentré en el complejo, las sospechas desaparecieron. Ante mí, en el vasto patio interior, había vendedores ambulantes pregonando su mercancía y trabajadores temporales que iban y venían. Todos parecían distendidos y despreocupados, como si se encontraran en una zona deshabitada. Era una imagen de auténtica sencillez bucólica.

Nunca me ha llamado especialmente la atención la imagen tradicional de la Unidad 701, pero tampoco me gustó ver que se había convertido en algo completamente diferente. Fue como si me hubieran quitado el suelo bajo los pies y estuviera pisando algo tan insustancial como el aire. Sin embargo, después de preguntar, descubrí que había otro patio interior dentro del vasto complejo de la Unidad 701 y que, sin saberlo, me había adentrado en la nueva zona residencial. El patio dentro de otro patio era como una cueva dentro de otra cueva más grande. No sólo era difícil de localizar, sino que era complicado de distinguir, porque, incluso después de entrar en él, uno nunca sabía muy bien si lo había encontrado. Los centinelas de guardia en ese sector eran como espectros. Aparecían de repente y sin previo aviso, en actitud amenazadora y más bien temible, como imponentes esculturas de hielo que impidieran que la gente se acercara. De hecho, parecían tener miedo de que alguien fuera hacia ellos, como si el calor del cuerpo de un semejante pudiera fundirlos, como si de verdad estuvieran hechos de hielo y nieve.

Pasé diez días en la Unidad 701. Como imaginaréis, conseguí ver a Vasili, cuyo verdadero nombre era Zhao Wirong. También encontré a la que había sido la joven esposa de Rong Jinzhen, y que ya no era tan joven, cuyo nombre completo era Di Li. Todavía trabajaba de oficial de seguridad. Su estatura había menguado un poco con el paso de los años, pero seguía siendo más alta que la mayoría de la gente. No tenía hijos ni padres; sólo tenía a Rong Jinzhen, que para ella era las dos cosas a la vez. Me contó que su principal problema en ese momento era la imposibilidad de retirarse del servicio activo sin autorización previa, a causa de la naturaleza de su cargo. Sin embargo, en cuanto le concedieran el permiso, pensaba dirigirse de inmediato a la residencia de Lingshan, donde tenía previsto pasar el día entero al lado de Rong Jinzhen. Hasta entonces, sólo podía ir a verlo durante las vacaciones, que sumaban un total de uno o dos meses al año. No sé si sería porque hacía mucho que trabajaba como guardia de seguridad, o porque había pasado mucho tiempo sola, pero me dio la impresión de ser una persona todavía más reservada y distante que Rong Jinzhen. Para ser sincero, aunque Vasili y Di Li me parecieron buena gente, lo cierto es que me ayudaron muy poco. Nadie más me ayudó, con una sola excepción. Era como si la gente de la Unidad 701 se resistiera a sacar a relucir la historia trágica de Rong Jinzhen. Me daba la impresión de que, incluso si hubieran aceptado hablar, sus testimonios habrían estado plagados de errores y contradicciones, como si la tragedia los hubiera hecho olvidar las cosas que debían recordar. Pero no pude comprobarlo, porque nadie quiso hablar al respecto. Tampoco habrían podido. No hay nada más eficaz que el silencio para sepultar una historia en el pasado.

Una de las primeras noches de mi estancia en el complejo fui a visitar a la esposa de Rong Jinzhen; sin embargo, como no la encontré muy comunicativa, regresé al poco rato a mi alojamiento. Cuando estaba empezando a repasar las escasas notas que había tomado, un desconocido de unos treinta años irrumpió en mi habitación. Dijo ser un tal Lin, administrador de la oficina de seguridad, y comenzó a acribillarme a preguntas. Debo decir que fue bastante desagradable conmigo y que incluso registró mi habitación y mi equipaje sin pedirme permiso. Por supuesto, yo sabía que sólo podía encontrar pruebas de que mi único propósito era rendir homenaje a uno de los suyos, al héroe Rong Jinzhen, por lo que permití que prosiguiera con su inspección sin oponer ninguna resistencia. El problema es que, después de registrarlo todo, siguió sin creerme. Empezó a interrogarme de nuevo, me lo puso todo muy difícil, y al final me anunció que iba a confiscarme todos los documentos (el carnet de prensa, el permiso de trabajo, el documento de identidad y la tarjeta de la asociación de escritores), así como mis notas y grabaciones. Solamente me dijo que tenía que investigarme un poco más. Cuando le pregunté cuándo pensaba devolverme mis documentos, me contestó que todo dependería del resultado de la investigación.

Pasé toda la noche sin dormir.

A la mañana siguiente, el mismo hombre, el administrador Lin, vino a verme. Esa vez, sin embargo, sus modales bruscos de la noche anterior habían desaparecido. Se disculpó de todas las formas posibles por su trato prepotente y, con la mayor amabilidad, me devolvió mis documentos y mi libreta de notas. Era evidente que los resultados de su investigación habían sido satisfactorios, tal y como yo esperaba. Lo que más me sorprendió fue la buena noticia que había venido a darme: alguien importante quería hablar conmigo.

En su compañía, superé sin problemas tres puestos de control y, finalmente, accedí a la zona de máxima seguridad del complejo.

En el primero de los controles, había dos agentes de policía armados con pistolas y porras. En el segundo, encontramos a dos militares, ambos provistos de rifles semiautomáticos, negros como las alas de un cuervo. Su puesto estaba rodeado de alambre de espino y, junto a la valla, había una garita circular de piedra, en cuyo interior había un teléfono y más armas, que me parecieron ametralladoras. En el tercer puesto de control encontramos a un solo guardia vestido de paisano, que no dejaba de ir de aquí para allá. No iba armado y sólo disponía de un walkie-talkie.

A decir verdad, aún no sabría decir con seguridad a qué departamento o sector pertenecía la Unidad 701: ¿al ejército, a la policía o al gobierno local? Por lo que pude observar, todos los que trabajaban allí vestían de manera informal; sólo unos pocos lucían uniforme militar. En el aparcamiento se veían placas de matrícula civiles y militares, aunque estas últimas eran mucho menos numerosas. En las indagaciones que realicé con diferentes personas, recibí siempre la misma respuesta: era algo que no debía preguntar y, además, ellos tampoco lo sabían. En cualquier caso —me dijeron—, no importaba que la unidad fuera civil o militar, sino el hecho de que desempeñaba una función vital para el país; después de todo, tanto los civiles como los militares formaban parte de nuestra nación. Tuve que darles la razón. ¿Qué otra cosa habría podido decir? Todos los países necesitan ese tipo de agencia, del mismo modo que cada familia necesita un botiquín de primeros auxilios. Es algo esencial. Al fin y al cabo, no había nada extraño en la existencia de la unidad. De hecho, habría sido raro que un país no tuviera una agencia de ese tipo. Pero me estoy desviando del tema.

Después de superar los tres controles, llegamos a un sendero perfectamente recto y estrecho, flanqueado a ambos lados por árboles añosos cubiertos de denso follaje. El canto incesante de los pájaros entre las ramas me hizo sentir como si me hubiera apartado del camino principal para adentrarme en algún tipo de reserva forestal. Seguimos adelante y, por un momento, pensé que no íbamos a encontrar nada; pero, de pronto, para mi sorpresa, vi aparecer por encima de los árboles un asombroso edificio de seis plantas, cuya fachada de ladrillo rojo le confería un tranquilizador aspecto señorial. Delante del edificio había una vasta explanada del tamaño de medio campo de fútbol; a los lados, vi sendas extensiones rectangulares de césped. Entre los dos rectángulos, distinguí un macizo cuadrado de flores rebosante de colorido y, entre las flores, una escultura de piedra, que por su color y sus líneas recordaba a El pensador, de Rodin. Al principio pensé que la escultura sería efectivamente una reproducción de la obra del artista francés; pero, tras una observación más detenida, advertí que el personaje lucía un par de gafas, con el ideograma de «alma» inscrito debajo. De lejos, parecía la estatua de El pensador; sin embargo, cuando me acerqué para estudiar más atentamente la obra, no pude evitar tener la sensación de que la persona representada me resultaba vagamente familiar, aunque no conseguí localizarla. Finalmente, se lo pregunté al administrador Lin, y así me enteré de que la escultura era un homenaje a Rong Jinzhen.

Me quedé un buen rato contemplándola. Iluminada por el sol, con la barbilla firmemente apoyada en la mano izquierda, la estatua parecía mirarme con ojos resplandecientes. Tenía ciertas similitudes con el Rong Jinzhen que para entonces residía en el asilo de Lingshan. Era como ver a un hombre en la plenitud de la vida y encontrarlo después convertido en un anciano.

Dejamos atrás la estatua. Entonces, el administrador Lin, en contra de mis previsiones, me hizo rodear el edificio principal y me condujo hasta una estructura de dos plantas de estilo occidental, revestida con ladrillos de color negro verdoso. Pronto descubrí que esta última construcción contenía una sala de espartana sobriedad, destinada a recibir a las visitas. Me ordenaron que esperara allí y, tras un breve lapso, oí un golpeteo metálico que se acercaba por el pasillo. Poco después, un hombre mayor apoyado en un bastón entró en la sala. Me buscó con la mirada y dijo:

—¡Bienvenido, camarada periodista! Levántese para que pueda estrecharle la mano.

Le obedecí enseguida y, después de estrecharle la mano, le hice un gesto para que se sentara en el sofá.

Tras acomodarse, dijo:

—Tenía que haber ido a verlo yo, en lugar de hacerlo venir, ya que he sido yo quien ha tenido la idea de hablar con usted. Pero, como puede ver, ya no me muevo con la facilidad de antes. Por eso lo he hecho venir a verme.

—Si no me equivoco —repliqué—, usted debe de ser el hombre que reclutó a Rong Jinzhen en la Universidad N: el señor Zheng.

Soltó una sonora carcajada y, señalándose el pie malo y el bastón, comentó:

—Esto me ha delatado, ¿verdad? Ustedes los periodistas son muy observadores; no está mal, no está mal… Sí, en efecto. Soy ese hombre. ¿Ahora puedo preguntarle quién es usted?

Pensé que ya tenía que haber visto mi identificación. ¿Por qué me lo preguntaba? Sin embargo, por respeto hacia él, me presenté brevemente.

Tras escuchar mi presentación, agitó ante mí una pila de hojas fotocopiadas y me preguntó:

—¿Cómo se ha enterado de todo esto?

¡Lo que estaba agitando era una copia de mi libreta de notas!

Sin poder reprimirme, le contesté:

—No recuerdo haber dado mi consentimiento. ¿Cómo es que han fotocopiado mi libreta sin mi permiso?

—No se ofenda, por favor. No teníamos elección. Había cinco personas que necesitaban examinar su libreta: si hubiésemos tenido una sola para todos, habríamos tardado mucho más tiempo en devolvérsela. Ahora todo está en orden; todos los interesados han leído sus notas y no tienen nada que objetar. En su libreta no hay nada que pueda considerarse información clasificada, y por eso se la hemos devuelto. De no haber sido así, debo reconocer que me la habría quedado. —Se rio brevemente y continuó—: Pero tengo una pregunta que me intriga desde anoche. ¿Cómo ha averiguado todo esto? ¿Podría explicármelo, camarada periodista?

De la manera más sencilla posible, le conté mi experiencia personal en la residencia para ancianos de Lingshan.

Escuchó, esbozó una sonrisa cómplice y finalmente dijo:

—Ah, ya entiendo. Entonces usted es hijo de alguien de nuestra organización.

—No, no, qué va —repliqué—. Mi padre era ingeniero mecánico.

—¿Ah, sí? Dígame quién es su padre. Quizá lo conozca.

Le dije el nombre de mi padre y le pregunté si lo conocía.

—No, no lo conozco —respondió él.

—Claro que no —dije—. ¿Cómo iba a conocerlo? Mi padre no puede haber sido miembro de su organización.

—Sin embargo, todos los internos de la residencia de Lingshan son de los nuestros.

La noticia me dejó atónito. Mi padre estaba próximo a la muerte y, ahora, de pronto, me enteraba de que ni siquiera sabía quién era. Si el director Zheng no hubiera sacado el tema por casualidad, jamás habría conocido su verdadera identidad, del mismo modo que la maestra Rong ignoraba la verdad acerca de Rong Jinzhen. Comprendí entonces la razón de que mi padre nunca nos hubiera demostrado a mi madre y a mí el amor que ambos necesitábamos, hasta el extremo de que ella pensara en divorciarse. Me di cuenta de que mi madre había sido injusta con él. Pero ese no era el problema, sino más bien el hecho de que mi padre aceptara ese tratamiento injusto sin tratar de defenderse. ¿Qué puedo decir al respecto? ¿Lo hizo por convicción o por inflexibilidad? ¿Era merecedor de respeto o de pena? En aquel momento, sentí de pronto un peso terrible y sofocante en el corazón. Sólo seis meses más tarde, en una conversación con la maestra Rong acerca de aquellos sucesos, me convencí finalmente de que debía respetar, y no lamentar, el estoicismo de mi padre.

La maestra Rong pensaba que no era justo ocultar la verdad durante mucho tiempo, incluso durante toda una vida, a las personas más próximas. Sin embargo, también comprendía que, de no haber sido por ese secretismo, las amenazas que pendían sobre nuestro país habrían podido llevarlo a la ruina. Era injusto, sí, pero no había sido posible actuar de otra manera.

De ese modo, la maestra Rong consiguió que yo volviera a apreciar a mi padre y que de nuevo sintiera amor y respeto hacia él.

Pero volviendo a nuestra historia, el hecho de que el director diera su visto bueno a mi libreta, tras comprobar que no revelaba ningún secreto, fue una gran alegría para mí, sobre todo porque, de no haber sido así, la habría perdido para siempre. En cambio, el comentario que hizo a continuación me hizo sentir a las puertas del palacio Frío, aquel lugar de la Ciudad Prohibida donde encerraban a los miembros de la familia imperial que se enemistaban con el emperador.

—Creo que más de la mitad de lo que cuenta son cosas que conoce solamente de oídas —dijo—. Es lamentable.

—¿Quiere decir que los detalles son inexactos? —pregunté con nerviosismo.

—No —respondió él, meneando la cabeza—. Las cosas pasaron como pasaron, pero… ¿Cómo decírselo? Tengo la sensación de que usted no entiende de verdad a Rong Jinzhen. Sí, creo que ahí está el problema. Su nivel de comprensión es bastante deficiente.

Llegado a ese punto, hizo una pausa para encender un cigarrillo. Dio una larga calada, mientras parecía reflexionar. Luego levantó la cabeza y entonó con gesto grave:

—Tengo la impresión de que el material de su libreta es bastante disperso y fragmentario; más de la mitad se basa simplemente en cosas que le han contado. Sin embargo, lo que he leído me ha hecho revivir muchos recuerdos de Rong Jinzhen. Yo era el que más lo entendía de todos nosotros, o quizá debería decir el que lo comprendía mejor. ¿Le interesa que le hable de él?

Me quedé atónito. Era demasiado bueno para ser verdad. Jamás me lo habría esperado.

Su propuesta fue una inyección de vida para mi novela.

Me reuní con el director muchas veces durante mi estancia en la Unidad 701. Mi conocimiento y comprensión de la historia de Rong Jinzhen aumentaron enormemente, ya que pude disponer del material que en capítulos anteriores he indicado como las «Transcripciones de la entrevista al director Zheng». Lógicamente, su propósito al brindarme esa información no era ayudarme con mi novela, ni mucho menos. Antes de conocer al director Zheng, Rong Jinzhen había sido para mí un misterio, una leyenda. Pero gracias a las conversaciones con el director, empecé a verlo como una persona real, como una parte incuestionable de la historia de nuestro país. Después de todo, el principal responsable de encaminarlo hacia el que fuera su oficio y de cambiar el rumbo de su vida fue el director Zheng, que no sólo accedió a compartir conmigo sus recuerdos, sino que me suministró una larga lista de personas que habían conocido a Rong Jinzhen de manera bastante directa, aunque algunas ya habían fallecido.

Sólo una cosa lamento de mi prolongada estancia en la Unidad 701. Durante todo el tiempo que pasé allí, siempre me dirigí al director utilizando su título y nunca se me ocurrió preguntarle su nombre. Sigo sin saber cómo se llamaba. Cuando alguien pertenece a una organización secreta, su nombre pierde todo valor y a menudo queda oculto detrás de un número de identificación o de una designación oficial. En el caso del director Zheng, su lugar en la historia era perfectamente identificable, gracias a su cojera. Pero ocultar un nombre no significa que desaparezca, sino únicamente que ha quedado sepultado. Estoy convencido de que me lo habría dicho si se lo hubiera preguntado (en mi calidad de periodista y escritor), pero estaba demasiado fascinado por la imagen que proyectaba y se me olvidó preguntárselo. Como resultado, todavía no sé muy bien cómo llamarlo: Zheng el Cojo, el jefe de sección Zheng, el «director tullido», el director Zheng… La mayoría de la gente de la Universidad N lo llamaba «el Cojo» o «el jefe de sección Zheng». Él solía referirse a sí mismo como «el director tullido». Yo, cuando me dirigía a él, solía llamarlo «señor» o «director Zheng».