Los finales también son principios.
En esta quinta sección —un informe de seguimiento, por así decirlo—, me gustaría ofrecer algunos detalles más sobre la vida de Rong Jinzhen.
Tengo la sensación de que la presente sección funciona como un par de manos ocultas detrás de la escena, una de ellas apoyada sobre el pasado de este relato, y la otra, tendida hacia el futuro. Las dos manos han sido extremadamente industriosas; ambas han llegado lejos y han abarcado mucho. Han tenido suerte, porque han tocado algo muy real e interesante, algo semejante a descubrir por fin la ansiada respuesta a un complicado enigma. De hecho, los diversos misterios y secretos incluidos en las cuatro secciones anteriores, carentes quizá de cierto esplendor, verán revelado todo su brillo en las siguientes páginas.
Es más: esta sección infringe deliberadamente todas las convenciones sobre argumento y narrativa, y pasa por alto incluso la atmósfera literaria. No hago ningún esfuerzo por presentar una historia unificada y coherente. Mi intención ha sido más bien sesgada y diversa. Podría parecer que en este capítulo me empeño en quebrantar las normas literarias tradicionales, pero, a decir verdad, no hago más que amoldarme a las vicisitudes de la vida de Rong Jinzhen. Curiosamente, desde que decidí rendirme y dejarme gobernar por la narración, para ponerme a su servicio, sentí una profunda tranquilidad y una satisfacción enorme, como si hubiera conseguido una victoria en el campo de batalla.
Pero ¡rendirse no es lo mismo que darse por vencido! Espero que tras haber leído esta sección, os deis cuenta de que las revelaciones que presentan estas páginas me las suministró el creador de NEGRO. ¡Ah, pero quizá haya dicho demasiado! De todos modos, si he de ser sincero, así ha sido. Las páginas que siguen me condujeron a su antojo en diferentes direcciones y harán lo mismo con vosotros. Es como si al ser testigo del camino de Rong Jinzhen hacia la locura, yo también me hubiera vuelto loco.
Pero volvamos a lo nuestro…
De hecho, algunas personas me han planteado dudas acerca de la veracidad de este relato. Sus sospechas me han impulsado a escribir esta última parte.
Yo solía creer que persuadir al lector de la realidad de una historia no era el principal propósito de la narrativa, e incluso me parecía un aspecto totalmente prescindible. Pero esta historia, esta narración en concreto, requiere esa convicción, pide a gritos nuestra confianza. Y esto es así porque, en definitiva, se trata de una historia incuestionablemente real. Para preservar su esencia original, tuve que asumir muchos riesgos, en particular con el argumento. Habría podido confiar en mi imaginación y elaborar una complicada trama que dejara atados todos los cabos sueltos, o habría podido recurrir a un golpe de efecto final que pusiera las cosas en su sitio. Pero un intenso deseo —incluso una pasión— de proteger el espíritu de la historia me impidió tomar ese camino. Así pues, puedo afirmar que si la narración parece aquejada de algún tipo de enfermedad crónica, las raíces del padecimiento no han de buscarse en este humilde narrador, sino más bien en los personajes y en las vidas que vivieron. Desde luego, nada de esto se encuentra completamente fuera del ámbito de la imaginación. Después de todo, hablando en términos lógicos —o basándonos en la experiencia—, la posibilidad de contraer una enfermedad crónica del todo imprevisible es perfectamente real. Y no hay nada que hacer al respecto.
Debo insistir, por lo tanto, en la rigurosa realidad de esta historia. No es ningún cuento fruto de mi imaginación. Lo que he escrito deriva directamente de las entrevistas que he grabado. He conservado los hechos intactos. Espero contar con la comprensión de los lectores (y también con su perdón) por haber añadido un marco narrativo y algunos elementos ficticios, como ciertos nombres de personas y lugares, así como la descripción del cielo y los paisajes. Quizá se hayan colado errores respecto a la fecha y la hora exacta de los acontecimientos, y, como es lógico, me he visto obligado a omitir algunas partes de la historia que aún están clasificadas como secretas. También he de admitir que puedo haberme excedido al presentar las reflexiones internas de los personajes; pero en ese aspecto no tenía elección. Después de todo, Rong Jinzhen era un hombre completamente inmerso en un mundo de fantasías. No hizo nada, excepto descifrar varios códigos secretos, y puesto que su labor era ultraconfidencial, la gente no lo conocía. Así fue.
Por otro lado, debo reconocer que no fue Vasili quien halló a Rong Jinzhen delante de la fábrica de papel, o de la imprenta, o del sitio del distrito M donde finalmente lo encontraron. Fue el director de la Unidad 701 quien se ocupó personalmente del asunto y lo llevó a casa. En el transcurso de los días anteriores, a causa de la tensión vivida, Vasili había caído gravemente enfermo, por lo que pudo hacer muy poco. El director murió hace diez años, pero tengo entendido que antes de fallecer evitaba a toda costa mencionar lo sucedido, como si sintiera pena de Rong Jinzhen. Hay quien dice que no, que no hablaba del tema porque se sentía culpable por su manera de tratar la locura de Rong Jinzhen, y cuenta que, a medida que se acercaba a la muerte, su remordimiento iba en aumento. No sé si tenía motivo para sentirse culpable; sólo sé que su malestar consigo mismo hace que el desenlace de la historia de Rong Jinzhen me entristezca todavía más.
Volviendo al tema que nos ocupa, hubo otra persona que acompañó al director aquel día infausto: su chófer. De él se decía que era muy buen conductor, pero prácticamente analfabeto. Por eso no podemos saber con seguridad si fue delante de una imprenta o de una fábrica de papel donde encontraron a Rong Jinzhen. Desde fuera, esos dos tipos de edificio tienen un aspecto similar. En el caso de una persona analfabeta que sólo ha visto las cosas fugazmente, no sería raro confundirlos. En mis primeras conversaciones con él, me esforcé mucho por hacerle entender que había diferencias muy claras entre una fábrica de papel y una imprenta. Por ejemplo, la primera debía tener chimeneas, mientras que la segunda no. En cuanto a los olores, la imprenta tenía que estar impregnada del olor distintivo de la tinta, mientras que la fábrica de papel no olería a nada especialmente fuerte, pero se caracterizaría por un río de agua turbia que saldría de sus instalaciones. Sin embargo, a pesar de mis explicaciones, el chófer seguía sin proporcionarme detalles exactos y sus respuestas eran tan evasivas y confusas como al principio. A veces llegué a pensar que su falta de claridad mental podía guardar relación con la diferencia entre las personas instruidas y las que carecen de instrucción. Para los menos instruidos, juzgar si algo es real o no, y diferenciar entre lo correcto y lo incorrecto, puede ser un camino sembrado de dificultades y obstáculos. Además, para ese hombre tembloroso y senil, cuya afición por el tabaco y la bebida le había carcomido la memoria —una decrepitud que habría aterrorizado al más valiente—, hablar sobre algo sucedido varias décadas atrás era extremadamente difícil. Por ejemplo, se empeñaba en afirmar que el incidente había tenido lugar en 1967, y no en 1969. Evidentemente, ese error me hizo dudar todavía más de sus declaraciones. En consecuencia, decidí tomarme algunas libertades en lo referente al final del relato y dejar que fuera Vasili quien se desplazara hasta el distrito M para encontrar a Rong Jinzhen y llevarlo de vuelta a casa.
Os he proporcionado estos detalles porque creo que ese último episodio necesitaba una aclaración.
Tengo que reconocer, por lo tanto, que el final es la parte menos real de la historia.
A veces siento cierto remordimiento por habérmelo inventado.
La segunda razón por la que he querido escribir esta última sección es que algunas personas han mostrado gran interés por la vida de Rong Jinzhen después de su regreso a la Unidad 701, y eso ha sido una inspiración para mí.
Tal interés también me hace pensar que vosotros, mis lectores, querréis saber cómo veo yo la historia de Rong Jinzhen y cómo la interpreto.
Nada me hará más feliz que satisfacer esa curiosidad.
A decir verdad, conocí la historia a raíz del estado de salud de mi padre. En la primavera de 1990, mi padre, que entonces tenía setenta y cinco años, sufrió un ictus que lo dejó paralizado y determinó su ingreso en el hospital. Tras un período de tratamiento que no surtió ningún efecto, fue trasladado a una residencia para ancianos, en el distrito de Lingshan, en la provincia de Guangxi. Podría decirse que en realidad no era una residencia, sino más bien un hospicio cuyo único propósito era ofrecer a los internos un lugar donde esperar tranquilamente la muerte.
Ese invierno, visité a mi pobre padre y descubrí que los padecimientos físicos y anímicos impuestos por su enfermedad a lo largo del último año lo habían ablandado considerablemente. Lo encontré más amable y cariñoso conmigo, y mucho más dado a la conversación insustancial. Resultaba evidente su deseo de demostrar su amor por mí. En realidad, era inútil que actuara de esa manera. Los dos sabíamos que el momento de expresar su afecto paterno ya había pasado. Cuando yo lo había necesitado, no había estado a mi lado. Quizá pensó que nunca llegaría el día en que la situación se invirtiera, o tal vez obró por alguna otra razón, pero, en cualquier caso, tengo el convencimiento de que nunca me quiso como debe querer un padre a su hijo. Pero no me importaba. No pensaba echárselo en cara, ni tratar de tomarme ningún tipo de revancha. No iba a dejar que su falta de afecto influyera en mi sentido del deber, ni que mermara el respeto y el cariño que yo debía demostrarle en los últimos días de su vida.
De hecho, me opuse firmemente a que lo trasladaran a esa residencia en particular, pero mi padre se empeñó en que lo llevaran allí. Por mucho que lo intenté, no conseguí convencerlo de que cambiara de idea. En el fondo, comprendía la razón de su empecinamiento: le preocupaba que mi mujer y yo nos cansáramos de tener que ir a cuidarlo todos los días, si se encontraba en una residencia más cercana a nuestra casa. No habría podido soportar esa humillación. Por supuesto, la probabilidad de que nos cansáramos era bastante elevada. Una larga enfermedad puede socavar la determinación del más devoto de los hijos. Aun así, yo pensaba que había otras posibilidades y suponía que quizá el hecho de verlo impedido y confinado en una cama alentara mis sentimientos filiales y me hiciera sentir más simpatía por él. Tengo que reconocer, sin embargo, que no me fue fácil soportar la cháchara de mi padre sobre sus pasados errores y remordimientos. Sólo cuando la conversación se desvió hacia las historias curiosas y extrañas que le contaban los otros pacientes empecé a escucharlo con atención, ansioso por oír más. Me fascinó particularmente la historia de Rong Jinzhen. Cuando lo visité, mi padre ya lo conocía bastante. Después de todo, compartían el mismo pabellón; eran prácticamente vecinos.
Mi padre me contó que Rong Jinzhen llevaba varias décadas viviendo en la residencia del distrito de Lingshan. Todos sin excepción lo conocían y sabían quién era. Cada nuevo interno, al llegar, recibía un regalo especial de bienvenida: la historia de Rong Jinzhen. Su enorme talento y los altibajos de su vida se habían convertido en el tema diario de conversación. A todos les gustaba hablar de él, por la admiración que les inspiraba y por tratarse de una persona verdaderamente excepcional. Pronto me di cuenta de que todos los internos del hospicio tenían a Rong Jinzhen en la más alta consideración. Cada vez que aparecía, fuera donde fuera, la gente abandonaba de inmediato lo que estaba haciendo, para fijarse en él. Si era necesario, se apartaban para que pasara, con una leve sonrisa. Sin embargo, es muy posible que Rong Jinzhen no fuera consciente de lo que sucedía a su alrededor. Cada vez que los médicos y las enfermeras se dirigían a él, los otros pacientes notaban que lo trataban como a un miembro de su propia familia, o tal vez como a un oficial del más alto rango. En esa atmósfera de reverencial respeto vivió sus últimos días Rong Jinzhen, un hombre con las facultades psíquicas claramente mermadas. Nunca he visto nada igual en toda mi vida. Lo único parecido, y es algo que únicamente vi por televisión, ha sido el trato deferente reservado al sucesor británico de Einstein, el físico Stephen Hawking.
Pasé tres días en la residencia. Mientras estuve allí, descubrí que los internos disponían cada día de unas horas de tiempo libre, para hacer lo que quisieran. Algunos se reunían para jugar al ajedrez o a las cartas; otros salían a pasear; otros simplemente se sentaban a conversar. Al final del recreo, aparecían los médicos y las enfermeras para hacer sus comprobaciones y administrar las medicinas. Por lo general, hacían sonar con fuerza unos silbatos, para indicar a los pacientes que regresaran a sus habitaciones. Sólo Rong Jinzhen se quedaba todo el tiempo en su cuarto, silencioso y ajeno a toda comunicación. Incluso para las comidas o para hacer los ejercicios diarios, era preciso que fuera alguien a llamarlo, porque, de lo contrario, no salía de sus cuatro paredes. Se comportaba como en los primeros días de trabajo en la Unidad 701, cuando no salía nunca de la sala de criptografía. Por esa razón, las enfermeras del turno de día tenían una responsabilidad añadida: llamar a Rong Jinzhen para que hiciera sus tres comidas diarias y llevarlo a dar un paseo de media hora después de cada una de ellas. Mi padre me contó que, al principio, cuando Rong Jinzhen llegó a la residencia, nadie sabía nada de su pasado; por eso, algunas enfermeras se sentían molestas por tener que darle un trato especial. En consecuencia, no siempre cumplían con sus obligaciones y a menudo Rong Jinzhen se quedaba sin comer. Después de un tiempo, una importante autoridad visitó la residencia y descubrió por azar el defectuoso tratamiento que estaba recibiendo el interno. Llamó de inmediato a todos los médicos y las enfermeras, y les dijo:
—¿Tienen ustedes a sus padres mayores en casa? Entonces trátenlo a él del mismo modo que tratan a sus padres. ¿No tienen a sus padres en casa, pero tienen hijos? Entonces cuídenlo del mismo modo que cuidan a sus hijos. ¿No tienen familia? Entonces trátenlo exactamente como me tratarían a mí.
A partir de ese momento, las glorias y las desdichas de la vida de Rong Jinzhen fueron saliendo poco a poco a la luz, y la forma en que todos lo atendían fue cambiando en consecuencia. Lo trataban como si fuera un tesoro, con el mayor de los cuidados. Nadie se atrevía a contrariarlo y todos se dirigían a él con sumo respeto. Mi padre me dijo que, en su opinión, de no haber sido por la naturaleza secreta de su trabajo, Rong Jinzhen habría alcanzado una fama enorme y habría sido un héroe. Varias generaciones de artistas habrían cantado sus milagrosas hazañas.
—Pero ¿por qué el oficio que ha ejercido una persona debe dictar el modo en que lo tratan en un hospital? —repuse yo—. ¿Acaso no debería recibir el mismo tratamiento de todos modos?
—Es cierto —dijo mi padre—. Pero cuando los servicios excepcionales prestados a la nación se hicieron públicos, todos empezaron a tratarlo con mucho más respeto y le reservaron un lugar en su corazón. El hombre que había ingresado inicialmente en la residencia desapareció y se convirtió en algo mucho más grande.
Sin embargo, pese a los esfuerzos desplegados por todos para atenderlo de la mejor manera posible, me dio la impresión de que su vida era insoportablemente difícil y de una tristeza también intolerable. A veces lo veía a través de la ventana, sentado en un sofá, con la cara pétrea y los ojos sin una chispa de luz, completamente inmóvil, como una estatua; la única excepción eran sus manos, que nunca dejaban de temblar, como si las animara una fuerza desconocida. Por las noches, a través de las pálidas paredes de la residencia, oía su pesada respiración de anciano. Parecía como si algo o alguien lo estuviera vapuleando de manera continua. Otras veces, el silencio nocturno del pabellón se veía interrumpido ocasionalmente por un sonido semejante al fúnebre lamento de un oboe chino, que se difundía a través de las paredes. Mi padre me dijo que Jinzhen emitía esos gemidos espeluznantes cuando soñaba.
Una noche, en el comedor, me encontré de forma inesperada con Rong Jinzhen. Estaba en el asiento frente al mío, con la espalda encorvada y la cabeza gacha, totalmente inmóvil, como… ¿Cómo podría describirlo? Parecía un guiñapo, un montón de trapos viejos. Tenía un aspecto lastimoso y su cara presentaba las huellas del implacable y despiadado paso del tiempo. Contemplando en silencio su rostro, me pareció oír lo que me había dicho mi padre, y pensé en ese hombre tan prometedor en su juventud, un miembro especial de la Unidad 701 que había destacado por sus servicios excepcionales a la nación. Pero en ese momento parecía muy viejo y estaba mentalmente enfermo. El tiempo había pasado sin compasión, derribándolo y convirtiéndolo en el cascarón de un hombre. Sólo le quedaban los huesos, como cuando el agua desgasta la piedra o el paso del tiempo hace cristalizar una frase en una forma determinada. A medida que caía la noche, me parecía cada vez más anciano, una visión verdaderamente fantasmagórica, un centenario a punto de despedirse de este mundo.
Al principio, con la cabeza gacha, no se dio cuenta de que yo lo estaba mirando; pero, cuando terminó de comer y se levantó para retirarse a su habitación, nuestras miradas se cruzaron. En ese momento, distinguí un chispazo en sus ojos, como si la vida hubiera vuelto a iluminarlos. Se volvió hacia mí y se me acercó un poco más con mecánicos movimientos de robot; una sombra de dolor le velaba la cara. Era como un mendigo que trastabillara hacia un posible benefactor. Se detuvo ante mí y me miró con ojos de pez, al tiempo que me tendía las manos, como pidiéndome algo. Con gran dificultad, su boca temblorosa escupió las siguientes palabras:
—Libreta…, libreta…, libreta…
Sentí pánico y no supe qué hacer. Por fortuna, la enfermera de guardia había advertido lo que estaba sucediendo y vino rápidamente en mi auxilio. De inmediato, empezó a consolarlo; después, rodeándole los hombros con un brazo, lo guio paso a paso fuera de la sala, hacia la penumbra del pasillo. Mientras tanto, él se volvió varias veces para mirarme.
Después, mi padre me contó que siempre que Rong Jinzhen cruzaba la mirada con otra persona, fuera quien fuera, se le acercaba y le preguntaba por su libreta perdida, como si hubiera creído adivinar su presencia detrás de los ojos de su interlocutor.
—¿Todavía la busca? —pregunté.
—Sí, aún la busca —replicó mi padre.
—¿No me habías dicho que la encontraron?
—Sí, la encontraron —respondió—. Pero él no lo sabe.
Me quedé boquiabierto.
Pensé que, por tratarse de un hombre psíquicamente desequilibrado y completamente desecho, no era sorprendente que hubiera perdido la memoria. Pero había algo extraño en su caso: el recuerdo de la libreta perdida parecía grabado a fuego en su mente, como si nunca dejara de pensar en eso. No sabía que la habían encontrado, ni advertía la crueldad del paso del tiempo en su persona. No le quedaba nada de nada, excepto ese único recuerdo: su libreta. A medida que pasaban los meses, se aferraba con fuerza a su recuerdo y persistía en la búsqueda…, aunque habían pasado más de veinte años.
Y la búsqueda continúa hasta hoy.
¿Qué pasará mañana?
¿Ocurrirá algo inesperado?
«Quizá», me digo tristemente.
La tercera razón por la que he escrito esta última sección tiene que ver con las peticiones de mis lectores. Algunos están ansiosos por creer en fuerzas oscuras y maquinaciones malignas. Creen en reuniones secretas detrás de la escena y en toda clase de conspiraciones. Esas personas, como es comprensible, esperan de mí que escriba algo de ese estilo. El problema es que también hay muchos lectores —la mayoría— que son extremadamente prácticos. A ese tipo de lectores les gusta llegar al fondo de las cosas y comprenderlas en todos sus detalles. No pueden dejar de darle vueltas a todo y se preguntan, por ejemplo: ¿qué pasó después de NEGRO? Si su curiosidad queda insatisfecha, se enfadan, porque necesitan saber. Para este último grupo decidí escribir esta sección.
Así pues, en el verano del año siguiente, volví a visitar la Unidad 701.