El regreso fue completamente diferente de la ida. Por un lado, duró dos días y tres noches, mientras que el viaje a Pekín había sido de tres días y dos noches. Dos de las noches ya habían pasado y el segundo día se encaminaba a su fin. Excepto durante las horas de sueño, Rong Jinzhen había dedicado todo el tiempo a leer los libros que acababa de comprar. Era evidente que no sentía nada comparable a la angustia o al miedo que le habían arruinado su anterior viaje en tren. Prueba de ello era que podía dormir bien y disfrutar de la lectura. Todo viaje de regreso tiene sus ventajas, pero en este caso resultaba especialmente agradable, porque Vasili había reservado una plaza en un coche cama con instalación independiente de calefacción. Por eso, el compartimento de Rong Jinzhen estaba aislado, lo que lo convertía en un lugar particularmente seguro. Se sintió agradecido y feliz por la buena suerte de haber conseguido un billete de tren tan propicio para su tranquilidad.
Por lo general, para un hombre escasamente audaz, frágil y más bien frío y distante, evitar la proximidad de sus semejantes es un deseo acuciante y una preocupación permanente. En la Unidad 701, Rong Jinzhen siempre parecía taciturno y poco comunicativo, aislado del mundo que lo rodeaba. Así mantenía la distancia respecto a la gente; de ese modo, se apartaba de la multitud. Incluso era probable que hubiera trabado amistad con el jugador de ajedrez para asegurarse de que todos los demás lo rechazaran. Asociarse con el loco era la manera más sencilla de conseguir que nadie le dirigiera la palabra. No tenía amigos, ni había nadie que intentara serlo. Sus colegas lo respetaban y lo admiraban, pero no le tenían afecto. Vivía una existencia solitaria, sobre todo desde que el lunático había abandonado la Unidad 701, cuando su demencia había empezado a quedar bajo control. La mayoría de la gente decía que el mundo a su alrededor no lo afectaba. Nunca se acercaba a nadie y siempre estaba solo, con cierto aire de depresión. Pero la soledad y la depresión no eran un problema para él. Su mayor tormento era soportar las mil idiosincrasias de sus semejantes. En ese sentido, no podía apreciar demasiado el título de jefe de sección, ni menos aún el de marido…
[Transcripción de la entrevista al director Zheng]
Rong Jinzhen se casó el día 1 de agosto de 1966. Su mujer se apellidaba Di. Era huérfana y había empezado a trabajar con nosotros bastante tiempo antes, como operadora de la centralita telefónica. En 1964, fue trasladada a la sección de criptografía, en calidad de oficial de seguridad. Era una chica del norte, bastante alta (le sacaba media cabeza a Rong Jinzhen) y tenía los ojos muy grandes. Hablaba un chino mandarín impecable, pero nunca decía mucho y casi siempre en voz muy baja, tal vez porque su oficio consistía básicamente en custodiar secretos.
Si hablamos de la boda de Rong Jinzhen… Bueno, siempre me pareció un hecho extraordinariamente raro, como si de alguna manera el destino se estuviera burlando de él. ¿Por qué lo digo? Porque sé que desde el principio había mucha gente pensando en un posible matrimonio. Algunas chicas incluso llegaron a considerar la idea de proponérselo, quizá para beneficiarse en cierto modo de la gloria reflejada. O tal vez no fuera por eso. Quizá las atraía su indecisión, o alguna otra cosa. Fuera cual fuera la causa, cada vez que surgía la posibilidad de matrimonio, él cerraba la puerta. Parecía como si simplemente no le interesaran las mujeres. Pero, de pronto, con muy poco ruido y sin que nadie supiera muy bien por qué, se casó con la señorita Di. Para entonces, él tenía treinta y cuatro años. Su edad no suponía ningún problema. Puede que fuera un poco mayor, pero si una chica quería casarse con él, ¿qué problema podía haber? Ninguno. El problema vino después de la boda. Apareció NEGRO y le secuestró la mente. No hace falta decir que, si no hubiera estado casado con la señorita Di cuando apareció el nuevo código, no se habría casado nunca, porque su obsesión lo habría impedido. Su boda fue un suceso extraño, como cuando uno está a punto de cerrar una ventana y de repente entra un pajarillo en la habitación. Es algo raro, pero parece casi una señal del destino. Cuando sucede algo así, uno no sabe qué hacer. ¿Es un presagio bueno o malo? ¿Está bien o mal?
Si quiere que le diga la verdad, Rong Jinzhen fue muy mal marido. Se comportaba de manera muy poco razonable. A veces pasaba días enteros e incluso semanas sin volver a casa, y cuando finalmente regresaba, prácticamente no hablaba con su mujer. Comía y se volvía a marchar, o bien comía, dormía y se iba cuando se levantaba. Así era su vida de casado. Vivía con su mujer, pero ella lo veía muy poco y casi nunca hablaban. Como jefe de sección, con responsabilidad administrativa, Rong Jinzhen no estuvo a la altura del cargo. Por lo general, se presentaba en la oficina una hora antes del final de la jornada; el resto del tiempo lo pasaba encerrado en la sala de criptografía. Incluso desconectaba el teléfono, para asegurarse de que nadie lo molestara. De esa manera, eludía las responsabilidades y los problemas de ser jefe de sección y marido. Pero conservó todas sus costumbres y su estilo de vida, un estilo que podía resumirse en el gusto por una existencia solitaria: vivir solo y trabajar solo, sin nadie que lo ayudara ni lo importunara. Sus particularidades se volvieron todavía más extremas cuando NEGRO entró en escena. Fue como si tuviera la necesidad de esconderse de la vista de todos, como si el más completo aislamiento fuera el único camino para descubrir los secretos del nuevo código…
[Continuará]
Rong Jinzhen estaba reclinado en una litera bastante cómoda y sentía como si por fin hubiera encontrado un lugar seguro donde refugiarse. Realmente había sido una suerte que Vasili pudiera conseguir dos literas en un coche cama. Sus compañeros de viaje eran un profesor jubilado y su nieta de nueve años. El profesor, de unos sesenta, había sido vicerrector de la Universidad G, pero se había retirado poco antes, a causa de una enfermedad de los ojos. Se movía con seguridad y autoridad, era aficionado a la bebida y fumaba cigarrillos Pegasus. Y así, bebiendo y fumando, pasaba el tiempo a bordo del tren. Su nieta, que soñaba con ser cantante cuando fuera mayor, pasaba el rato cantando, como si el vagón fuera un escenario. Los dos, el hombre mayor y la niña, infundían en Rong Jinzhen una gran sensación de calma y lo transportaban a un mundo sencillo y sin complicaciones, donde no tenían sentido los malos presagios. O, por decirlo de otro modo, gracias a ellos pudo olvidar sus preocupaciones y dedicar todo su tiempo a las dos cosas que le interesaban más: leer y dormir. Durmiendo, conseguía comprimir las largas noches oscuras en un solo sueño, y la lectura lo ayudaba a evitar el aburrimiento de las largas jornadas. En las raras ocasiones en que no podía conciliar el sueño ni leer, se quedaba acostado en la oscuridad y daba rienda suelta a su imaginación. Así pasó todo el viaje de regreso, ocupado en dormir, leer y dejar volar la imaginación. Las horas fueron pasando, una tras otra, y gradualmente se fue acercando el último tramo de su viaje de regreso a la Unidad 701.
Al final del segundo día de viaje, el tren circulaba a toda máquina por una vasta extensión abierta. El sol del crepúsculo se encendía en tonos rojizos, envuelto en un fulgor carmesí de benévola belleza. Las últimas luces del día bañaban el tren en una claridad cálida y tranquila, como el paisaje de un sueño, o como el amable lienzo de un pintor paisajista.
Durante la cena, Vasili y el profesor entablaron una conversación que Rong Jinzhen escuchaba sólo a medias, aunque empezó a prestar atención cuando oyó que el profesor decía con envidia:
—¡Ya hemos entrado en la provincia G! ¡Mañana por la mañana, ustedes dos estarán en casa!
Oír esa afirmación fue música para los oídos de Rong Jinzhen, que enseguida preguntó:
—¿Y ustedes? ¿Cuándo llegarán ustedes a su estación?
—Mañana, a las tres de la tarde.
A esa hora llegaba el tren a su destino. Rong Jinzhen dijo entonces en tono de broma:
—Son ustedes pasajeros fieles. Acompañan al tren desde el principio hasta el final del recorrido.
—En cambio usted es un desertor… —dijo riendo el profesor.
Era evidente que se alegraba de haber encontrado compañeros con quien hablar durante el viaje. Pero a Rong Jinzhen la alegría de conversar no le duró mucho, porque, después de un par de risas, el criptógrafo volvió a enfrascarse en la lectura de El enigma, de Johannes, y dejó de prestarle atención. El profesor se lo quedó mirando con curiosidad, preguntándose si estaría indispuesto.
En realidad, Rong Jinzhen no estaba enfermo. Simplemente, se comportaba como era costumbre en él. Cuando había terminado de decir lo que quería expresar, guardaba silencio. No alargaba los comentarios, ni cambiaba de tema, ni añadía observaciones corteses. En su conversación no había preámbulos ni epílogos. Hablaba cuando tenía algo que decir y, de lo contrario, se callaba, como cuando la gente habla en sueños. Por eso a veces sus interlocutores se sentían como si estuvieran soñando.
El libro que estaba leyendo, El enigma, de Johannes, lo había publicado una editorial china antes de la revolución, en una traducción de la autora eurasiática Han Suyin. En la portada, tenía el siguiente epígrafe:
Los genios son el espíritu de este mundo; hay pocos, pero son lo mejor de la humanidad. Son nobles. Son como un tesoro y, como cualquier otro tesoro de este mundo, son frágiles y delicados, como una planta recién germinada. Si reciben un golpe, se agrietan, y si se agrietan, se rompen…
Esas palabras tocaron la fibra más sensible de Rong Jinzhen.
[Transcripción de la entrevista al director Zheng]
Los genios se quiebran con facilidad. No era ninguna novedad para Rong Jinzhen, ni tampoco un tema que le costara abordar. De hecho, me lo había mencionado muchas veces. Recuerdo que en cierta ocasión me dijo:
—La fragilidad es lo que hace que un genio sea un genio. Es lo que le permite trascender los límites y volverse cada vez más refinado, como la gasa de seda, que es casi transparente, pero se desgarra a la menor tensión.
En algún sentido, la inteligencia de una persona puede superar cualquier frontera, y desde cierto punto de vista, los conocimientos pueden considerarse ilimitados. Pero, visto de otra manera, podríamos decir que la erudición se alcanza sacrificando un conocimiento del mundo más amplio por otro más especializado. Por lo tanto, en un sentido, la vasta mayoría de los genios son increíblemente sensibles y sabios; pero, en otros aspectos, son estúpidos, torpes y mucho más obstinados que las personas corrientes. El clásico ejemplo de genio torpe era el profesor Klaus Johannes, toda una leyenda en el campo de la criptografía e ídolo personal de Rong Jinzhen. El enigma era obra suya.
Nadie habría negado cierta cualidad sobrehumana en la capacidad de Johannes; parecía fuera del alcance de los mortales, como un auténtico dios. Nada podía perturbarlo. ¡Descubría los códigos detrás de los códigos! Sin embargo, en el mundo real, en la vida diaria, era un tonto, un hombre torpe que ni siquiera sabía volver solo a su casa. Era como un perro, que, si se extravía por la calle sin identificación, puede perderse para siempre. Según dicen, había quedado así porque su madre tenía tanto miedo de perderlo que no le permitía apartarse de su vista. Lo acompañaba a todas partes y lo ayudaba a volver a casa.
Desde la perspectiva de su madre, era un inútil.
Aun así, durante la primera mitad del siglo pasado, ese hombre —ese niño sobreprotegido y socialmente inepto— era el enemigo más temido por el bando fascista. Hitler se orinaba en los pantalones con sólo oír mencionar su nombre. De hecho, Johannes procedía del mismo lugar que el Führer. Había nacido en una isla llamada Tars, famosa por sus depósitos de oro. Si es verdad que cada hombre necesita una patria ancestral, entonces la suya era Alemania, y en aquella época, el líder máximo de su país era Hitler. Lo normal habría sido que luchara en el bando alemán y sirviera al Reich nazi. Pero no fue así, o al menos no de principio a fin (al comienzo sí que había estado al servicio de Alemania). Pero Johannes no era enemigo de ningún país ni de ningún individuo, sino únicamente de los códigos. En un momento dado, podía ser enemigo de una nación determinada o de una persona concreta, y, al momento siguiente, luchar contra ese país o esa persona. Todo dependía de quién (de qué país o qué persona) hubiera creado el código más complicado. Quienquiera que poseyera ese código era su adversario.
En la década de los cuarenta, cuando aparecieron en el escritorio de Hitler documentos encriptados con el código ÁGUILA, Johannes decidió traicionar a su patria, desertar del ejército alemán y cambiar de bando, para incorporarse a las fuerzas aliadas. Su traición no estuvo motivada por convicciones políticas ni por dinero. Su única razón para marcharse fue ÁGUILA, un código que desesperaba a los criptógrafos.
Se decía que lo había desarrollado un genio matemático irlandés que en otra época había vivido en Berlín. Se contaba que, durante una de sus visitas a una sinagoga judía, Dios le había ofrecido su ayuda para crear un código tan avanzado y complejo que nadie sería capaz de descifrar en treinta años. ÁGUILA había multiplicado por nueve el nivel de seguridad de otros códigos de la época. Era algo extraordinario, inaudito e incluso directamente increíble.
Podríamos afirmar que el destino que aguarda a los criptógrafos en todas partes es ir siempre en pos de algo que permanece constantemente fuera de su alcance, siempre al otro lado del cristal, como la probabilidad de que un determinado grano de arena arrastrado por el mar choque con un grano concreto al llegar a la orilla. Es una probabilidad entre millones y millones, prácticamente una imposibilidad. Aun así, los criptógrafos no renuncian a perseguir ese imposible. En el proceso de inventar nuevos códigos, ellos mismos o los propios códigos sufren inevitablemente pequeños accidentes, que producen errores. Es como un estornudo, que se produce por reflejo y de manera completamente aleatoria. Se sabe que sucederá, pero no es posible calcular con seguridad cuándo ni dónde. Siempre hay errores. Pero cuando todas las esperanzas de una persona dependen de los posibles errores de otra, entonces no es difícil sentir que todo es absurdo y terriblemente triste. Esa sucesión de absurdos y tristezas se ha convertido en el destino de muchos criptógrafos. Muchos (todos ellos pertenecientes a la élite de esta disciplina) han vivido así siempre: aislados y desconocidos, llevando una existencia trágica y oscura.
Ya fuera gracias a su genialidad o a su suerte, el profesor Klaus Johannes no necesitó más de siete meses para descifrar ÁGUILA. En la historia de la criptografía, podría decirse que su hazaña fue única e irrepetible: un suceso increíble, como que el sol salga por el oeste, o que una sola gota de lluvia decida por su cuenta caer hacia arriba en medio de un chubasco…
[Continuará]
Cada vez que pensaba en su destino, Rong Jinzhen experimentaba una inexplicable sensación de pena e inquietud, una desagradable sensación de irrealidad. Con frecuencia contemplaba la fotografía de Johannes y se repetía:
—Todos tienen un ídolo y tú eres el mío. Todos mis conocimientos y mi poder son fruto de tu ejemplo y tu aliento. Eres el sol que me guía. Mi brillo nunca podrá separarse del tuyo ni opacarlo.
Esa declaración de humildad no se debía a una insatisfacción de Rong Jinzhen consigo mismo, sino al enorme respeto que le inspiraba el profesor Johannes.
A decir verdad, aparte de Klaus Johannes, Rong Jinzhen no admiraba a nadie, excepto a sí mismo. No creía que nadie más en la Unidad 701 pudiera descifrar NEGRO. No confiaba en sus colegas, por una razón muy sencilla: no había nadie más en la Unidad 701 que admirara sinceramente a Klaus Johannes. Por encima del traqueteo del tren sobre las vías, Rong Jinzhen oyó su propia voz, que le hablaba a su héroe:
—No son capaces de apreciar tu altura intelectual, y, si pudieran apreciarla, sólo sentirían miedo. Para valorar algo realmente hermoso, se necesitan talento y coraje. En su ausencia, la belleza produce pánico.
Rong Jinzhen creía que sólo un genio era capaz de apreciar el valor de otro genio. A los ojos del hombre corriente, no era raro que un genio pareciera un excéntrico o incluso un estúpido. Eso sucedía, en su opinión, porque las personas de inteligencia superior dejaban atrás al vulgo, avanzaban en busca de nuevas fronteras y llegaban tan lejos que el hombre corriente no podía verlas aunque levantara la vista, por lo que deducía erróneamente que las había superado. Era la manera plebeya de pensar. Bastaba que un genio fuera poco comunicativo para que lo excluyeran y le tuvieran miedo. Las personas corrientes no comprenderían nunca que el silencio del genio era fruto de su temor, no de su desdén.
Según Rong Jinzhen, las razones de la distancia que lo separaba de sus colegas residían sencillamente en que él sabía apreciar y respetar la enorme capacidad de Johannes, mientras que los otros no. Podía admirar el brillo de ese gigante intelectual, cuya luz lo iluminaba y lo atravesaba como si hubiese sido un cristal, mientras que los demás no lo distinguían. Eran como piedras y el brillo de Johannes no podía atravesarlos.
Continuando con esa línea de pensamiento, Rong Jinzhen tuvo la sensación de que comparar a los genios con el cristal y al vulgo con las piedras era una imagen particularmente apropiada. Después de todo, los genios tenían muchas de las cualidades del cristal: eran delicados, se quebraban con facilidad y eran muy frágiles; no se parecían en nada a la piedra. Aunque una piedra se rompiera, no se partía en mil pedazos como el cristal; quizá se le saltara una astilla, pero seguía siendo una piedra y aún podía usarse como tal. El cristal, en cambio, no tenía esa resistencia; su cualidad inherente era la vulnerabilidad; si se rompía, quedaba destrozado y sus fragmentos no servían para nada. Pasaba lo mismo con los genios. Bastaba quebrarlos como una rama, y los trozos restantes quedaban inservibles. Volvió a pensar en su ídolo. Si no hubiera códigos que fuera preciso descifrar, ¿cuál habría sido su valor? ¡Ninguno!
Al otro lado de la ventana, la noche se estaba convirtiendo lentamente en día.