Siete años antes, cuando el profesor Jan Liseiwicz había reunido a sus parientes políticos y se los había llevado a vivir al país X, ciertamente no podía imaginar que algún día fuera a tener que devolverlos a su lugar de origen. De hecho, no tuvo opción; le fue imposible negociar otra salida. Originalmente, su suegra había sido una mujer muy saludable, pero a raíz de su traslado a un país extraño y a la creciente nostalgia de su tierra natal, su salud no había tardado en resentirse. Cuando comprendió que tenía ante sí la perspectiva de morir lejos de la patria, suplicó con la insistencia propia de los ancianos chinos que la llevaran a morir a su casa.
¿Y dónde estaba su casa?
¡En China!
Pero ¡la mitad de los misiles del país X apuntaban a China!
Como imaginaréis, no era fácil satisfacer los deseos de la anciana señora. De hecho, era tan difícil respetar su voluntad que Jan Liseiwicz simplemente se negó a considerar la idea. Sin embargo, su suegro dio muestras de una vena violenta —una vena cuya existencia nadie habría podido imaginar, dada la reputación respetable de la familia— y, llevándose un cuchillo al cuello, amenazó con suicidarse. En ese momento, Liseiwicz comprendió que estaba atrapado y no iba a tener más remedio que acceder a las exigencias de aquel viejo bruto. Había quedado perfectamente claro que si su suegro estaba dispuesto a arriesgar su propia vida, era porque él mismo tenía pensado presentar algún día las mismas demandas que su esposa. El cuchillo que se había llevado al cuello era la manera de decirle a su yerno que, si estaba condenado a morir lejos de su patria, entonces prefería morir de inmediato y ser sepultado con su mujer en China.
De hecho, a Jan Liseiwicz no le fue fácil comprender la determinación del anciano chino, pero sus dificultades de comprensión importaban muy poco. ¿Qué importancia podía tener que él entendiera o no, cuando el hombre tenía un cuchillo apoyado contra el cuello y la carnicería parecía inminente? En una situación así, no hay más remedio que obedecer. Liseiwicz tuvo que acceder a las demandas de su suegro, aunque no las entendiera. Tuvo que aceptarlas, aunque le parecieran muy difíciles de asumir, y lo que es peor, tuvo que ocuparse personalmente de satisfacerlas. Dado el constante bombardeo de propaganda a que se veían sometidos en el país donde vivían, su familia y en particular su esposa temían que no pudiera regresar con vida. Aun así, aquella primavera Jan Liseiwicz llevó de vuelta a su patria a su suegra en frágil estado de salud, en un viaje que empezó en avión, siguió en tren y terminó en coche.
Al parecer, en cuanto la anciana estuvo sentada dentro del coche que había alquilado su yerno para llevarla a su casa, abrió los ojos de asombro al oír el familiar acento del conductor y después los cerró para siempre, tranquila y en paz. ¿Qué significa cuando alguien dice que una vida está pendiente de un hilo? Precisamente eso: que cuelga de un frágil filamento. La voz del conductor que hablaba en su propio dialecto fue como un cuchillo que cercenó el hilo de la vida de la anciana.
Durante el viaje, Jan Liseiwicz tuvo que atravesar la ciudad C, lo que no significaba que pudiera visitar la Universidad N, ya que sus desplazamientos estaban sometidos a severas restricciones. No sé si el control se lo había impuesto el gobierno chino o el del país X, pero, en cualquier caso, estaba obligado a viajar con dos acompañantes: uno chino y otro del país donde residía. El trío parecía atado con una cuerda y los dos vigilantes arrastraban consigo a Liseiwicz, situado en medio. Sólo ellos podían decidir adónde iba y hasta dónde llegaba; era como si Liseiwicz se hubiera convertido en un robot o quizá en una especie de tesoro nacional, aunque en realidad no era más que un matemático, o al menos eso decía su pasaporte. Las circunstancias de su viaje le venían impuestas, según la maestra Rong, por las circunstancias históricas.
[Transcripción de la entrevista a la maestra Rong]
Ya sabe usted cómo era la relación entre nuestro país y el país X en aquellos tiempos. No había buena fe. Éramos enemigos. El menor movimiento de cualquiera de las dos partes se interpretaba como signo de voluntad de agresión. Nunca habría imaginado que Jan Liseiwicz podría regresar, ni menos aún que iba a llegar a la ciudad C, donde ni siquiera le permitieron acercarse a la Universidad N. Como él no podía venir a la universidad, tuve que ir a verlo a su hotel. Cuando nos encontramos, fue como si estuviera visitando a un delincuente en una celda de la cárcel. Cada uno de nosotros iba acompañado de dos personas que, situadas a nuestros costados, escuchaban y grababan todo lo que decíamos. Teníamos que enunciar claramente cada frase, para que nuestros cuatro acompañantes la oyeran bien. Por fortuna, los cuatro eran completamente bilingües, ya que de lo contrario ni siquiera habríamos podido abrir la boca sin que nos acusaran al instante de espías o agentes secretos. Habrían podido tomar por información secreta cualquier cosa que dijéramos. Era una época muy especial. En aquellos tiempos, cuando los chinos se encontraban con cualquier persona del país X, no la trataban como a otro ser humano, sino como a un demonio, como a nuestro peor enemigo. El menor detalle podía interpretarse como la prueba de intenciones aviesas y como una razón suficiente para enviar a alguien a la muerte.
En realidad, Jan Liseiwicz no quería verme a mí, sino a Zhendi. Pero, como usted sabe, para entonces Zhendi ya se había marchado de la Universidad N a algún lugar desconocido. Si yo no podía verlo, menos aún el profesor Liseiwicz. Cuando se enteró, solicitó verme a mí. No me cupo la menor duda de que esperaba sacarme alguna información acerca de Zhendi. Tras pedir autorización a mis vigilantes, le dije lo que podía contarle: algo muy sencillo y obvio. Le conté que Zhendi había dejado de investigar la inteligencia artificial y se había ido a trabajar en otro campo. Me sorprendió su reacción: parecía totalmente fuera de sí. Al principio, me di cuenta de que no encontraba las palabras; después, tras un largo silencio, dijo simplemente:
—¡Qué tragedia!
Estaba tan irritado que tenía la cara roja de rabia. No conseguía estarse quieto en el asiento. Se levantó y se puso a ir y venir por la habitación, mientras soltaba una diatriba sobre los notables resultados alcanzados por Zhendi en la inteligencia artificial hasta ese momento y los que podría conseguir si lo dejaban continuar.
—He visto un par de artículos firmados por él y sus colaboradores —dijo—, y te aseguro que están a la altura de la mejor investigación internacional en su campo. Abandonarlo todo ahora, a mitad de camino… ¡Qué horror!
—A veces las cosas no salen como uno espera…
—¿Han reclutado a Jinzhen para alguna unidad del gobierno?
—Eso creo.
—¿Para trabajar en qué?
—No lo sé.
Siguió preguntando y yo seguí contestando que no lo sabía. Al final, dijo:
—Si no me equivoco, ahora Jinzhen estará trabajando en una unidad de máximo secreto. ¿Es así?
Le repetí lo que ya le había dicho:
—No lo sé.
Y era cierto. No lo sabía.
De hecho, todavía hoy sigo sin saber en qué unidad trabajaba Zhendi, ni dónde estaba, ni qué hacía. Quizá usted lo sepa, pero no espero que me lo diga. Para mí, es el secreto de Zhendi; pero, por encima de todo, es el secreto de nuestro país. Todos los países y todos los ejércitos tienen sus secretos: organizaciones secretas, armas secretas, agentes secretos… y así hasta el infinito. ¿Cómo podría sobrevivir un país sin secretos? Quizá no sea posible. ¿Cómo sobreviviría un iceberg, si no tuviera una masa enorme oculta bajo la superficie del mar?
A veces me parece muy injusto pedirle a alguien que mantenga algo en secreto incluso para su familia más cercana, durante décadas o quizá por toda una vida. Pero si no se lo pidieran, es posible que el país no pudiera sobrevivir o que corriera un peligro gravísimo. Eso también sería injusto, y creo que esta injusticia supera a la anterior. Hace muchos años que pienso de este modo. Sólo pensando así siento que puedo entender las decisiones que tomó Zhendi. De lo contrario, mi vida con él me parecería un sueño, una ensoñación, un espejismo, un sueño dentro de otro sueño, un sueño largo y extraño que ni siquiera él, que tenía tanto talento para interpretar las visiones de la gente en la quietud de la noche, podría comprender…
[Fin]
Durante su reunión con la maestra Rong, Jan Liseiwicz repitió con insistencia que era preciso convencer a Jinzhen, en la medida de lo posible, para que no hiciera caso de las tentaciones y volviera a emprender su trabajo sobre la inteligencia artificial. Tras las despedidas, el profesor se quedó mirando a la maestra Rong mientras se alejaba. De repente, decidió escribirle a Jinzhen, y en ese instante se dio cuenta de que no tenía sus señas. Entonces llamó a gritos a la maestra Rong y le pidió su dirección. Ella le preguntó a su acompañante si podía revelársela o no, y, tras obtener su autorización, se la dio. Esa noche, Liseiwicz le escribió una carta breve a Jinzhen. Tras enseñársela primero a su acompañante personal y después al guardia chino, y de recibir el permiso de ambos para enviarla, la echó en un buzón.
La carta llegó a la Unidad 701 por la ruta habitual. La decisión de permitir a Jinzhen su lectura dependía enteramente de su contenido. Al ser una unidad ultrasecreta, el Partido inspeccionaba todas las comunicaciones personales; era uno de los muchos aspectos en que la unidad se diferenciaba de las demás. En cualquier caso, cuando los miembros del equipo de vigilancia abrieron la carta de Liseiwicz, su primera impresión fue de perplejidad, porque estaba escrita en inglés. Eso fue suficiente para ponerlos en guardia y hacer que se tomaran la carta particularmente en serio. Informaron de inmediato al jefe del equipo, que solicitó su traducción a las autoridades competentes.
El texto original ocupaba toda una página, pero su traducción al chino no pasaba de un par de líneas. Decía lo siguiente:
Querido Jinzhen:
He vuelto a China a instancias de mi suegra, y en este momento me encuentro en la capital provincial. Me han dicho que te has marchado de la universidad y que ahora tienes otro tipo de trabajo. No sé qué estás haciendo, pero por el grado de secretismo que te rodea (incluida la dirección que me han dado) no me cabe la menor duda de que estás desarrollando algún tipo de trabajo importante para una unidad ultrasecreta, lo mismo que yo hace alrededor de veinte años. Por simpatía y amor a mi pueblo, cometí un terrible error hace veinte años y acepté la misión que me encargó cierto país. [Puesto que Liseiwicz era judío, probablemente se refería al Estado de Israel.] Puede decirse que aquella misión me arruinó la vida. Por mi propia experiencia y porque te conozco, me preocupa mucho tu actual situación. Tu inteligencia es superlativa, pero también frágil. Sería desastroso para ti tener que trabajar en circunstancias que te sometan a presión y control externo. Ya has conseguido resultados impresionantes en tus investigaciones sobre inteligencia artificial, y si sigues adelante, estoy seguro de que la fama y la gloria te aguardan. No deberías permitir que te desvíen en otra dirección. Si te es posible, espero que escuches mis consejos y vuelvas a tu trabajo anterior.
JAN LISEIWICZ
13 de marzo de 1957
Hotel Amistad, en la capital provincial
Era evidente que el contenido de la carta guardaba relación con el modo en que Rong Jinzhen había reaccionado a su reclutamiento para la Unidad 701. Las personas que la leyeron (entre ellas los directores del proyecto) comprendieron enseguida la razón por la que Rong Jinzhen parecía tan poco dispuesto a trabajar. Alguien le estaba aconsejando que volviera a su campo de investigación original. ¡Y ese alguien era Jan Liseiwicz, el profesor extranjero!