Lo mismo que la maestra Rong, Zheng el Cojo fue una de las personas que hizo posible que yo pudiera escribir este libro. Lo entrevisté mucho antes que a ella y nos hicimos amigos. Para entonces ya había pasado de los sesenta años y la piel envejecida y reseca hacía que se le marcaran claramente los huesos de la cara. La edad también le había agravado el problema de la pierna mala, y ya no podía disimular el defecto con una suela más gruesa en el zapato izquierdo, por lo que se veía obligado a andar con bastón. La gente decía que el bastón le confería un aspecto solemne y majestuoso, pero yo creo que él ya tenía de por sí un aire impresionante y que el bastón no le añadía ni le quitaba nada. Cuando lo conocí, era la persona más importante de la Unidad 701, el jefe supremo. Por el puesto que ocupaba, nadie se atrevía a llamarlo Zheng el Cojo. Aunque él mismo lo hubiera pedido, nadie se habría atrevido a obedecerlo. Por su categoría y su edad, había infinidad de maneras más adecuadas de llamarlo: «director», «jefe», «señor»…
De hecho, la gente utilizaba ese tipo de términos respetuosos. Sin embargo, él solía decir de sí mismo que era el «director baldado». A decir verdad, todavía sigo sin saber su nombre completo, porque había demasiadas maneras de llamarlo, algunas vulgares y otras respetuosas: el título de su cargo, sus nombres falsos, su nombre en código… ¡Tenía montones de nombres! Era como si el real fuera totalmente superfluo. Hacía siglos que no lo usaba. Parecía como si lo hubiera desechado por inútil. Por supuesto, dada mi posición, yo siempre usé un término respetuoso para dirigirme a él: «director Zheng».
—Director Zheng —le decía—. Director Zheng.
Ahora os voy a contar uno de los secretos del director Zheng: tenía siete números de teléfono. ¡Tenía tantos como nombres! De todos esos números, me dio dos, y a mí me pareció más que suficiente. Uno de ellos era el de su secretario, que contestaba en cuanto sonaba el teléfono. Me resultaba muy útil, porque, cuando quería hablar con el director Zheng, podía llamar para decírselo. Eso no significaba que él fuera a ponerse al teléfono para contestarme. A veces me contestaba y a veces no. Dependía de la suerte.
Después de entrevistar a la maestra Rong, llamé a los dos números que el director Zheng me había dado mucho tiempo atrás. En el primer teléfono no contestó nadie, y cuando llamé al segundo, me pidieron que esperara un momento. Eso quería decir que había tenido suerte. Al cabo de un momento, el director Zheng se puso al teléfono y me preguntó qué se me ofrecía. Le dije que todavía hoy la gente de la universidad seguía pensando que Rong Jinzhen había desempeñado un papel fundamental en la construcción de nuestra primera bomba atómica. Me preguntó qué demonios estaba diciendo, y yo le respondí que, si bien Jinzhen había prestado grandes servicios a la patria, estaba condenado a ser un héroe desconocido, porque su trabajo había sido secreto. Y añadí que, por la naturaleza confidencial de su labor, la gente le atribuía logros más importantes de los que había conseguido, ya que, de hecho, le asignaban un papel destacado en nuestro programa nuclear. En ese momento, un grito de rabia al otro lado de la línea telefónica interrumpió mi discurso.
—Pero ¿qué diablos está diciendo? —aulló el director Zheng—. ¿Acaso cree que es posible ganar una guerra únicamente con armas nucleares? ¡Con Rong Jinzhen, habríamos podido ganar prácticamente cualquier guerra en la que hubiésemos participado! El programa nuclear era una manera de enseñar al mundo nuestro poderío, como cuando una chica se pone una flor en el pelo para volverse más atractiva. Pero lo que hacía Rong Jinzhen era observar a la gente. Él era capaz de distinguir los latidos de los corazones en el viento y sabía desentrañar los secretos más ocultos. Por eso le digo, desde un punto de vista exclusivamente militar, que el trabajo de Rong Jinzhen tenía para nosotros una importancia práctica mucho mayor que cualquier arma nuclear.
Rong Jinzhen era criptógrafo.
[Transcripción de la entrevista al director Zheng]
La criptografía consiste en el esfuerzo de un genio por descubrir lo que ha ideado otro genio, con resultados devastadores.
Para triunfar en ese proceso misterioso y arriesgado, es preciso contar con las mejores mentes disponibles. El trabajo es aparentemente simple: hay que tratar de descifrar los secretos ocultos en una sucesión de números arábigos. Dicho así, parece divertido, como un juego. Pero ese juego ha arruinado la vida de muchos hombres y mujeres de inteligencia superior… Ese es el aspecto más impresionante de la criptografía.
También es su tragedia. En la historia del esfuerzo humano, la mayoría de los genios han ido a enterrarse en el campo de la criptografía. Dicho de otro modo, tras destruir un genio tras otro, después de destruir una generación tras otra de mentes geniales, lo único que nos queda son los códigos. No imagina cuántas mentes privilegiadas han tenido que unir sus fuerzas. Pero no lo han hecho para demostrar de lo que eran capaces, sino para sufrir y morir en el intento. No le extrañe si la gente dice que la criptografía es la profesión más desoladora y terrible del mundo.
[Continuará]
Cuando Rong Jinzhen se encontró medio dormido dentro del coche que se lo llevaba de la universidad, al alba de aquel día de verano de 1956, ni siquiera sospechaba que el hombre arrogante que estaba sentado frente a él lo obligaría a pasar el resto de su vida trabajando en el mundo secreto y desoladoramente difícil de la criptografía. Tampoco sabía que su compañero de viaje, que para los otros estudiantes no era más que el cojo que se había puesto a bailar bajo la lluvia, era en realidad un hombre muy importante, aunque rodeado de misterio. Era el jefe de la sección de criptografía de la Unidad Especial 701, o, por decirlo de otro modo, el superior inmediato de Rong Jinzhen. Después de un rato circulando por las calles de la ciudad, el jefe pensó que sería bueno hablar con su nuevo subordinado, pero, quizá debido al dolor de la despedida, no consiguió arrancarle ni una sola palabra. La potente luz de los faros del coche brillaba en la oscuridad e iluminaba el camino, pero sobre ellos pesaba una extraña sensación de mal augurio.
Cuando finalmente amaneció, el coche había salido de la ciudad y rodaba por la carretera nacional XX, lo que alarmó en gran medida a Rong Jinzhen, que no hacía más que mirar a un lado y a otro. «¿No se suponía que debía quedarme en la misma ciudad? —pensaba—. La dirección que me dieron era un apartado de correos de la ciudad, el apartado 36. ¿Por qué vamos ahora por una carretera nacional?». Cuando la tarde anterior Zheng el Cojo se lo había llevado para rellenar el papeleo relacionado con su contrato, el coche había dado mil vueltas (e incluso le habían pedido que se pusiera gafas oscuras para no ver por dónde iban), pero estaba seguro de que no habían salido de los límites de la ciudad. En ese momento, mientras el coche circulaba a toda velocidad por la carretera, se dio cuenta de que debían de dirigirse a un lugar muy alejado. Desconcertado, preguntó:
—¿Adónde vamos?
—A la unidad.
—¿Dónde es eso?
—No lo sé.
—¿Está lejos?
—No lo sé.
—¿No vamos al mismo sitio que ayer?
—¿Tú sabes adónde fuimos ayer?
—Sé que estaba dentro de la ciudad.
—Ya has quebrantado el juramento…
—Pero…
—Nada de peros. ¡Repite la primera parte del juramento!
—Todos los lugares adonde vaya y todo lo que vea y oiga tendrán consideración de información secreta y no podré mencionárselos a nadie.
—De ahora en adelante, no olvides nunca el juramento: todo lo que veas u oigas será máximo secreto.
Al anochecer, el coche aún seguía por la carretera. A lo lejos se veían luces dispersas, que hacían pensar en una población de medianas dimensiones. Rong Jinzhen lo observaba todo con mucha atención, porque quería averiguar dónde estaba, pero Zheng el Cojo le indicó que se pusiera las gafas oscuras. Cuando le permitió quitárselas, el coche circulaba por una carretera de montaña con muchas curvas, todas ellas muy cerradas. A ambos lados del camino se veían bosques y montes, pero ni un solo cartel o cualquier otro tipo de referencia que pudiera indicar dónde se encontraban. La oscuridad avanzaba, y la carretera era estrecha y sinuosa. Los faros del vehículo iluminaban la noche con una luz clara y deslumbrante que parecía concentrada y fija sobre el suelo. A veces se hubiera dicho que el motor no hacía avanzar al coche, sino que las propias luces lo arrastraban. Siguieron circulando por la carretera durante una hora más, aproximadamente. A lo lejos, Rong Jinzhen divisó un par de luces en la ladera de la montaña oscura. Era su destino.
No había ningún cartel en la puerta. El hombre que abrió la verja era manco; una cicatriz violácea le atravesaba la cara, desde la oreja izquierda hasta el pómulo derecho, pasando por el puente de la nariz. Cuando Rong Jinzhen lo vio, recordó de inmediato las historias de piratas que había leído en la infancia. Los edificios circundantes, envueltos en la oscuridad, estaban sumidos en el silencio más completo. Su imagen le trajo a la memoria los castillos medievales que ocupaban un lugar destacado en los cuentos de hadas extranjeros. Dos personas salieron de las tinieblas como dos fantasmas. Una de ellas era una mujer, como descubrió Rong Jinzhen cuando se aproximaron un poco más. La mujer se acercó para estrecharle la mano a Zheng el Cojo, mientras el hombre empezaba a descargar del coche su equipaje.
Zheng el Cojo hizo las presentaciones. Asustado y cansado como estaba, Rong Jinzhen no oyó el nombre de la mujer. Solamente entendió que era la jefa de algún tipo de departamento y que dirigía el lugar donde se encontraban. Zheng el Cojo le dijo que estaban en el centro de instrucción de la Unidad 701, al que debían asistir los camaradas nuevos, para recibir la formación política y militar necesarias antes de incorporarse a la Unidad 701.
—Cuando hayas finalizado la instrucción básica, enviaré a alguien a buscarte. Espero que termines pronto y que en poco tiempo puedas ser un verdadero miembro de la Unidad 701.
Después de despedirse, se metió en el coche y se marchó. Se comportó casi como un tratante de esclavos. Tras recoger la mercancía en otro punto del país y entregarla al comprador, se desentendió de todo el asunto sin la menor vacilación.
Una mañana, alrededor de tres meses después, cuando Rong Jinzhen se estaba levantando de la cama, oyó el ruido de una motocicleta que se acercaba y se detenía delante de su dormitorio. Al cabo de un momento, llamaron a su puerta. Era un hombre joven que le dijo:
—El jefe de sección Zheng me ha enviado a buscarte. Prepárate para venir conmigo.
La moto se lo llevó, pero no hacia la puerta de entrada, sino hacia el interior del complejo. Al cabo de un momento, estaban adentrándose en las profundidades de una cueva en la montaña, un vasto sistema de galerías que se extendía en todas direcciones. Cada túnel parecía conducir a otro, como en un laberinto. La motocicleta siguió su camino y, unos diez minutos después, se detuvo delante de una puerta de acero con el dintel curvo. El conductor se bajó de la moto, entró por la puerta y, al poco rato, volvió a salir. Enseguida se pusieron en marcha una vez más y, tras un breve recorrido, la moto salió por el otro lado del complejo subterráneo. Un conjunto de edificios varias veces más grande que el centro de instrucción se desplegó ante ellos. Allí tenía su sede la misteriosa y secreta Unidad Especial 701, donde Rong Jinzhen tendría que pasar el resto de su vida. Su trabajo se desarrollaría al otro lado de la puerta de acero de dintel curvo junto a la cual se había detenido la moto pocos minutos antes. La gente llamaba a ese edificio el Complejo Norte, mientras que el Complejo Sur era el centro de instrucción. El Complejo Sur era la puerta de acceso al Complejo Norte, y era también su garita de vigilancia, ya que todo el conjunto daba la impresión de ser una ciudadela amurallada y rodeada por un foso, accesible únicamente a través de un único puente levadizo. Los que no superaban la instrucción en el Complejo Sur ni siquiera podían echar un vistazo al Complejo Norte. Para ellos, el puente levadizo no bajaba nunca.
La motocicleta siguió adelante y, al final, se detuvo frente a un edificio de ladrillo con la fachada totalmente cubierta de hiedra. Un delicioso aroma a comida le hizo saber a Rong Jinzhen que se encontraba en el comedor. Casualmente, Zheng el Cojo estaba comiendo en la sala. Cuando vio a Jinzhen por la ventana, se levantó y salió a recibirlo, sosteniendo aún un panecillo en la mano. Lo saludó y lo invitó a pasar.
Rong Jinzhen todavía no había desayunado.
El comedor estaba lleno de gente de toda clase: hombres y mujeres, jóvenes y viejos. Algunos vestían uniformes militares, otros iban de paisano, y los había incluso que vestían uniformes del cuerpo de policía. Durante el tiempo que había pasado en el centro de instrucción, Rong Jinzhen había tratado de averiguar en qué tipo de unidad se encontraba, cómo estaba organizada y si era militar o dependía del gobierno local. En ese momento, observando la escena que tenía ante sí, se sintió totalmente confuso. «Esta característica debe de ser uno de los rasgos distintivos de toda unidad especial —pensó—. De hecho, en toda unidad especial de cualquier agencia secreta debe haber necesariamente muchos rasgos inusuales. El secretismo es su elemento más básico y siempre tiene que estar presente, como una nota musical que vibra en el ambiente».
Zheng el Cojo lo llevó a través de la sala principal del comedor, hasta un reservado. La mesa ya estaba servida para el desayuno: leche, huevos, panecillos, bollos rellenos y varios acompañamientos.
—Siéntate —le dijo Zheng el Cojo.
Jinzhen se sentó y empezó a comer.
—Mira ahí fuera —prosiguió el hombre—. A los demás no les sirven una comida tan buena como a ti. Y, en lugar de leche, les dan agua de arroz.
Jinzhen levantó la cabeza para mirar. La gente sentada en la sala principal comía con un cuenco en la mano, pero él tenía una taza. Y en la taza había leche.
—¿Sabes por qué? —le preguntó Zheng el Cojo.
—¿Es una manera de darme la bienvenida?
—No. Es porque tu trabajo es mucho más importante que el suyo.
Cuando terminó de desayunar, Rong Jinzhen empezó a trabajar en el campo al que dedicaría el resto de su vida: la criptografía. Sin embargo, hasta ese momento no sabía que le habían asignado esa labor secreta y desoladora. En el centro de instrucción, había recibido un tipo de formación poco corriente. Había tenido que familiarizarse con la historia, la geografía, las relaciones diplomáticas, los cargos gubernamentales, el poderío bélico, las instalaciones militares y la capacidad de defensa del país X, e incluso había tenido que leer una serie de textos para comprender los antecedentes de sus principales figuras políticas y militares. Todo eso no había hecho más que aumentar su curiosidad en cuanto a la naturaleza de su futuro trabajo. Lo primero que pensó fue que iba a investigar un arma secreta desarrollada por el país X con algún objetivo militar especial. Después, supuso que iba a incorporarse a algún tipo de centro de estudios avanzados del Ejército Popular de Liberación, quizá en calidad de secretario de un alto mando militar. A continuación, pensó que tal vez querían convertirlo en experto, y después consideró la posibilidad de otros destinos, ninguno de los cuales le resultaba particularmente atractivo: instructor militar en un país extranjero, agregado militar en alguna embajada, espía… Pensó en toda clase de ocupaciones importantes y poco corrientes que quizá le tuvieran destinadas, pero en ningún caso se le ocurrió la posibilidad de ser criptógrafo.
De hecho, la criptografía no es una ocupación, sino una conspiración, o más bien una trampa dentro de una conspiración.