Jinzhen empezó a volverse misterioso esa tarde en que Zheng el Cojo y el joven Lillie se encerraron en el estudio para hablar en privado. Esa misma tarde, Zheng el Cojo vino a recoger al muchacho en su jeep, se lo llevó un momento y no lo devolvió hasta la noche. Jinzhen regresó a casa en un coche corriente, y ya entonces tenía un aire de secretismo en la expresión. Enfrentado a las miradas indagadoras de su familia, dejó pasar bastante tiempo antes de decir algo. Todo lo que hacía parecía impregnado de misterio. No había estado más de dos horas a solas con Zheng el Cojo y ya era como si una cuña se hubiera interpuesto entre él y su familia. Al cabo de un rato muy largo y tras oír las insistentes preguntas del joven Lillie, suspiró profundamente y, después de titubear un momento, dijo con el mismo respeto de siempre:
—Profesor, creo que me ha enviado a un lugar donde realmente no encajo.
Hablaba en tono ligero, pero las palabras tenían implicaciones profundas que horrorizaron a todos los presentes: al joven Lillie, a su mujer y a la maestra Rong. Ninguno sabía qué decir.
Finalmente, habló la señora Lillie:
—Si no quieres ir, no vayas. No es ninguna obligación.
—Tengo que ir —replicó Jinzhen.
—No digas tonterías. Él es él y tú eres tú —dijo ella, refiriéndose al joven Lillie—. Si él quiere que hagas algo, no significa que tú automáticamente tengas que estar de acuerdo. Escúchame bien. Decide por ti mismo lo que quieres hacer. Si quieres irte, entonces vete; pero si quieres quedarte, no te vayas. Yo hablaré con ellos.
—No servirá de nada —objetó Jinzhen.
—¡Claro que servirá! ¿Por qué no iba a servir?
—Si ellos quieren que vaya, no tengo derecho a negarme.
—¿Qué tipo de unidad de trabajo es esa? ¿Quién tiene tanto poder?
—No tengo autorización para decírtelo.
—¿No tienes autorización para decírselo a tu propia madre?
—No puedo decírselo a nadie. Lo he jurado…
En ese momento, el joven Lillie entrechocó una vez las manos y se puso de pie.
—Muy bien —dijo con mucha seriedad—. En ese caso, no debes decir ni una palabra más. ¿Cuándo te marchas? ¿Ya está decidido? Tenemos que preparar tus cosas para el viaje.
—Me voy mañana por la mañana, antes de que amanezca —respondió Jinzhen.
Nadie pudo dormir esa noche, porque tuvieron que pasar las horas reuniendo y guardando las pertenencias de Zhendi. Hacia las cuatro de la madrugada, todo estaba ordenado en cajas y bolsas. Sus libros y su ropa de invierno ocupaban dos cajas grandes de cartón. Sólo faltaba guardar algunos efectos de uso diario que el muchacho podía necesitar. Aunque tanto Jinzhen como el joven Lillie insistieron en que podría comprar lo que le hiciera falta cuando llegara a su destino, las dos mujeres estaban empeñadas en seguir preparando el equipaje, y siguieron subiendo y bajando la escalera, exprimiéndose el cerebro y pensando en todo lo que podía necesitar. Primero cogieron una radio; después, varios paquetes de cigarrillos y, finalmente, una bolsa con hojas de té y un botiquín de primeros auxilios. Con todo eso llenaron un maletín de cuero. En torno a las cinco de la mañana, se encontraron los cuatro en la planta baja. La señora Lillie estaba al borde de la histeria. No se veía capaz de prepararle el desayuno a Jinzhen esa mañana, por lo que le pidió a su hija que lo hiciera en su lugar. La acompañó y se sentó con ella en la cocina, para explicarle exactamente lo que tenía que hacer. Pero no lo hizo porque la maestra Rong no supiera cocinar, sino porque se trataba de una comida muy especial: era la despedida de Jinzhen. La señora Lillie quería que esa última comida incluyera cuatro importantes elementos.
No era más que un cuenco de sopa, pero representaba las esperanzas de la buena señora y sus mejores deseos para Jinzhen. Cuando esa humeante sopa cargada de simbolismo estuvo servida en el comedor, la señora Lillie llamó a Jinzhen a la mesa. Sacó del bolsillo un pendiente de jade en forma de tigre agazapado y se lo puso al muchacho en la mano, diciéndole que tomara primero la sopa y después se atara el pendiente al cinturón, para que le diera buena suerte. Justo en ese momento, oyeron que un coche estacionaba delante de la puerta. Al cabo de unos instantes, entraron Zheng el Cojo y su chófer. Después de saludar a los presentes, Zheng ordenó al chófer que cargara las cajas en el coche.
Jinzhen siguió tomando la sopa en silencio. Desde que había empezado a comer, no había dicho ni una palabra. El tipo de silencio que reinaba en el comedor era el que se percibe cuando alguien tiene mucho que decir pero no sabe por dónde empezar. Incluso después de terminarse los fideos, Jinzhen siguió sin abrir la boca. Era evidente que no tenía intención de levantarse de la mesa.
Zheng el Cojo se le acercó y le dio unas palmadas en la espalda, como si fuera completamente dueño de la situación.
—Ya es hora de que te despidas. Te estaré esperando en el coche —dijo, y, tras decir adiós al joven Lillie, a su esposa y a la maestra Rong, se marchó.
La habitación se quedó en silencio. Los cuatro presentes se miraban sin decir nada. Las miradas eran fijas y concentradas. Jinzhen aún sostenía la figurita de jade y la acariciaba con una mano. Era el único movimiento que se apreciaba en todo el comedor.
Entonces la señora Lillie le dijo:
—Átate el pendiente al cinturón, Zhendi. Te dará buena suerte.
Jinzhen se llevó el tigre de jade a los labios, lo besó y empezó a atárselo al cinturón.
Pero el joven Lillie se lo quitó de las manos y dijo:
—Sólo un tonto esperaría que una figurita de jade le trajera buena suerte. Tú eres un genio y vas a construir tu propia suerte.
Sacó la pluma Waterman que había usado durante casi medio siglo y se la puso a Jinzhen en las manos, diciendo:
—Esto te será mucho más útil. Te servirá para tomar nota de tus ideas. Si no dejas que se te escapen y se pierdan, descubrirás que nadie puede superarte.
Jinzhen hizo lo mismo que antes. Besó la pluma en silencio y se la guardó en el bolsillo delantero de la chaqueta. En ese momento, se oyó en la calle un breve toque de claxon, brevísimo. Jinzhen no pareció advertirlo, porque se quedó sentado, sin moverse.
—Quieren que te des prisa —le dijo el joven Lillie—. Tienes que irte.
Jinzhen siguió inmóvil.
Entonces el joven Lillie le dijo:
—Vas a trabajar para la patria. Deberías sentirte feliz.
Tampoco entonces reaccionó Jinzhen. Siguió sentado, sin mover un músculo.
—Esta casa es tu hogar —dijo el joven Lillie—. Sin embargo, aunque te vayas de aquí, estarás en tu patria. El que no tiene patria no tiene hogar. Vete. Te están esperando.
Jinzhen no se movió. Era como si el dolor de la despedida lo hubiera clavado a la silla. ¡No podía moverse!
Se oyó otro toque de claxon del coche que esperaba fuera, mucho más largo esta vez. El joven Lillie se dio cuenta de que Jinzhen no daba signos de querer moverse, por lo que miró a su mujer, para que ella le dijera algo.
La señora Lillie se acercó al muchacho y le apoyó con suavidad las dos manos sobre los hombros.
—Ahora vete, Zhendi. Tienes que irte. Esperaré tus cartas.
Pareció como si el tacto de las manos de la anciana lo hubiera despertado. Con un curioso movimiento titubeante, se puso de pie y echó a andar, como sumido en un trance. Cuando llegó a la puerta, se volvió de repente y cayó de rodillas con un golpe seco, y se puso a hacer reverencias a la pareja, tocando el suelo con la frente. Con voz ahogada por las lágrimas, dijo:
—Mamá, ahora tengo que irme, pero, aunque me vaya al fin del mundo, seguiré siendo tu hijo…
Eran las cinco de la mañana del 11 de junio de 1956. Jinzhen, que durante los diez años anteriores había sido la estrella de la Facultad de Matemáticas, el hombre que discretamente se había convertido en uno de los elementos más importantes de la Universidad N, se levantó y partió en un viaje misterioso del que nunca iba a regresar. Antes de irse, pidió permiso a los dos ancianos para cambiarse el nombre. En lo sucesivo, quería llamarse Rong Jinzhen. Dijo adiós a su familia y emprendió una nueva vida con un nombre nuevo. Una despedida que ya era emotiva se volvió entonces todavía más triste, como si las dos partes comprendieran que no se trataba de una separación común y corriente. Rong Jinzhen se iba y nadie sabía adónde se marchaba. Justo cuando empezaba a rayar el alba, se montó en el jeep y el vehículo arrancó, llevándoselo a otro mundo. Sencillamente, desapareció. Fue como si su nuevo nombre y su nueva identidad fueran una especie de hacha que cayera sobre su vida, para separar el pasado del futuro, marcando el instante de su partida del mundo conocido. Lo único que se supo fue que se había marchado a otro lugar. Sólo dejó una dirección de contacto: apartado de correos 36, en la capital provincial.
Si era cierto que estaba en la capital provincial, entonces estaba muy cerca de su familia, casi al lado.
Pero nadie sabía adónde se había ido en realidad.
[Transcripción de la entrevista a la maestra Rong]
Pregunté a un par de antiguos alumnos míos que trabajaban en la administración de correos si sabían a qué unidad de trabajo correspondía el apartado 36 y dónde estaba. Me dijeron que no lo sabían. Parecía un dato inaccesible a la mente humana. Al principio, todos pensábamos que se trataba de un apartado de correos asociado a una dirección de la ciudad; sin embargo, cuando recibimos la primera carta de Zhendi, comprendimos que la dirección en la capital provincial era un artificio. Si hubiese estado tan cerca, la carta no habría tardado tanto tiempo en llegar. Era una dirección falsa, pensada para despistar. Zhendi podía estar muy lejos de nosotros, quizá mucho más de lo que imaginábamos.
La primera carta que nos escribió estaba fechada tres días después de su partida, pero la recibimos doce días más tarde. En el sobre no había ninguna indicación de la dirección del remitente. Donde tenía que haber estado ese dato figuraba únicamente una frase de Mao Zedong «¿Quién se atreve a crear un nuevo cielo para el Sol y la Luna?», impresa con la caligrafía de Mao, en tinta roja. Lo más raro de todo era que la carta no estaba franqueada en origen, y el único sello que podía verse era el de la estafeta de destino. Las cartas que recibimos a partir de entonces fueron siempre iguales, con el mismo tipo de sobre, la misma ausencia de franqueo en origen y el mismo tiempo de tránsito: unos ocho o nueve días, más o menos. Al principio de la Revolución Cultural, la frase de Mao Zedong fue sustituida por un verso de una canción muy popular en aquella época: «Para atravesar el océano, confiamos en el Timonel». Todo lo demás siguió igual.
¿Qué significa trabajar para la seguridad nacional? Pude averiguarlo, al menos en una pequeña parte, por las cartas que Zhendi nos enviaba.
En diciembre del año en que se marchó, hubo una tormenta espantosa y la temperatura cayó en picado. Después de cenar, papá nos dijo que le dolía un poco la cabeza, quizá por el cambio de tiempo. Se tomó dos aspirinas y subió a acostarse antes de lo acostumbrado. Un par de horas más tarde, cuando mamá subió al dormitorio, lo encontró tumbado en la cama, sin pulso ni respiración, pero con el cuerpo aún caliente. Esa forma de morir… Por un momento nos pareció como si las aspirinas que se había tomado antes de irse a dormir hubieran sido de arsénico. De hecho, él sabía muy bien que su centro de investigación sobre inteligencia artificial no tenía futuro desde que Zhendi se había marchado. El suicidio habría podido ser una salida.
Pero no fue lo que sucedió. Mi padre murió de hemorragia cerebral.
Nos costó decidir si debíamos llamar a Zhendi para que viniera. Después de todo, hacía muy poco que se había ido y estaba trabajando en un lugar misterioso, dirigido por gente muy poderosa. Además, sabíamos que estaba muy lejos, ya que para entonces habíamos descubierto que Zhendi no estaba en la capital provincial. Al final, mamá decidió llamarlo.
—Se llama Rong y me considera su madre —dijo—. Por lo tanto, es mi hijo, y como su padre ha muerto, tenemos que llamarlo.
Así pues, le enviamos un telegrama para pedirle que viniera al funeral.
Pero no vino Zhendi, sino un desconocido, cargado con una enorme corona de flores, que depositó en nombre de Rong Jinzhen. Era la más grande de todas las coronas del funeral, pero no nos sirvió de mucho consuelo. Todo el asunto nos afligió enormemente. Conociendo a Zhendi como lo conocíamos, sabíamos que, si le hubiera sido posible, le habría gustado acudir en persona. Era un hombre de principios. Si creía en la necesidad de hacer algo, encontraba la manera de hacerlo. No era el tipo de persona que se deja desanimar por los inconvenientes o las dificultades. Les dimos muchas vueltas a las posibles causas de que no viniera al funeral. No sé por qué (quizá por las evasivas del hombre que vino en su lugar), pero en ese momento tuve la sensación de que era muy poco probable que Zhendi volviera algún día, sin importar lo que pudiera pasarnos. El desconocido nos dijo que era muy amigo de Zhendi y que había venido en su nombre, pero no podía responder a ninguna de nuestras preguntas. Había cosas que no sabía y otras que no tenía autorización para contar. Todo resultaba muy extraño. Muchas veces me pregunté si no le habría pasado algo a Zhendi. Llegué a sospechar que había muerto, sobre todo desde que sus cartas se volvieron mucho más breves y espaciadas. Así seguimos, año tras año. Recibíamos cartas suyas, pero nunca podíamos verlo. Estaba cada vez más convencida de que había muerto. Trabajar en una organización secreta cuyo cometido era preservar la seguridad de la nación era un gran honor y una gloria enorme, pero yo sabía que ese tipo de organizaciones disponían de medios para hacer creer a la familia de un muerto que aún estaba vivo. Era una manera de demostrar la magnitud de su poder y la importancia de su trabajo. Fuera como fuese, a medida que pasaron los años y Zhendi siguió sin volver a casa, y nosotros seguimos sin verlo ni oír su voz, me fui convenciendo cada vez más de que no regresaría nunca, y las cartas no hicieron nada para persuadirme de lo contrario.
En 1966, estalló la Revolución Cultural, y al mismo tiempo hizo explosión la mina que el destino había plantado bajo mis pies varias décadas antes. Primero colgaron en la universidad un cartel enorme, con una leyenda escrita en grandes caracteres donde se me acusaba de seguir enamorada de él. [La maestra Rong se refiere a su antiguo novio.] Después, empezaron a circular comentarios totalmente ridículos y ofensivos. Decían que yo nunca me había casado porque lo estaba esperando, y que amarlo a él significaba amar al Kuomintang. La gente me llamaba espía y puta del Kuomintang. Decían todo tipo de cosas horribles de mí, sin ningún pudor, y las repetían como si fueran hechos probados.
La tarde del día en que colgaron aquel cartel, un grupo de una veintena de estudiantes hizo un confuso intento de rodear mi casa. Intimidados tal vez por la reputación de papá, se quedaron gritando en la calle y no trataron de forzar la puerta. Al cabo de unas horas, vino el rector y les ordenó que se retiraran. Hasta ese momento, yo nunca había tenido problemas. Pensé que ahí terminaría todo y me alegré de que los estudiantes no se hubieran comportado demasiado mal.
Pero volvieron al cabo de un mes y para entonces ya no eran una veintena, sino doscientos o trescientos. Habían hecho arrestar a varias autoridades de la universidad, entre ellas al rector. Irrumpieron en casa, me agarraron y me sacaron a rastras a la calle. Una vez fuera, me pusieron un capirote con la leyenda «puta del Kuomintang» y me subieron a un carro con otros «enemigos del pueblo» como yo. Después, nos pasearon por la ciudad, exhibiéndonos como criminales, para edificación de las masas. Cuando terminó el espectáculo, me encerraron en unos lavabos, junto con una profesora de la Facultad de Química, acusada de prácticas inmorales y corrupción burguesa. Durante el día, nos sacaban y nos golpeaban, y por la noche nos devolvían a nuestra cárcel, donde se suponía que debíamos escribir nuestra autocrítica. Después de un tiempo, nos raparon la mitad de la cabeza, al estilo yin-yang, dejándonos con un aspecto indescriptible. Mi madre vio una vez cómo me exhibían como «enemiga del pueblo» y fue tal su horror que no lo pudo soportar y se desmayó.
Se la llevaron al hospital, sin que yo supiera si estaba viva o muerta. Yo misma estaba a un paso de la muerte. Esa noche, le escribí secretamente a Zhendi un mensaje de una sola línea: «Si estás vivo, vuelve para rescatarnos». Lo firmé con el nombre de mi madre. Al día siguiente, uno de mis alumnos, apenado por mí, me ayudó a mandarlo. Tras enviar el telegrama, podían pasar varias cosas. Lo más probable era que nunca recibiera respuesta. Lo siguiente en grado de probabilidad era que viniera un desconocido, como el que se presentó en el funeral de mi padre. Lo que jamás habría imaginado era que Zhendi fuera a venir personalmente, ni menos aún que fuera a venir tan rápido…
[Continuará]
Aquel día, la maestra Rong y su colega estaban siendo exhibidas como «enemigas del pueblo» delante de la Facultad de Química. Tenían que permanecer de pie en la escalera del edificio principal, con capirotes en la cabeza y pesadas tablillas de madera colgadas del cuello. A sus costados había carteles y banderas rojas, y delante de ellas se apiñaba un nutrido grupo de profesores y estudiantes de la Facultad de Química —unos doscientos en total—, sentados sobre esteras en el suelo. Los que habían sido escogidos como oradores se levantaron. Todo el acto parecía cuidadosamente organizado.
Tras el comienzo, a las diez en punto de la mañana, se fueron alternando interrogatorios a las dos profesoras y descripciones de sus fechorías. A mediodía, llegó la comida y todos los participantes almorzaron allí mismo. Después, la maestra Rong y la otra profesora tuvieron que recitar una serie de máximas y pensamientos de Mao Zedong. A las cuatro de la tarde, ninguna de las dos podía mantenerse en pie, por lo que optaron por arrodillarse en el suelo, a falta de otra cosa mejor. Fue entonces cuando se acercó al grupo un jeep con matrícula militar, que se detuvo delante del edificio de la Facultad de Química, convirtiéndose en el blanco de todas las miradas. Tres hombres se apearon del vehículo. Dos de ellos, muy altos, se habían situado a los lados del tercero, mucho más bajo, como si fueran los dos arcos de un paréntesis. Los tres se encaminaron hacia el centro de la «sesión de lucha contra los enemigos del pueblo». Cuando llegaron a la escalera del edificio, dos miembros de la Guardia Roja intentaron detenerlos y les pidieron que se identificaran. El hombre más bajo, en el centro, dijo en tono neutro:
—Hemos venido para llevarnos a Rong Yinyi.
—¿Y vosotros quiénes sois?
—Los que se la van a llevar.
Uno de los guardias rojos, irritado por la actitud despreocupada del hombre más bajo, le advirtió con voz estentórea:
—Es una puta del Kuomintang. ¡No os la podéis llevar!
El hombre menudo lo fulminó con la mirada, escupió en el suelo y le espetó:
—Tú sí que eres un hijo de puta. Si ella es del Kuomintang, ¿entonces yo qué soy? ¿Sabes con quién estás hablando? ¿Tienes la más remota idea? Te digo que ella se viene conmigo. ¡Quítate de en medio!
Mientras hablaba, iba apartando a la gente que le bloqueaba el camino y subía los peldaños.
En ese momento, alguien al fondo gritó:
—¿Cómo se atreve a insultar a la Guardia Roja? ¡Se merece una paliza!
En un abrir y cerrar de ojos, todos estaban de pie, forcejeando entre ellos para golpear salvajemente al recién llegado. Si nadie hubiera intervenido, lo habrían matado. Por fortuna, los dos hombres que lo acompañaban se interpusieron para protegerlo. Eran altos y fuertes, y bastaba observar sus movimientos para notar enseguida que eran expertos en artes marciales. A golpes y empujones, consiguieron mantener a raya a los atacantes. El hombre más bajo quedó en el centro de un círculo, mientras los otros dos lo protegían con sus cuerpos, como guardaespaldas, gritando al mismo tiempo:
—¡Trabajamos para Mao Zedong! ¡Los que nos ataquen están atacando a Mao y a la Guardia Roja! ¡Pertenecemos a la guardia del camarada Mao! ¡Apartaos! ¡Apartaos!
Con mucho coraje y persistencia, lograron arrancar al hombre más bajo de las garras de la multitud. Uno de ellos echó a correr con él, sin dejar de protegerlo con el cuerpo. El otro también corrió tras ellos, pero de pronto se volvió y sacó una pistola. Apuntó al aire e hizo un único disparo. Después gritó:
—¡Quietos todos! ¡Nos ha enviado el presidente Mao!
El ruido del disparo paralizó a la multitud. Todos se quedaron mirando al hombre boquiabiertos. Al fondo de la muchedumbre, alguien gritó que la Guardia Roja no tenía miedo a la muerte y que no había nada que temer. Parecía como si la situación fuera a empeorar una vez más, hasta que el hombre enseñó la prueba de lo que decía: un sobre con membrete rojo y un gran sello oficial. Sacó el documento que había dentro y lo levantó con el brazo extendido, para que todo el mundo lo viera.
—¿Lo veis? ¡Nos envía Mao Zedong! ¡El propio Mao nos ha confiado esta misión! ¡El que se atreva a causar problemas será arrestado! Pero teniendo en cuenta que todos estamos de parte del presidente Mao, ¿no podemos sentarnos para hablar tranquilamente de este asunto? Voy a pedir a los camaradas que estén al mando que se pongan de pie, para poder transmitirles las órdenes enviadas por nuestro líder.
Dos personas se adelantaron, separándose de la multitud. El hombre guardó la pistola y se llevó a los dos dirigentes, para hablar con ellos en privado. Evidentemente, a los dirigentes estudiantiles les pareció bien lo que oyeron, porque, al cabo de un rato, regresaron diciendo que era verdad que los recién llegados trabajaban para el camarada Mao, y les pidieron a todos que volvieran a sentarse. Un poco más tarde, en cuanto se hubo restablecido la calma, regresaron los otros. Uno de los miembros de la Guardia Roja llegó al extremo de salir a su encuentro para recibirlos y estrechar la mano al hombre más bajo. Otro dirigente lo presentó ante la multitud como un héroe de la revolución y pidió para él un fuerte aplauso. La respuesta fue escasa y poco entusiasta, lo que hizo pensar que la heroicidad del visitante no había convencido demasiado a los presentes. Quizá porque temía nuevos problemas, el hombre que había disparado al aire impidió que el héroe se acercara a los estudiantes allí reunidos. Le susurró unas palabras al oído para indicarle que se metiera en el coche, y después le gritó al conductor que arrancara y se lo llevara, mientras él se quedaba para ocuparse de todo.
Cuando el coche empezaba a alejarse, el héroe sacó la cabeza por la ventanilla y gritó:
—¡Hermanita, no tengas miedo! ¡Yo te sacaré de aquí!
Era Jinzhen.
¡Rong Jinzhen!
El sonido de su voz se extendió sobre la multitud. Mientras aún persistían en el aire los últimos ecos, otro jeep con matrícula militar frenó haciendo chirriar los neumáticos delante del vehículo de Rong Jinzhen.
Tres hombres se apearon del todoterreno. Dos de ellos llevaban uniformes del Ejército Popular de Liberación, señal de que eran mandos militares. Los dos fueron directamente hacia el hombre de la pistola, le dijeron un par de palabras al oído y a continuación le presentaron a su acompañante: era el jefe de la Guardia Roja en la universidad; la gente lo llamaba mariscal Yang.
Estuvieron un rato hablando en voz baja junto a los vehículos. Al cabo de un momento, el mariscal Yang fue a reunirse con los otros miembros de la Guardia Roja, con expresión muy seria. No les dijo nada, simplemente levantó el puño y gritó:
—¡Viva Mao Zedong!
Muchos de los presentes repitieron la consigna y la gritaron hasta hacer temblar los edificios. Cuando las voces se apagaron, el mariscal Yang se volvió y subió los peldaños de dos en dos. Una vez arriba, le quitó el capirote y la tabla de madera a la maestra Rong y, dirigiéndose a la asamblea, anunció:
—Juro por el camarada Mao que esta mujer no es una puta del Kuomintang, sino la hermana de un héroe nacional y un camarada revolucionario. —Levantó el puño y volvió a gritar—: ¡Viva Mao Zedong! ¡Viva la Guardia Roja! ¡Vivan nuestros camaradas revolucionarios!
Tras repetir un par de veces cada consigna, se quitó el brazalete de la Guardia Roja y se lo puso a la maestra Rong. Mientras se lo ajustaba en el brazo, otras personas empezaron a gritar las mismas consignas, como un gesto de respeto hacia la maestra Rong. Quizá intentaban protegerla, o tal vez pensaban que ese tipo de consignas podía distraer la atención de la gente. Cualquiera que fuera la razón, lo cierto es que la maestra Rong llegó al final de su carrera tachada de contrarrevolucionaria, entre los gritos de los estudiantes…
[Transcripción de la entrevista a la maestra Rong]
A decir verdad, no reconocí a Zhendi cuando lo vi. Habían pasado diez años desde que se había marchado. Estaba mucho más delgado y llevaba puestas unas gafas antiguas, con lentes gruesas como culos de botella. Parecía un viejo. No imaginé que pudiera ser él, hasta que me llamó «hermanita», y entonces, de repente, lo reconocí. Todavía me parece irreal cuando lo recuerdo. Aún hoy, a veces, me pregunto si no habrá sido un sueño.
Vino al día siguiente de que mi alumno enviara el telegrama. Quizá estuviera en la capital provincial, después de todo, porque, de lo contrario, no habría llegado con tanta celeridad. Me di cuenta en cuanto lo vi, por un millón de detalles, de que era una persona muy poderosa y a la vez rodeada de un gran misterio. Era evidente que se había convertido en alguien muy importante. Cuando vino a casa a visitarnos, el hombre de la pistola no se separó de él ni un momento. Parecía su guardaespaldas, o quizá sencillamente un guardia con la misión de vigilarlo. Era como si Zhendi no pudiera hacer ni decir nada sin su permiso. El hombre intervenía continuamente en nuestras conversaciones para decirnos que no podíamos preguntar esto o aquello, o para advertirnos de que un determinado tema estaba prohibido. Por la noche, vinieron en coche a traernos la cena. Dijeron que lo hacían para evitarnos la molestia de cocinar, pero me dio la impresión de que les preocupaba que les echáramos algo en la comida. Después de la cena, el hombre empezó a importunar a Zhendi diciéndole que ya era hora de irse, y sólo cuando mamá y el propio Zhendi se opusieron acaloradamente le permitió quedarse a dormir. Debió parecerle una decisión particularmente peligrosa, porque hizo venir otros dos jeeps que se estacionaron en la puerta de casa, con siete u ocho hombres dentro, algunos con uniformes militares y otros de paisano. El hombre pasó la noche en la misma habitación que Zhendi, pero, antes de retirarse a dormir, ordenó registrar toda la casa de arriba abajo. Al día siguiente, cuando Zhendi pidió autorización para ir a ver la tumba de papá, le dijo que no.
Toda la situación parecía completamente irreal. Zhendi llegó, pasó la noche en casa y se marchó, como si todo hubiera sido un sueño.
Aunque pudo venir a vernos por esa sola y única vez, la vida de Zhendi a lo largo de esos diez años siguió siendo un misterio para nosotras, y, después de verlo en persona, nos pareció todavía más misteriosa. De hecho, lo único que averiguamos fue que seguía vivo y que se había casado. Por lo que pudimos deducir, no llevaba mucho tiempo casado y su mujer trabajaba en la misma unidad que él. Aunque no sabíamos a qué se dedicaba ella ni dónde vivía, averiguamos que se apellidaba Di y que procedía de algún lugar del norte. Por las dos o tres fotografías que Zhendi nos enseñó, vimos que era bastante más alta que él y muy guapa, aunque con una expresión de tristeza en los ojos. Al parecer, le costaba tanto como a Zhendi manifestar sus emociones. Antes de irse, Zhendi le entregó a mi madre un sobre muy grueso. Le dijo que se lo enviaba su esposa y le pidió que esperara a que él se marchara para abrirlo. Cuando lo abrimos, encontramos doscientos yuanes y una carta de la mujer de Zhendi. En la carta explicaba que el Partido le había denegado la autorización para acompañar a Zhendi en esa visita y que lo sentía muchísimo. A mamá la llamaba «madre». «Querida madre», decía.
Tres días después de que Zhendi se marchara, vino a vernos a casa un hombre que dijo representar a su unidad de trabajo. Ya había estado antes en casa. Había asistido en nombre de Zhendi a la conmemoración del primer aniversario de la muerte de mi padre. Nos entregó un documento del cuartel general del Ejército de Liberación Popular en nuestra región y del Comité Provincial Revolucionario, escrito en papel oficial con membrete rojo. Decía que Rong Jinzhen había sido reconocido como héroe de la revolución por el Politburó Central, el Consejo de Estado y la Comisión Militar Central, y que nosotras, por extensión, habíamos pasado a ser una familia revolucionaria. En lo sucesivo, ningún enviado de una unidad de trabajo, ningún miembro del Partido Comunista, ni ningún particular podría entrar en nuestra casa sin nuestro permiso, y, más importante aún, nadie podría poner en duda nunca más los antecedentes revolucionarios de la familia del héroe. En el encabezamiento del documento, había un comentario escrito a mano: «Todo aquel que desobedezca esta orden será considerado contrarrevolucionario y castigado en consecuencia». Lo había escrito personalmente el comandante de nuestra región militar. Guardamos la carta como un tesoro. Gracias a esa carta, nunca volvimos a tener problemas. Mi hermano pudo volver de Shanghái a la Universidad N y, más adelante, cuando quiso irse al extranjero, logró que lo autorizaran. Estaba haciendo investigaciones sobre superconductores, y en esa época era imposible continuar su investigación en nuestro país. ¡Tenía que marcharse! Pero no sé si recordará lo difícil que era viajar al extranjero en aquellos tiempos. Fue una época muy especial en muchos aspectos, pero Zhendi consiguió que nosotros viviéramos y trabajáramos normalmente.
Nosotras no teníamos ni la más remota idea de cuál podía ser el servicio tan valioso que Zhendi le había prestado a la patria, para que a cambio le hubieran otorgado poderes tan extraordinarios. Era tanto su poder que había podido transformar nuestras vidas con un solo chasquido de los dedos. Poco después de que viniera a salvarme, se extendió el rumor de que tenía un papel importante en nuestro programa de armas nucleares. La historia parecía verosímil. Cuando oí lo que se decía, pensé que podía ser verdad, porque las fechas coincidían. De hecho, China empezó su programa nuclear en 1964, poco antes de que Zhendi se marchara de casa. Además, la suposición tenía sentido, porque, para fabricar una bomba atómica, siempre habría hecho falta un matemático. Era un tipo de investigación que requería mucho secretismo, era muy importante y podía darle a Zhendi el estatus que evidentemente había conseguido. Pero en la década de los ochenta, las autoridades publicaron la lista de los científicos que habían trabajado en la primera y la segunda generación de armas nucleares chinas, y allí no aparecía el nombre de Zhendi. Quizá se lo haya cambiado, o tal vez lo que decía la gente no pasaba de ser un rumor infundado…
[Continuará]