Había venido para llevarse a alguien.
Todos los años, en verano, aparecía alguien como él en la Universidad N, con la intención de llevarse a alguna persona. Independientemente de cómo fuera el hombre que se presentara en cada ocasión, todos tenían unos rasgos comunes, fuera cual fuera su aspecto físico. Cada uno de ellos parecía disponer de recursos considerables, era muy misterioso y, en cuanto llegaba, iba directamente a la oficina del rector. Esa vez, el despacho del rector estaba vacío, por lo que el hombre entró en el despacho vecino, que era la secretaría. Nada más llegar, anunció que quería ver al rector. El secretario le preguntó quién era.
—Soy comerciante de ganado y vengo en busca de caballos —respondió en broma.
—Entonces tendrá que ir al centro de estudiantes. Está en el primer piso —dijo el secretario.
—Antes tengo que hablar con el rector —insistió el hombre.
—¿Para qué? —quiso saber el secretario.
—Tengo algo que es preciso que vea.
—¿Qué es? Démelo a mí.
—¿Es usted el rector? Sólo se lo puedo enseñar a él —respondió el hombre, desafiante.
El secretario miró al rector, que estaba presente en el despacho.
—Déjeme ver lo que ha venido a enseñarme —dijo el rector.
Cuando el hombre se aseguró de que en efecto estaba hablando con el rector de la universidad, abrió el maletín y sacó una carpeta. Era una carpeta de cartón perfectamente corriente, como las que usan los maestros de escuela. El hombre sacó de la carpeta un documento, una sola hoja, se lo entregó al rector y le pidió que lo leyera.
El rector cogió el documento, retrocedió un paso o dos y lo leyó. El secretario sólo podía ver el reverso del papel. Por lo que podía distinguir, la hoja no era particularmente grande, ni el papel era demasiado grueso, ni tampoco tenía sellos o membretes especiales. Parecía una carta de presentación común y corriente. Sin embargo, a juzgar por la reacción del rector, tenía que haber algo más. Al secretario le llamó la atención, sobre todo, que al primer vistazo el rector ya pareció mucho más serio e interesado.
—¿Es usted Zheng, el jefe de sección?
—Así es.
—Tendrá que disculpar la acogida.
El rector se deshizo en sonrisas, mientras invitaba a Zheng a pasar a su despacho.
Era difícil imaginar qué tipo de organización había podido producir una carta capaz de convertir al rector en una persona tan sumamente obsequiosa, pero el secretario pensó que ya lo averiguaría. Según las normas de la universidad, todas las cartas de presentación procedentes de centros de trabajo externos tenían que archivarse en la secretaría. Más adelante, cuando advirtió que el rector no le había entregado el documento tal como exigía el reglamento, se tomó el trabajo de solicitarlo. El rector le dio una respuesta que no se esperaba: le dijo que lo había quemado. Después le explicó que la carta contenía en la primera frase la instrucción de que debía destruirla en cuanto la hubiera leído. Sobresaltado, el secretario exclamó:
—¡Máximo secreto!
El rector lo instó a olvidar lo sucedido y le prohibió que mencionara a nadie el episodio.
En realidad, cuando el rector hizo pasar al visitante a su despacho, el hombre ya llevaba en la mano una caja de cerillas. Esperó a que el rector terminara de leer la carta, encendió una cerilla y dijo:
—¿La quemamos?
—Sí. ¿Por qué no?
Y así lo hicieron.
Los dos hombres permanecieron en silencio, sin decir palabra, mientras el papel ardía.
Después, el rector preguntó:
—¿A cuántos necesita?
El hombre le respondió levantando el dedo índice:
—Uno solo.
—¿De qué especialidad? —preguntó el rector.
El visitante volvió a abrir la carpeta y sacó otro papel.
—Aquí tiene la lista de requisitos que debe cumplir la persona elegida —dijo—. No es exhaustiva, pero es suficiente para que se haga una idea.
La hoja que le tendió era del mismo tamaño que la anterior: una cuartilla. Pero no tenía membrete impreso, como la otra, y las palabras estaban escritas a mano y no mecanografiadas. El rector recorrió la lista con la mirada y preguntó:
—¿También tengo que quemar esta lista cuando la haya leído?
—No —rio el otro—. ¿Le parece de máximo secreto?
—No la he leído detenidamente —replicó el rector—. Aún no sé si es de máximo secreto o no.
—No lo es —le aseguró el hombre—. Puede enseñarle la lista a quien quiera, incluso a los estudiantes. Cualquiera que crea cumplir los requisitos enumerados puede venir a verme. Estaré en la habitación 302 de la residencia universitaria. Venga a visitarme cuando quiera.
Esa tarde, el rector llevó a la habitación 302 a dos estudiantes del último curso que tenían unas calificaciones particularmente buenas. A partir de entonces, la corriente de visitantes fue continua. Por la tarde del tercer día, veintidós estudiantes ya se habían presentado en la habitación 302 para hablar con el misterioso hombre cojo. Algunos llegaron acompañados por sus profesores y otros acudieron por su propia iniciativa. La gran mayoría eran estudiantes de la Facultad de Matemáticas —nueve de grado y siete de posgrado—, y los que procedían de otras facultades estaban cursando asignaturas de matemáticas. De hecho, la capacidad matemática había sido el primer requisito señalado por Zheng el Cojo para la persona buscada. Prácticamente era la única condición. Sin embargo, los que habían ido a verlo contaban una historia totalmente diferente cuando salían de la entrevista. Todos decían que la experiencia había sido muy extraña y muchos se inclinaban a creer que se trataba de algún tipo de broma o, como mínimo, de una propuesta mucho menos seria de lo que les habían hecho creer en un principio. Oyendo hablar a los estudiantes, cualquiera habría pensado que Zheng el Cojo era un lunático, ¡un psicópata con una pierna mala! Algunos dijeron que ni siquiera los había mirado cuando fueron a verlo a su habitación. Después de esperar un momento sentados o de pie, como unos tontos, Zheng el Cojo les había indicado con un gesto que se retiraran. Algunos profesores de la Facultad de Matemáticas se molestaron al enterarse del desaire a los estudiantes y acudieron a la residencia universitaria, para quejarse personalmente al hombre cojo y preguntarle qué demonios estaba haciendo. ¿Por qué despedía a la gente sin hacerle ni una sola pregunta? La única respuesta que recibieron fue que era su manera de hacer las cosas.
Lo que dijo Zheng el Cojo fue lo siguiente:
—Cada disciplina tiene sus requisitos, ¿no es así? En educación física, eligen a los atletas palpándoles los huesos. La persona que yo busco debe tener una mentalidad independiente. Algunos de los que vinieron parecían realmente incómodos cuando notaron que yo no les prestaba atención. No podían estarse quietos, ni sentados ni de pie. Para ellos fue una experiencia desconcertante y desagradable. No es el tipo de personalidad que estoy buscando.
La explicación sonaba convincente, pero sólo Zheng el Cojo podía saber si era veraz.
La tarde del tercer día de su estancia, Zheng el Cojo invitó al rector de la universidad a la residencia, para hablar de su pesquisa. No estaba muy contento, pero había sacado algunas cosas en limpio. Le señaló al rector cinco nombres de la lista de veintidós estudiantes que había entrevistado y le pidió permiso para ver sus expedientes. Consideraba probable que la persona que estaba buscando fuera una de esas cinco. Cuando el rector se enteró de que el proceso estaba entrando en su fase final y supo que el visitante pensaba marcharse al día siguiente, decidió quedarse en la residencia para cenar con él. Durante la cena, Zheng el Cojo pareció recordar algo repentinamente. Le preguntó al rector qué era de la vida del joven Lillie, y el rector se lo explicó.
—Está retirado, pero, si quiere verlo, puedo pedirle que venga —añadió.
Con una sonrisa, Zheng respondió:
—¡Sería una descortesía pedirle que venga a verme! ¡Debería ser yo quien vaya a visitarlo a él!
Y tal como había dicho, esa misma noche, Zheng el Cojo fue a visitar al joven Lillie…
[Transcripción de la entrevista de la maestra Rong]
Yo le abrí la puerta. No sabía quién era y no lo reconocí como el hombre misterioso que en los últimos días estaba siendo el centro de tantas habladurías dentro de la facultad. Papá no sabía mucho al respecto, pero varios miembros del claustro habían estado reclutando estudiantes a marchas forzadas para llevarlos a hablar con el hombre misterioso en la residencia, y yo le había mencionado el tema a mi padre. Cuando se enteró de que Zheng era el visitante del que todos hablaban, me llamó y me lo presentó. Yo sentía mucha curiosidad y enseguida le pregunté qué tipo de persona buscaba y para qué la quería. Él no me respondió directamente, pero dijo que se trataba de una misión importante. Cuando le pregunté en qué sentido era importante (si lo era para la humanidad, para el progreso del país o para qué), respondió que era un asunto de seguridad nacional. Le pregunté cómo se estaba desarrollando el proceso de selección. No se mostró muy satisfecho. Masculló algo acerca de elegir al más alto entre un grupo de enanos.
Supongo que ya habría hablado del tema con mi padre en algún momento del pasado, porque este sabía exactamente qué tipo de persona estaba buscando. Al verlo tan descontento con los resultados obtenidos, papá le dijo en tono de broma:
—Lo gracioso es que yo conozco a la persona adecuada.
—¿Quién es? —preguntó Zheng de inmediato, como un lobo que irguiera las orejas.
En el mismo tono jocoso, mi padre respondió:
—La persona a la que me refiero podría estar al otro lado del mundo, o quizá aquí mismo, con nosotros…
El visitante interpretó que papá se refería a mí, y enseguida empezó a preguntarme por mi trabajo. Pero mi padre le señaló una fotografía de Zhendi inserta en el marco del espejo, en la pared, y le dijo:
—Es él.
—¿Quién es ese joven? —preguntó.
Mi padre le señaló entonces la foto de mi tía, Rong Lillie, y le preguntó:
—¿Nota el parecido?
El hombre se acercó al espejo, observó detenidamente las dos fotografías y dijo:
—Sí, en efecto.
—Es su nieto —le explicó papá.
Hasta donde yo podía recordar, no solía presentar de esa manera a Zhendi; de hecho, era prácticamente la primera vez que lo hacía. No sé por qué se lo presentó así a aquel visitante. Quizá porque no vivía en la ciudad, porque sólo conocía la historia en líneas generales y porque no importaba tanto lo que pudiera pensar. Por otro lado, el hombre era un exalumno de nuestra universidad, por lo que probablemente habría oído hablar de mi tía. Cuando papá le reveló el parentesco, el hombre pareció entusiasmado y empezó a hacer todo tipo de preguntas acerca de Zhendi. Mi padre las respondió con mucho gusto y le habló de su inteligencia prodigiosa. Aun así, hacia el final de la conversación, le advirtió que ni siquiera soñara con llevárselo. Cuando el hombre le preguntó por qué, papá contestó:
—Lo necesito aquí, en el centro de investigación.
El otro sonrió y no dijo nada. Tampoco volvió a tocar el tema, por lo que supusimos que lo habría descartado.
A la mañana siguiente, Zhendi vino a casa. Nos dijo que alguien había ido a verlo la noche anterior, a una hora muy avanzada. Como las instalaciones del centro de investigación eran excelentes, no era raro que Zhendi se quedara a dormir en su estudio y volviera a casa solamente para las comidas. En cuanto abrió la boca, papá supo quién había sido el visitante, y entonces estalló en carcajadas.
—¡Veo que todavía no se ha dado por vencido! —exclamó.
—¿A quién se refiere? —preguntó Zhendi.
—No hagas caso de lo que te proponga —dijo mi padre, sin responder a su pregunta.
—Por lo que he podido entender, quiere que vaya a trabajar con él —apuntó Zhendi.
—¿Y tú quieres ir? —le preguntó papá.
—Depende de lo que usted quiera —respondió el muchacho.
—Entonces no le hagas caso —dijo mi padre.
Mientras hablaban, llamaron a la puerta. Al cabo de un momento, entró Zheng. Lo primero que hizo mi padre, por cortesía, fue preguntarle si ya había desayunado. Cuando el hombre le dijo que había tomado el desayuno en la residencia, le pidió que subiera a la planta alta y lo esperara, asegurándole que terminaría enseguida. Nada más terminar de desayunar, papá le pidió a Zhendi que se marchara. Dijo lo mismo que le había dicho antes:
—No le prestes ninguna atención.
Cuando Zhendi se fue, mi padre y yo subimos al piso de arriba. Zheng estaba esperando en el gabinete, fumando un cigarrillo. Papá lo atendió con la mayor amabilidad, aunque era evidente lo que estaba pensando. Le preguntó si había venido para despedirse o porque quería llevarse al muchacho.
—Si ha venido para llevárselo, entonces no puedo ayudarlo. Como le dije anoche, lo necesito aquí conmigo. No tiene sentido que hablemos.
—Si no puede ayudarme, entonces no hay nada que hacer —dijo el hombre—. Pero al menos permítame que me despida de usted.
Papá le pidió que pasara a su estudio.
Yo tenía que impartir una clase esa tarde, de modo que, después de intercambiar unas palabras de cortesía, me fui a mi habitación, para recoger un par de cosas que necesitaba. Poco después, cuando ya me iba, pasé por el estudio de mi padre, para despedirme, pero encontré la puerta cerrada, lo que no era nada habitual. Preferí no molestarlos y me fui sin decir nada. Cuando volví después de clase, mamá me anunció con tristeza que Zhendi nos dejaba. Le pregunté adónde se iba, y ella tuvo que contener el llanto para contestar.
—Se va con ese hombre. Tu padre le ha dado su permiso…
[Continuará]
Nadie sabe qué pudo decirle Zheng el Cojo al joven Lillie aquel día en su estudio, con la puerta cerrada. La maestra Rong me dijo que, hasta el día de su muerte, su padre se había negado a responder cualquier pregunta al respecto. Si alguien lo mencionaba, se ponía furioso. Por lo visto, había decidido llevarse el secreto a la tumba. Lo único evidente es que en poco más de media hora Zheng el Cojo logró que el joven Lillie cambiara de idea. No se sabe qué le dijo, pero, fuera lo que fuera, lo cierto es que el joven Lillie salió directamente de su estudio para anunciarle a su mujer que Jinzhen se marchaba de casa.
Esos acontecimientos volvieron todavía más misteriosa la figura de Zheng el Cojo, y empezaron a envolver también a Jinzhen en una atmósfera de secretismo.