Se apellidaba Zheng y cojeaba al andar. Tal vez a causa de tan llamativa característica, no parecía necesitar un nombre de pila, como si un nombre fuera un ornamento innecesario, comparable a una joya. El hombre aparecerá en varios momentos cruciales de esta narración, de forma anónima en algunas ocasiones, y en otras, con el apelativo de Zheng el Cojo.
La gente decía: «Zheng el Cojo, Zheng el Cojo».
El mero hecho de que la gente lo llamara de ese modo revela un detalle importante acerca de aquel hombre: su discapacidad física no era el aspecto determinante de su vida. Si nos paramos a pensarlo, podría haber dos posibles razones para explicar esa reacción. La primera era que Zheng el Cojo hubiera quedado lisiado como resultado de una herida de guerra; de ser así, la cojera era la prueba de que, en algún momento, había empuñado un arma y había luchado junto a sus camaradas, codo con codo. La segunda era que su pierna mala, la izquierda, no fuera tan mala, sino solamente un poco más corta que la derecha. Quizá en su juventud había corregido la diferencia con una suela un poco más gruesa del lado izquierdo; pero, a partir de los cincuenta años, había tenido que recurrir a un bastón para andar. Cuando lo conocí seguía usando bastón y no era el tipo de anciano que pasa inadvertido. Fue a comienzos de la década de los noventa.
Pero aquel verano, el verano de 1956, Zheng el Cojo tenía treinta y tantos años, y era un joven fuerte y saludable. Gracias al grosor de la suela de su zapato izquierdo, nadie notaba su defecto físico. Su cojera desaparecía para el observador casual y su aspecto era el de una persona corriente. Si la gente de la universidad descubrió su particularidad, fue a causa de un suceso totalmente fortuito.
Pasó así. La tarde del día en que Zheng el Cojo llegó a la universidad, el estudiantado en pleno estaba reunido en el auditorio principal, escuchando el informe de las extraordinarias hazañas de los valerosos héroes del Ejército Popular de Voluntarios. En el campus reinaban el silencio y la tranquilidad, y hacía un tiempo maravilloso. El calor no era excesivo, y una suave brisa hacía temblar las hojas de los plátanos de sombra que flanqueaban la avenida. El leve susurro de las hojas parecía volver todavía más profundo el silencio. El recién llegado quedó sumamente impresionado por la paz del lugar y ordenó al conductor del jeep que se detuviera y volviera tres días más tarde, para recogerlo en la residencia universitaria. Se apeó solo del vehículo y echó a andar hacia el edificio principal. Alrededor de quince años antes, había frecuentado durante tres años el instituto de enseñanza secundaria adscrito a esa misma universidad y en ella había cursado su primer año de estudios. Después de una ausencia tan prolongada, no pudo dejar de observar los cambios que había experimentado su antigua universidad y le invadió una extraña sensación de nostalgia. Los recuerdos del pasado se arremolinaban a su alrededor mientras avanzaba lentamente por la avenida, como conjurados por el ruido de sus pasos. Cuando el acto al que asistían los estudiantes terminó, él ya había llegado a las puertas del auditorio. Un torrente de jóvenes empezó a salir de la gran sala y se extendió por el campus como la crecida de un río. En un instante, el hombre se vio rodeado por la multitud. Se dejó llevar nerviosamente por la masa, con la preocupación de que alguien lo empujara y lo hiciera caer. De hecho, si se hubiera caído, no habría podido levantarse solo, a causa de la pierna defectuosa. El torrente de estudiantes siguió creciendo. El hombre se encontró desplazado hacia la retaguardia de la multitud en movimiento, pero los últimos en salir lo siguieron arrastrando hacia adelante, hombro con hombro. Aun así, los jóvenes que lo rodeaban se movían con cuidado. Cada vez que parecía inevitable que lo derribaran, un imperceptible movimiento ejecutado a tiempo evitaba la colisión. Nadie se volvía para mirarlo, ni parecía probable que nadie se fijara en él. Era evidente que su calzado especial disimulaba su condición. Quizá esa idea reafirmó su confianza, pero lo cierto es que, de pronto, sintió una especie de afecto por aquella multitud de estudiantes, por aquellos chicos y chicas animados y alegres que charlaban y reían, como una corriente burbujeante que lo arrastraba a su paso. Se sintió rejuvenecido y fue como si el tiempo hubiera dado marcha atrás y lo hubiera hecho retroceder quince años.
Cuando llegaron al campo de deportes, la muchedumbre se rompió, como se rompe una ola cuando llega a la arena de la orilla. El hombre ya no temía que lo derribaran. Justo en ese momento, sintió que le caía algo en la parte trasera del cuello. Antes de que pudiera reaccionar, la multitud empezó a gritar:
—¡Llueve! ¡Está lloviendo!
Cuando sonó el primer grito, nadie se movió, pero todos levantaron la vista al cielo. Un instante después, tras las primeras gotas, estalló un trueno, y entonces la lluvia empezó a caer con furia, como si alguien hubiera abierto un grifo con agua a presión. De inmediato, la multitud empezó a dispersarse, como una bandada de gallinas asustadas. Algunos siguieron corriendo en la misma dirección; otros volvieron por donde habían venido, y otros más corrieron a guarecerse en los edificios cercanos o en las paradas de las bicicletas. Con tanta gente corriendo y gritando, el campo de deporte quedó sumido en el caos. El hombre se vio de pronto en un problema: no podía correr, pero tampoco podía dejar de hacerlo. Si corría, la gente advertiría que tenía una pierna mala; si no corría, la lluvia iba a calarlo hasta los huesos. Quizá ni siquiera tenía particular voluntad de echar a correr. Si había sido capaz de hacer frente al fuego enemigo en el campo de batalla, ¿cómo iba a temerle a la lluvia? No le preocupaba en lo más mínimo la perspectiva de empaparse. Pero sus pies obedecieron las órdenes de otra parte de su cerebro, y empezó a avanzar a saltos, adelantando un pie y arrastrando el otro por detrás. Era su manera de correr, la forma de correr que tienen los cojos: a saltos, como si llevaran una astilla de vidrio clavada en la suela de un zapato.
Cuando echó a correr, los demás también estaban corriendo, por lo que nadie le prestó atención. Después, cuando todos encontraron refugio en los edificios vecinos, él todavía estaba en medio del campo de deporte. Ni siquiera había tenido auténtica voluntad de correr; le costaba mucho avanzar a causa de la pierna mala, y, por si fuera poco, iba cargado con un maletín. ¡No era de extrañar que avanzara tan lento! Por eso se quedó solo en medio del enorme campo de deportes, en cuya vastedad llamaba tremendamente la atención. Cuando se dio cuenta, se esforzó por salir lo antes posible del campo deportivo, pero para eso tuvo que saltar todavía más. Su proceder fue esforzado y cómico. Para la gente que lo estaba mirando, resultó algo así como un espectáculo. Algunos incluso empezaron a animarlo a gritos:
—¡Más rápido!
—¡Vamos, vamos!
Cuando empezaron los gritos de «¡Más rápido, más rápido!», más gente aún se fijó en él. Era como si todos los ojos se hubieran concentrado en su persona. El hombre se sintió atravesado por infinidad de miradas. Se paró de repente y se puso a agitar las manos en el aire, como para agradecer los gritos de aliento. Después, echó a andar otra vez sin prisas, con una sonrisa, como un actor al salir del escenario. Al verlo andar sin cojear, la gente tuvo la sensación de que su carrera a saltos había sido una actuación, aunque, en realidad, había dejado al descubierto algo que el hombre intentaba ocultar por todos los medios. Podía decirse que aquel repentino chubasco lo había obligado a desempeñar un papel que le hizo revelar ante el mundo el secreto de su pierna lisiada. Por un lado, la situación lo había avergonzado; por otro, lo había condenado a que todo el mundo lo reconociera como un cojo, un cojo divertido y amigable. De hecho, cuando quince años antes se había marchado de ese mismo lugar, tras una estancia de cuatro años, nadie había notado su ausencia. Sin embargo, en esta segunda ocasión, en apenas dos o tres minutos, se había hecho famoso en toda la universidad. Un par de días después, cuando se llevó a Jinzhen en su misión misteriosa, muchas voces decían:
—El que se lo llevó fue el cojo que estuvo bailando bajo la lluvia.