9

Un día de comienzos del verano de 1950, empezó a llover torrencialmente por la tarde y siguió diluviando toda la noche sin interrupción. Sobre las tejas caían unos goterones enormes, que a veces sonaban como martillazos, y otras, como un golpeteo sordo. Por el estruendo de la lluvia sobre el tejado, cualquiera habría imaginado que andaba sobre la casa un ciempiés gigantesco, que trataba de huir para salvar la vida. Los cambios en la calidad del sonido se debían al viento, que volvía más agudos e intensos los ruidos cada vez que arreciaba. Al mismo tiempo, se sentía la fuerza del viento sobre los marcos de las ventanas. A causa de aquel estruendo, el joven Lillie no podía conciliar el sueño. El insomnio le producía dolor de cabeza y hacía que se le hincharan los ojos. Escuchando el ruido del viento y de la lluvia, se dio cuenta de que la casa y él mismo se estaban volviendo viejos. Finalmente, se durmió poco antes del alba, pero no tardó en despertarse, porque algo lo arrancó de su sueño. La señora Lillie dijo que había sido el ruido del motor de un coche.

—Parece que se ha parado un coche delante de la puerta —dijo—. Se irá enseguida.

El joven Lillie sabía que no iba a poder conciliar el sueño de nuevo, pero, aun así, se quedó en la cama. Cuando amaneció, se levantó de la cama como suelen hacerlo los ancianos: andando con cautela y moviéndose con tanta suavidad que casi no hizo ningún ruido, como una sombra. Ni siquiera fue al lavabo, sino que bajó directamente a la puerta. Su mujer le preguntó por qué bajaba, pero él no lo sabía. Se limitó a seguir adelante, buscando a tientas el camino en la oscuridad. Una vez abajo, abrió la puerta principal. Tenía dos hojas: una interior, que se abría hacia dentro de la casa; otra exterior, que se abría hacia el patio delantero. Esta última parecía estar bloqueada, porque era imposible abrirla más allá de unos treinta grados. Como era verano, la hoja exterior de la puerta estaba en uso. Tenía echado por encima un trozo de lona, para poder dejarla abierta durante el día y que nadie viera el interior de la casa desde la calle. El viejo no veía lo que bloqueaba la puerta, por lo que tuvo que ponerse de lado y deslizarse a través de la pequeña abertura. Así pudo descubrir dos grandes cajas de cartón en el minúsculo patio delantero. La primera bloqueaba la puerta y le impedía abrirla del todo; la segunda ya estaba empapada, abandonada bajo la lluvia y el viento. El viejo intentó empujar esa segunda caja hacia un lugar resguardado de la lluvia, pero no consiguió moverla. Si hubiese estado llena de adoquines para pavimentar aceras, no habría sido más pesada. Con cuidado, volvió a meterse en la casa y salió al cabo de un momento con unas cuantas hojas de papel encerado para cubrir la caja. Mientras la estaba tapando, observó que tenía una carta encima, sujeta con la piedra que normalmente utilizaban para que la puerta delantera no se cerrara.

El viejo recogió la carta y la abrió. Era de Jan Liseiwicz y decía así:

Estimado Lillie:

Me marcho y, como no quiero ser una molestia para nadie, he decidido despedirme con esta carta. Espero que me perdones.

Necesito hablarte acerca de Jinzhen; de hecho, no estaré tranquilo mientras no te haya dicho lo que quiero decirte. Lo primero es que espero que el muchacho se recupere pronto. En segundo lugar, confío en que puedas organizar su futuro de la mejor manera posible, para que todos nosotros (y me refiero a la humanidad en general) podamos sacar el máximo provecho de su genio.

Si quieres que te dé mi opinión, creo que permitirle a Jinzhen que se entregue en cuerpo y alma a la investigación en un campo amplio y complejo de las matemáticas sería la mejor manera de aprovechar su notable talento natural. Pero eso crearía nuevos problemas. El mundo ha cambiado. La gente se ha vuelto más corta de miras y más centrada en los beneficios; quiere ver aplicaciones concretas y está menos interesada en la investigación pura. Es una actitud completamente estúpida, tan estúpida como subordinar por completo los placeres de la mente a los del cuerpo. Sin embargo, no podemos cambiar esa realidad, como tampoco podemos garantizar que la lacra de la guerra haya sido erradicada por completo de nuestra sociedad. Por esta causa, he estado pensando si no sería más conveniente para él fomentar su interés por un tema técnico, que pueda tener aplicaciones prácticas inmediatas. Lo más positivo de ese tipo de investigación es que resulta muy estimulante. Cada resultado te lleva al siguiente, y el proceso es sumamente gratificante. El lado negativo es que al final, cuando terminas la investigación, pierdes por completo el control del proyecto. A nadie le importan tus deseos personales. Tu creación podrá acarrear grandes beneficios para el mundo, o grandes daños, pero en ambos casos tendrás que mantenerte al margen. Cuentan que Oppenheimer lamenta profundamente haber trabajado en el desarrollo de la primera bomba atómica y que daría cualquier cosa por volver atrás y anular su creación. Si pudiera destruirla de un martillazo, estoy seguro de que lo haría. Pero ¿acaso es posible? Una vez que el genio ha salido de la lámpara, es imposible devolverlo a su prisión.

Si decides animarlo para que investigue en alguna área de la ciencia, permíteme que te sugiera la inteligencia artificial. Cuando hayamos resuelto ese misterio en particular, podremos fabricar una máquina que en algunos aspectos simulará la mente humana. El paso siguiente será la creación de robots: seres humanos inanimados. La ciencia ya ha empezado a desentrañar los secretos de otros órganos: ojos, narices, oídos… Incluso estamos en condiciones de fabricar alas artificiales. ¿Por qué no trabajar en la creación de un cerebro artificial? De hecho, el desarrollo del ordenador supone la creación de un tipo de inteligencia artificial, centrada únicamente en la capacidad de cálculo. Como ya somos capaces de fabricar máquinas que pueden llevar a cabo esa función, estoy convencido de que no tardaremos mucho en imitar otras funciones. Piénsalo un instante: si algún día consiguiéramos crear seres humanos inanimados (seres hechos de metal, robots alimentados con electricidad), ¡cuántas aplicaciones tendrían! Nuestra generación ha sufrido mucho: en menos de medio siglo, hemos vivido dos guerras mundiales. Y aún peor: tengo la sospecha (e incluso algunas pruebas) de que pronto estallará otra. ¡Qué terrible! En mi opinión, tenemos los instrumentos para que la guerra sea hoy todavía más espeluznante y aterradora que en cualquier otra época de la historia. Ahora mismo es posible matar cantidades ingentes de personas en el campo de batalla, al mismo tiempo y de forma instantánea, con el simple estallido de una bomba. Parece como si nunca fuéramos a librarnos de la guerra, y, sin embargo, la esperanza de poder erradicar algún día ese flagelo se transmite de generación en generación. La humanidad se enfrenta a muchos problemas terribles, que requieren un arduo trabajo y un vasto esfuerzo de investigación en circunstancias peligrosas. Pero de momento parece incapaz de sustraerse a los peligros que la asedian.

Si los científicos llegaran a tener éxito en el intento de crear seres humanos artificiales —robots, criaturas hechas de metal, sin carne ni sangre—, podríamos encomendarles a esas máquinas muchas de las tareas que actualmente desempeñan las personas en condiciones verdaderamente inhumanas para satisfacer algunas de nuestras tendencias más perversas. Estoy seguro de que nadie se opondría. Por lo tanto, esa rama de la investigación científica, una vez puesta en marcha, tendría un valor práctico ilimitado y un futuro extraordinario. El primer paso será resolver el misterio de la inteligencia. Sólo así, mediante la creación de la inteligencia artificial, podremos tener alguna posibilidad de crear un robot capaz de llevar a cabo algunas de las tareas actualmente desempeñadas por seres humanos. En cierto momento, decidí que dedicaría el resto de mi vida a resolver los problemas relacionados con la inteligencia artificial; sin embargo, antes de ponerme realmente manos a la obra, tuve que renunciar a mi objetivo. Nunca le he contado a nadie el porqué de mi renuncia. Te diré sólo que no fue por ningún problema concreto de falta de capacidad, sino por instrucciones expresas del pueblo judío. En los últimos años, he estado trabajando en algo muy importante para ellos. Las dificultades que han tenido que superar y sus esperanzas para el futuro me han conmovido profundamente, y por su causa he renunciado a una vieja ambición. Si te cuento todo esto, es sólo con la esperanza de despertar tu interés.

Permíteme que te recuerde que, sin Jinzhen, no puedes investigar la inteligencia artificial. Lo que quiero decir es que, si al final Jinzhen muere de su terrible enfermedad, es imposible que tú puedas desarrollar solo ese proyecto, a causa de tu edad avanzada. Si Jinzhen sobrevive, quizá tengas la suerte de ver resuelto uno de los grandes misterios que ha conocido la humanidad, gracias a la creación de la inteligencia artificial. Créeme si te digo que Jinzhen es el más indicado para encontrar la solución al problema. Ha nacido para eso. Es el elegido de Dios. Como me has dicho en más de una ocasión, los sueños son la manifestación más misteriosa del espíritu humano, y él ha vivido en contacto con esa realidad día y noche desde que era niño. Con el tiempo, ha desarrollado una habilidad notable para interpretar el significado de los sueños. Aunque él mismo no lo sepa, desde el comienzo mismo de su vida consciente se ha estado preparando para investigar los misterios de la inteligencia humana. ¡Es su misión en el mundo!

Para terminar, te diré que si Dios y tú estáis de acuerdo en que Jinzhen ha nacido para desarrollar la ciencia de la inteligencia artificial, entonces es posible que esta carta sirva para algo. De lo contrario, si Dios o tú estáis empeñados en impedir que el muchacho desarrolle esa línea de investigación, te ruego que entregues esta carta a la biblioteca de la universidad, como recuerdo de los doce años felices que he pasado trabajando con vosotros.

Espero que Jinzhen recupere pronto la salud.

JAN LISEIWICZ

Escrito en vísperas de la partida

El joven Lillie leyó toda la carta de un tirón, sentado en la caja. El viento rizaba las esquinas de las hojas, y las gotas atrapadas en la brisa las salpicaban, como si también quisieran leer su contenido. Quizá porque no había dormido bien la noche anterior, o tal vez porque la carta le había tocado alguna fibra oculta, el viejo se quedó sentado un buen rato después de terminar de leer. Se quedó quieto, mirando al vacío. Al cabo de un buen rato, pareció recuperar finalmente el sentido. Se volvió hacia el viento y la lluvia, y dijo de repente:

—Adiós, Jan. ¡Que tengas un buen viaje!

[Transcripción de la entrevista a la maestra Rong]

Jan Liseiwicz decidió marcharse cuando su suegro estuvo a punto de ser ejecutado por crímenes de guerra.

Como ya sabe, le habían ofrecido muchas oportunidades para irse, particularmente poco después del final de la segunda guerra mundial. Había multitud de universidades e institutos de investigación en Occidente deseosos de hacerse con sus servicios, y siempre estaba recibiendo invitaciones. Sin embargo, era bastante evidente que no tenía intención de marcharse a ningún sitio. De hecho, había vuelto de su viaje cargado con aquel cajón enorme de libros, y, poco después, no sólo compró la casa del camino de Sanyuán donde había vivido durante años, sino toda la finca que la rodeaba. Dedicaba mucho tiempo a estudiar chino y lo hablaba mejor que nunca. Incluso llegó a anunciar que pensaba solicitar la ciudadanía china, aunque al final no lo hizo. Creo que se sentía muy próximo a su suegro. El hombre era miembro de una familia muy rica y su padre había ocupado un alto cargo en el gobierno provincial. Su familia era una de las más importantes de la región, y él se oponía radicalmente a la idea de que su hija se casara con un extranjero. Cuando la joven le anunció que iba a casarse de todos modos, él impuso a la pareja unas condiciones muy estrictas. Liseiwicz tuvo que prometer que nunca se llevaría a su mujer a vivir al extranjero, que jamás se divorciaría de ella, que aprendería a hablar chino y que sus hijos llevarían el apellido de su madre, entre otras cosas. Por todo esto, se dará usted cuenta de que, si bien el hombre era miembro de una importante familia de la aristocracia local, no tenía educación y no se comportaba como un caballero. Era el tipo de persona desagradable que se aprovecha de su riqueza y de su poder para abusar de los demás. Cuando alguien con ese tipo de personalidad se encuentra en una posición elevada, no tarda en crear resentimiento a su alrededor. Además, durante la época del gobierno títere, había ocupado un cargo importante en la administración del municipio y había participado en tratos muy dudosos con los japoneses. Después de la Liberación, el Gobierno Popular se ocupó de él. Lo arrestaron, lo juzgaron y lo condenaron a muerte. En la época de que le hablo, estaba en la cárcel, a la espera de que lo ejecutaran.

En los días anteriores a la fecha establecida, Liseiwicz habló con todos los profesores y estudiantes que pudo, incluidos papá y yo misma, para convencernos de que escribiéramos una carta conjunta al gobierno, en un esfuerzo por salvarle la vida a su suegro. Todos nos negamos. Estoy segura de que nuestra negativa lo ofendió profundamente, pero no teníamos otra opción. En realidad, no era que no quisiéramos ayudarlo, sino que realmente no podíamos hacer nada. Tal como estaba la situación en aquellos tiempos, un par de universitarios haciendo ruido no habrían conseguido cambiar nada. De hecho, papá fue a hablar con el alcalde en nombre del suegro de Liseiwicz, pero la única respuesta que recibió fue que sólo Mao Zedong en persona habría podido salvarlo. Eso significaba que el suegro de Liseiwicz estaba irremisiblemente condenado.

En aquella época, el Gobierno Popular tenía en el punto de mira a hombres como él: bravucones con poder que utilizaban su posición para amargarle la vida a la gente. Era una política general y nadie podía hacer nada al respecto. Liseiwicz no lo entendía. Era demasiado ingenuo y no conocía la situación. Nosotros no podíamos hacer nada, pero lo ofendimos con nuestra pasividad.

Nadie habría podido imaginar en aquel momento que Liseiwicz iba a ser capaz de utilizar al gobierno del país X para salvar a su suegro del pelotón de fusilamiento. ¡Fue increíble! Si además tenemos en cuenta que en esa época nuestros dos países eran enemigos declarados, comprenderá lo muy difícil que era conseguir lo que él consiguió. Por lo visto, un enviado especial del país X viajó a Pekín para tratar la cuestión con nuestro gobierno. Al final, el asunto acabó en la mesa del mismísimo Mao, o quizá en la de Zhou Enlai. Las más altas instancias del Politburó fueron las que tomaron la decisión definitiva. ¡Fue totalmente increíble!

Las conversaciones acabaron con la liberación del suegro de Liseiwicz. A cambio, el gobierno del país X permitió que dos de nuestros científicos retenidos dentro de sus fronteras volvieran a casa. Parecía como si aquel hombre horrible, que merecía todo lo que le había caído encima, se hubiera convertido de pronto en un tesoro nacional. En realidad, al país X no le interesaba en absoluto ese hombre, sino Liseiwicz. Las autoridades de aquel país parecían dispuestas a pagar por él cualquier precio. La pregunta era: ¿por qué? ¿Solamente porque era un matemático de fama mundial? Debía de haber algo más, pero no tengo la menor idea de qué podía ser.

Poco después de que su suegro salió de la cárcel, Liseiwicz y el resto de la familia partieron rumbo al país X.

[Continuará]

Cuando Liseiwicz se marchó del país, Jinzhen seguía hospitalizado, aunque ya parecía estar fuera de peligro. El hospital, preocupado por la astronómica factura médica, aceptó la solicitud del paciente de que lo trasladaran a su domicilio, para terminar allí la recuperación. El día que salió del hospital, la maestra Rong y su madre fueron a recogerlo. El médico que las estaba esperando pensó que una de ellas debía de ser la madre del paciente. Sin embargo, a juzgar por sus edades, una le pareció demasiado mayor, y la otra, demasiado joven, por lo que se vio obligado a hacer una pregunta un tanto indiscreta:

—¿Cuál de ustedes es la madre?

Cuando la maestra Rong se disponía a explicar la situación, su madre ya había respondido con la mayor soltura y claridad:

—¡Yo!

El médico le contó a la señora Rong que la enfermedad de Jinzhen estaba bajo control y que su situación era estable, pero que necesitaría más de un año de tratamiento especial para recuperarse por completo.

—Durante los próximos doce meses tendrá que cuidarlo como si fuera un niño pequeño, porque, de lo contrario, podría sufrir una recaída.

Cuando el doctor le recitó la lista detallada de lo que tendría que hacer, la señora Rong comprendió que la comparación estaba totalmente justificada. El tratamiento tenía tres puntos especialmente importantes:

  1. Su dieta estaría sujeta a severas restricciones.
  2. Durante la noche, sería preciso despertarlo a intervalos regulares para que orinara.
  3. Tendría que recibir su medicación a diario, en particular las inyecciones, que se le debían administrar a unas horas determinadas.

La señora Rong se puso las gafas y tomó nota de todo lo que le dijo el médico. Después, repasó las anotaciones e hizo varias preguntas, para asegurarse de que lo había entendido todo. Cuando volvió a casa, le pidió a su hija que le llevara una pizarra y unas tizas de la universidad, y escribió todo lo que le había dicho el doctor. A continuación, colocó la pizarra junto a la escalera, para verla a lo largo del día, cada vez que subiera o bajara. Como tenía que levantarse varias veces durante la noche para despertar a Jinzhen y vigilar que orinara, empezó a dormir lejos de su marido, en dormitorios separados. Había puesto dos despertadores en la cabecera de la cama: uno ajustado para que sonara después de las doce de la noche; el otro, de madrugada. Después de esta última llamada para vaciar la vejiga, Jinzhen se volvía a dormir, pero la señora Rong se levantaba para preparar la primera de las cinco comidas que el chico debía tomar a lo largo del día. Aunque era buena cocinera, esa tarea se había convertido en la más trabajosa y difícil de la jornada. Tras pasarse la vida perforando gruesas capas de fieltro para fabricar zapatillas, no le había resultado particularmente complicado aprender a poner inyecciones; sólo los dos o tres primeros días había estado dubitativa o nerviosa. Pero, en lo tocante a la comida, tenía que esforzarse mucho para prepararle a Jinzhen platos que no fueran completamente sosos o desabridos. El principio básico era sencillo: en ese momento de su vida, Jinzhen tenía una sensibilidad fuera de lo común para la sal, y, sin embargo, su vida dependía de ella. Si la consumía en exceso, podía sufrir una recaída, pero si no tomaba suficiente, tardaría mucho más tiempo en recuperarse. Las instrucciones del médico en ese sentido eran extremadamente precisas. Durante el período de convalecencia, el paciente sólo podría tomar microgramos de sal; pero a medida que pasara el tiempo, la cantidad debería ir aumentando poco a poco.

Desde luego, la necesidad de medir en gramos el consumo diario de sal de una persona no plantea un problema particularmente difícil: basta con disponer de una buena báscula. Sin embargo, la situación no fue tan sencilla de resolver para la familia Rong, porque a la señora Rong le resultó imposible conseguir una báscula mínimamente precisa y, en consecuencia, tuvo que confiar en su propio juicio. Así pues, un día preparó varios platos a la vez y los llevó al hospital, para que los médicos decidieran si eran adecuados o no. Para cada uno había anotado la cantidad de sal utilizada, después de contar hasta el último grano. Una vez obtenido el dictamen de los doctores, empezó a preparar para Jinzhen los platos aceptados. Cinco veces al día, se ponía las gafas y contaba uno a uno los granos de sal, como si fueran las píldoras que salvarían la vida del muchacho.

Era enormemente cuidadosa cuando salaba la comida.

Echaba la sal como si se tratara de un experimento científico.

De ese modo, día tras día, noche tras noche y mes tras mes, su diligencia y su paciencia fueron sometidas a prueba, como si hubiera estado al cuidado de un bebé. A veces, en un momento de descanso entre sesiones de trabajo agotador, sacaba la carta que Jinzhen le había escrito con su propia sangre y la miraba. El chico la había escrito en secreto; pero, tras haberla descubierto, ella la había conservado sin saber muy bien por qué. Ahora, cada vez que miraba ese trozo de papel, se convencía todavía más de que todo lo que hacía merecía la pena y sentía más fuerzas para volver al trabajo con redoblada energía. Más que cualquier otra cosa, su dedicación salvó al muchacho del abismo de la muerte.

La primavera siguiente, Jinzhen estaba de vuelta en las aulas.