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De los dos «raros» de la Facultad de Matemáticas, uno de ellos, la maestra Rong, tenía una historia muy triste y se había ganado el respeto de la gente; en cambio, el profesor Liseiwicz era desmesurado y siempre estaba provocando todo tipo de comentarios. En circunstancias normales, basta que se hable mucho de alguna persona para que surjan todo tipo de rumores. Así pues, era normal que circularan más habladurías acerca del profesor Liseiwicz que sobre la maestra Rong. Cualquiera en la universidad tenía alguna historia que contar acerca del profesor. Como todos habían oído decir que nunca prestaba sus libros, también comentaron que de pronto había empezado a prestárselos a una sola persona. Es el efecto que se consigue cuando alguien muy conocido hace una cosa menor y sin importancia. Es como la conversión matemática de la masa en energía. Menudearon las habladurías sobre las causas por las que el profesor Liseiwicz era tan amable con Jinzhen y sólo con él. Era casi como si le estuviera dejando que se acostara con su mujer. Una posible explicación era que el profesor extranjero apreciaba la inteligencia de su alumno y esperaba grandes cosas de él, pero la teoría de que sus motivos eran puramente altruistas no tenía especial aceptación. Con el tiempo, los partidarios de la hipótesis de que el profesor Liseiwicz pensaba sacar algún beneficio del genio de Jinzhen acallaron con su vocerío a todos los demás.

Incluso la maestra Rong mencionó ese extremo en la entrevista que le hice.

[Transcripción de la entrevista a la maestra Rong]

El primer invierno después del final de la segunda guerra mundial, Jan Liseiwicz volvió a Europa. Hacía un frío terrible, pero supongo que en Europa sería todavía peor, porque no se llevó a nadie de su familia, sino que viajó solo. Cuando volvió, papá pidió prestado uno de los automóviles Ford de la universidad y me dijo que fuera a buscarlo al puerto. Cuando llegué, me quedé boquiabierta al ver al profesor Liseiwicz sentado sobre una caja enorme de madera, más o menos del tamaño de un ataúd, con su nombre y la dirección de su oficina en la Universidad N escritos en chino y en inglés. Por su tamaño y su peso, era imposible meter la caja en el coche. Tuve que conseguir un carro y contratar a cuatro hombres robustos para que la transportaran a la Facultad de Matemáticas. Por el camino, le pregunté a Liseiwicz por qué demonios se había traído tantos libros y él me contestó entusiasmado:

—Los necesito porque he encontrado un nuevo tema de investigación que me interesa mucho.

Por lo visto, en su viaje a Europa, Liseiwicz había recuperado el interés por la investigación que durante todos esos años había permanecido latente. Se sentía inspirado y buscaba un nuevo comienzo. Había decidido empezar a investigar en un campo enorme y nuevo: el de la inteligencia artificial. Hoy no hay nadie que no haya oído hablar del tema, pero en aquella época acababa de construirse el primer ordenador del mundo.[3] Por eso se le ocurrió la idea. Él siempre descubría las potencialidades de nuestro campo antes que los demás. Teniendo en cuenta el enorme alcance del proyecto de investigación que había concebido, los libros que había traído eran sólo una pequeña fracción del total. No es de extrañar que no se los quisiera prestar a nadie.

El problema es que la prohibición valía para todos, menos para Zhendi, y por eso la gente empezó a formular suposiciones sin ningún fundamento sobre lo que estaba ocurriendo. Fuera como fuese, en la Facultad de Matemáticas circulaban un montón de historias sobre la genialidad de Zhendi. Se decía que había completado cuatro años de estudios en apenas dos semanas, y que al profesor Liseiwicz le daban sudores fríos cada vez que lo veía. Antes de que pudiéramos darnos cuenta, algunas personas que no entendían ni la mitad del funcionamiento de todas estas cosas empezaron a decir que el profesor extranjero se estaba aprovechando de la inteligencia de Zhendi para beneficio de su propia investigación. Ese tipo de rumores son frecuentes en los medios universitarios. A la gente le gusta desprestigiar a los profesores y decir que han llegado lejos robando el trabajo ajeno. Así son las cosas. Cuando oí el comentario, fui a preguntarle a Zhendi qué estaba pasando y él me dijo que todo era mentira. Papá también se lo preguntó, y él le respondió que eran habladurías sin ninguna base.

—Me han contado que pasas las tardes en su casa. ¿Es cierto? —le preguntó mi padre.

—Sí —dijo Zhendi.

—¿Qué haces en su casa? —quiso saber papá.

—A veces leo libros y otras jugamos al ajedrez —respondió Zhendi.

Fue muy categórico en sus respuestas, pero nosotros pensamos que donde había humo tenía que haber fuego, y nos preocupaba que nos estuviera mintiendo. Después de todo, sólo tenía dieciséis años y no sabía que el mundo puede ser muy complicado. Era muy posible que lo estuvieran engañando. Pues bien, en varias ocasiones fui a casa de Liseiwicz con alguna excusa, para averiguar qué hacían, y todas las veces pude comprobar que efectivamente estaban jugando al ajedrez con las reglas internacionales. Zhendi solía jugar al go con mi padre, en casa; era muy bueno y los dos tenían un nivel bastante igualado. A veces también jugaba a la pulga con mi madre, pero sólo por diversión. Cuando vi que Liseiwicz estaba jugando al ajedrez con Zhendi, supuse que lo haría simplemente por hacerle compañía, porque todo el mundo sabía que el profesor jugaba al nivel de un gran maestro.

Pero la realidad era muy diferente.

Zhendi me contó que jugaban al ajedrez en todas sus variedades: el ajedrez occidental, el go, el xiangqi o ajedrez chino, la batalla y muchas más. A veces conseguía ganarle en la variedad de la batalla, pero en ninguna más. Según me dijo, Liseiwicz tenía un nivel asombrosamente alto en todos los tipos de ajedrez; si a veces Zhendi le ganaba en el de la batalla, era sólo porque en esa variedad la victoria no depende únicamente de la habilidad del jugador, sino en gran parte de la suerte. Si se para usted a pensarlo, el juego de la pulga es mucho más sencillo que la batalla de ajedrez, pero permite apreciar mejor la habilidad del jugador, porque la suerte no desempeña un papel tan importante. En opinión de Zhendi, la batalla no debería considerarse una variedad del juego del ajedrez, al menos cuando se juega entre adultos.

Quizá se pregunte usted por qué seguían jugando Zhendi y Liseiwicz, día tras día, si su nivel era tan desigual.

Se lo explicaré. Considerados simplemente como juegos, todos los tipos de ajedrez son fáciles de aprender, en el sentido de que no requieren que el jugador desarrolle ninguna habilidad especial, sino únicamente que conozca las reglas. Pero, en cuanto uno empieza a jugar, el ajedrez exige unas aptitudes completamente diferentes de las necesarias para los juegos de habilidad física, donde basta con practicar para ser cada vez mejor y pasar de principiante a jugador aceptable, e incluso bueno o excelente. En el ajedrez, cuanto más juega uno, más complicado se vuelve todo. A medida que mejora, el jugador aprende nuevas aperturas y variantes, y esos conocimientos le abren más caminos para explorar. Es como moverse por un laberinto. En la entrada no hay más que un camino, pero cuanto más se adentra uno en la maraña, más bifurcaciones encuentra y más decisiones debe tomar. Esa es una de las razones de la complejidad del juego. La otra, como puede imaginar, es que hay dos oponentes que recorren el mismo laberinto, tratando de avanzar y de bloquear a la vez el avance de su rival. Los dos intentan lo mismo —avanzar y bloquear, avanzar y bloquear—, y ese aspecto añade un nuevo nivel de dificultad a un juego que ya de por sí es extremadamente complejo. Así es el ajedrez: aperturas y finales, maniobras de ataque y de defensa, amenazas evidentes y solapadas, piezas de corto alcance y otras cuya acción puede llegar al otro extremo del tablero, envolviendo al contrincante en una neblina de misterio. En circunstancias normales, el que conoce más jugadas teóricas tiene más capacidad de maniobra y puede crear más misterio en torno a sus jugadas. Cuando logra confundir a su adversario y hacerlo dudar de la dirección del ataque, entonces dispone de las condiciones más favorables para ganar la partida. Si quiere jugar bien al ajedrez, tiene que aprender las jugadas teóricas, pero eso no es suficiente, porque mucha gente las conoce.

¿Qué son las jugadas teóricas?

Podríamos compararlas con un sendero trazado en la selva por el paso de muchos caminantes. Son caminos trillados, que ofrecen la seguridad de llegar de A hasta B. Puede utilizarlos para llegar al destino deseado, pero sus rivales también los conocen. O, por poner otro ejemplo, las jugadas teóricas son las armas convencionales. Cuando nos enfrentamos con un enemigo que no tiene armas, las nuestras acabarán con él en un instante. Sin embargo, si nuestro rival tiene las mismas que nosotros, podremos sembrarle el campo de minas, pero él enviará cuadrillas para levantarlas, por lo que solamente habremos perdido el tiempo. Podremos enviarle nuestros bombarderos, pero él los verá con toda claridad en la pantalla de su radar y los derribará con su artillería. En esas circunstancias, necesitaremos armas secretas para vencer en el campo de batalla. El ajedrez tiene muchas armas secretas.

Si Liseiwicz seguía jugando al ajedrez con Zhendi era porque se daba cuenta de que el muchacho podía idear infinidad de armas secretas. Parecía capaz de conjurar una sucesión interminable de jugadas extrañas y complejas, sacadas aparentemente de la nada, que infundían en su adversario la sensación de estar perdiendo el terreno bajo los pies a medida que avanzaba. Era capaz de confundir a su rival, porque una pieza aparentemente inactiva podía convertirse en sus manos, en una sola jugada, en el elemento crucial de su posición. Zhendi llevaba muy poco tiempo jugando al ajedrez, tenía muy poca experiencia y prácticamente desconocía la teoría, por lo que resultaba fácil desconcertarlo con las armas convencionales. O, dicho de otra forma, como no conocía la mayoría de las jugadas teóricas, los movimientos más corrientes le resultaban profundamente misteriosos. Lógicamente, todos esos movimientos los habían utilizado decenas de miles de personas. Eran jugadas sólidas, que habían resistido la prueba del tiempo, por lo que soportaban los embates de las respuestas extrañas y complicadas que inventaba Zhendi, y lo precipitaban una vez más hacia la derrota.

Liseiwicz me dijo una vez que las repetidas derrotas de Zhendi no eran cuestión de inteligencia, sino de experiencia, conocimiento de la teoría y habilidad de juego.

—Desde los cuatro años —me dijo Liseiwicz—, he jugado todas las variedades del ajedrez y, a lo largo de los meses y los años, he ido asimilando las jugadas teóricas hasta conocerlas como la palma de mi mano. Por eso a Jinzhen le resulta tan difícil ganarme. De hecho, no hay nadie de mi círculo inmediato capaz de derrotarme. Puedo decir sin temor a equivocarme que, en el reducido ámbito del ajedrez, soy un genio. Además, como hace muchos años que juego, he desarrollado mis habilidades. A menos que Zhendi esté dispuesto a pasar los próximos años concentrado únicamente en mejorar su juego, no podrá vencerme nunca. Sin embargo, cuando medimos nuestras fuerzas, a menudo me llevo sorpresas muy agradables. Y disfruto mucho de esas sorpresas. Por eso sigo jugando con él.

Eso me dijo.

¡Otra partida de ajedrez!

¡Y otra más!

Como jugaban tanto al ajedrez, Zhendi y Liseiwicz trabaron una estrecha amistad, y muy pronto dejaron atrás la relación normal entre profesor y alumno, para convertirse en amigos de verdad. Comían juntos y casi todos los días salían a caminar. Enzarzado en sus partidas de ajedrez, Zhendi pasaba cada vez menos tiempo en casa. Antes de su amistad con Liseiwicz, prácticamente no salía de casa durante las vacaciones de verano y de invierno. Muchas veces mamá tenía que echarlo a empujones para que se fuera a tomar un poco de aire fresco. Pero desde que se hizo amigo de Liseiwicz, casi no lo veíamos en casa en todo el día. Al principio pensábamos que estaría jugando al ajedrez con él, pero después nos enteramos de que no era así. No estaban jugando al ajedrez. Estaban inventando un juego de tablero completamente nuevo.

Seguramente le costará creer que estuvieran inventando una variedad nueva de ajedrez, pero así era. Zhendi lo llamaba «ajedrez matemático». Más adelante los vi jugar en muchas ocasiones y era realmente extraño. El tablero era más o menos del tamaño de una mesa de escritorio, y había dos campamentos militares: uno dispuesto en forma de almohadilla (#), y el otro, en forma de cruz copta. Jugaban con fichas de mahjong y no con piezas de ajedrez. Había cuatro rutas a través del tablero y cada jugador dominaba dos, desde el campamento de la almohadilla hasta el de la cruz copta. Las piezas que partían del primer campamento debían respetar una disposición fija, semejante a la del ajedrez chino, en el que cada pieza tiene una posición de salida particular; en cambio, las piezas pertenecientes al campamento de la cruz copta podían salir en cualquier posición, según un orden determinado por el rival. Cuando uno de los jugadores ordenaba las piezas del rival, lo hacía, lógicamente, atendiendo a su propio plan de campaña, y las colocaba en las posiciones más favorables para sus propósitos. Una vez iniciado el juego, su adversario las controlaba y podía moverlas a otras posiciones. Naturalmente, su prioridad era llevarlas desde una posición inicial ventajosa para el enemigo a otra favorable para sus propios designios, en el menor tiempo posible. En el transcurso del juego, las piezas podían moverse entre los dos campamentos y, en principio, a menor número de impedimentos para el avance de las propias piezas, mayores probabilidades de victoria. Sin embargo, las reglas que gobernaban las circunstancias en que era posible entrar con una pieza en el campamento enemigo eran muy estrictas y exigían una cuidadosa planificación. Además, cuando una pieza entraba en terreno enemigo, su movimiento cambiaba. Las piezas que se encontraban en el campamento de la almohadilla no podían moverse en diagonal ni saltar por encima de las otras, mientras que esos movimientos estaban permitidos en el campamento de la cruz copta. La principal diferencia respecto al ajedrez clásico era la necesidad de planificar simultáneamente el avance de las piezas por las dos rutas controladas por cada jugador. Los jugadores tenían que situarlas en las mejores posiciones posibles para llevar a cabo el ataque previsto y sacarlas cuanto antes de las posiciones desfavorables, previendo el momento en que ambos pudieran penetrar con sus piezas en el campamento enemigo. Era como jugar al ajedrez contra el adversario, pero también contra uno mismo, como si cada uno de los jugadores estuviera enfrentándose con dos oponentes a la vez. Era una sola partida, pero también eran tres, porque cada uno de los jugadores tenía que atender al juego contra sí mismo, además del que lo enfrentaba a su rival.

Era un juego muy extraño y complicado. El mejor símil que se me ocurre es el de una batalla en la que cada general estuviera al mando de las tropas enemigas y no pudiera controlar las propias. Imagínese lo insólito y complejo que sería luchar en una batalla teniendo solamente bajo su control al ejército enemigo. La extrañeza puede ser a veces una forma de complejidad. Al ser un juego tan y tan complicado, la mayoría de la gente no lo entendía. Liseiwicz decía que estaba pensado para que lo jugaran solamente los matemáticos y que por eso se llamaba ajedrez matemático. En cierta ocasión, hablando de este juego, me dijo en tono triunfante:

—Este juego es el resultado de una extensa investigación en el ámbito de la matemática pura. Teniendo en cuenta el nivel de conocimiento matemático necesario para dominarlo, la complejidad de sus reglas y la sutileza con que la subjetividad del jugador transforma la organización estructural, sólo puede compararse con la inteligencia humana y sus interminables vericuetos. La invención de este juego de ajedrez es una manera de poner a prueba los límites de nuestra inteligencia.

En cuanto lo dijo, recordé de inmediato su tema de investigación: la inteligencia artificial. De pronto, me sentí alarmada e incómoda, porque empecé a preguntarme si ese ajedrez matemático no formaría parte de su investigación. Si era así, entonces era evidente que estaba utilizando a Zhendi, y que lo disimulaba fingiendo que todo se reducía a la invención de un nuevo juego. Entonces me dije que tenía que preguntarle a Zhendi por qué habían decidido desarrollar el ajedrez matemático y cómo habían procedido.

Él me contó que los dos disfrutaban jugando al ajedrez, pero que, a causa del elevadísimo nivel de juego de Liseiwicz, él no tenía ninguna posibilidad de ganarle y eso lo deprimía y le quitaba las ganas de jugar. En consecuencia, los dos habían decidido desarrollar un nuevo tipo de ajedrez, en el que ambos tuvieran el mismo nivel, sin que uno de ellos partiera con la ventaja de un mayor conocimiento teórico. El juego se estructuraría de tal manera que la victoria dependiera puramente de la inteligencia de los jugadores. Durante el desarrollo del juego, según me dijo Zhendi, él se había ocupado sobre todo del diseño del tablero, mientras que Liseiwicz se había concentrado en los movimientos de las piezas y sus reglas. Cuando le pregunté qué porcentaje del juego podía considerarse invención suya, me dijo que aproximadamente un diez por ciento. Si el juego formaba parte de la investigación de Liseiwicz, entonces Zhendi había hecho una contribución considerable y merecía que se le reconociera la aportación. Le pregunté por el trabajo de Liseiwicz en el terreno de la inteligencia artificial. Zhendi me respondió que no tenía ni idea y que, hasta donde él sabía, Liseiwicz no estaba trabajando en nada de eso.

—¿Por qué dices que no está trabajando en ese campo? —le pregunté.

—Porque nunca me lo ha mencionado —respondió.

Me pareció muy raro.

Cuando había vuelto de Europa, nada más verme, Liseiwicz me había hablado entusiasmado de sus nuevos planes de investigación, y en cambio a Zhendi, con quien pasaba la mayor parte del tiempo, no le había dicho absolutamente nada al respecto. Pensé que era muy sospechoso. Más adelante, se lo pregunté yo misma a Liseiwicz, y su única respuesta fue que no teníamos las instalaciones necesarias y que simplemente lo había dejado.

¿Lo había dejado?

¿Realmente había renunciado a esa línea de estudio o sólo lo decía por darme una respuesta?

A decir verdad, todo el asunto me resultó muy desagradable. Si no era cierto que había renunciado a su investigación y me había mentido, entonces teníamos un problema grave, porque sólo alguien envuelto en actividades poco éticas (cuando no abiertamente delictivas) necesita esconderse de los demás. Tal como yo lo veía, si era cierto que Liseiwicz estaba involucrado en una actividad contraria a la ética y estaba utilizando a otra persona para sus fines, entonces esa persona sólo podía ser mi pobrecito Zhendi. Todos los departamentos eran un hervidero de rumores, y de hecho esos mismos rumores me habían llevado a considerar seriamente la inusual relación de Liseiwicz y Zhendi. Me preocupaba que Liseiwicz lo estuviera engañando y utilizando. En aquella época, todavía era un niño y no tenía la menor idea de lo malvada que puede ser la gente. Era ingenuo y emocionalmente inmaduro. Era el perfecto pardillo que cualquier delincuente habría elegido para sus manejos: inocente, socialmente aislado y asustadizo, el tipo de persona que se calla cuando la acosan, el tipo de víctima que sufre en silencio.

Por suerte, al poco tiempo, Liseiwicz hizo algo de lo más inesperado, algo que me tranquilizó y me hizo olvidar para siempre todos los temores.

[Continuará]