La Facultad de Matemáticas de la Universidad N era famosa; de hecho, solía considerarse la cuna de los mejores matemáticos del país. Hace unos quince años, un conocido escritor de la ciudad C escuchó por casualidad unos comentarios despectivos hacia su ciudad natal. Su respuesta fue digna de mención. Dijo lo siguiente:
—Aunque la ciudad C estuviera el doble de atrasada y deteriorada de lo que está, aún le quedaría la extraordinaria Universidad N. Y si también esta empezara a decaer, aún tendríamos su magnífica Facultad de Matemáticas, que es una de las mejores del mundo. ¿Cómo se atreven a hablar de nosotros con tanto desprecio?
Lo dijo en tono de broma, pero es un hecho que la Facultad de Matemáticas de la Universidad N siempre ha sido muy prestigiosa.
En su primer día de universidad, el joven Lillie le regaló a Jinzhen un diario. En las guardas había escrito un mensaje, que decía así:
Si quieres ser matemático, has venido al mejor lugar del país para desarrollar tu talento. Si no quieres serlo, no necesitas asistir a esta universidad, porque ya sabes suficientes matemáticas para el resto de tu vida.
Puede que nadie apreciara tanto como el joven Lillie el extraordinario genio matemático oculto detrás de la impasible fachada de Jinzhen. Por esa razón, nadie deseaba tanto como él que Jinzhen se dedicara a las matemáticas. Así lo demuestra, como ya habréis notado, el mensaje que escribió en las guardas del diario del chico. El joven Lillie estaba convencido de que en el futuro mucha más gente descubriría el increíble talento matemático de Jinzhen, tal como lo había descubierto él. Pero, al mismo tiempo, le preocupaba que esa revelación se produjera prematuramente y pudiera ser perjudicial para el desarrollo del muchacho. Esperaba poder retrasarlo uno o dos años, para que Jinzhen se concentrara en sus estudios, porque estaba seguro de que tarde o temprano su misterioso genio matemático se manifestaría y quedaría a la vista de todos.
Sin embargo, las previsiones del joven Lillie resultaron demasiado conservadoras. Al cabo de apenas dos semanas de clase, el profesor Jan Liseiwicz se sumó a la lista de personas que habían advertido el extraordinario talento del chico, y así lo dijo:
—Veo que la Universidad N ha producido otro buen matemático, que tal vez llegue a ser uno de los grandes de nuestro tiempo. Como mínimo, estoy seguro de que será el mejor que usted o yo conozcamos personalmente.
Se refería a Jinzhen.
Jan Liseiwicz tenía casi la misma edad que el siglo. Había nacido en 1901, en el seno de una acaudalada familia polaca. Su madre era judía y de ella había heredado lo que en aquella época se consideraban unos rasgos típicamente judíos: frente ancha y despejada, nariz aguileña y pelo oscuro y rizado. Tenía además una inteligencia notable y una memoria que era el asombro de todos. En los test Binet-Simon, prácticamente se salía de la escala. A los cuatro años, el pequeño Liseiwicz ya estaba obsesionado con diversos juegos donde los rivales medían su inteligencia. En esa época empezó a jugar al ajedrez y a aprender las aperturas más corrientes. A los seis años, no había nadie en su familia que se atreviera a desafiarlo. Todos los que lo veían jugar coincidían en la misma apreciación: era un genio de los que surgen quizá una vez cada cien años. Otros felicitaban a su madre:
—¡Ha nacido otro gran matemático judío!
A los catorce años, Jan Liseiwicz acompañó a sus padres a una boda celebrada por otra familia de la aristocracia local. También estaba presente en la fiesta Michael Steinroder, que en su época era uno de los matemáticos más destacados del mundo. En el momento de ese inesperado encuentro, Michael Steinroder era director del Instituto de Matemáticas de la Universidad de Cambridge y gran maestro de ajedrez. El señor Liseiwicz, padre de Jan, le dijo al matemático que esperaba que su hijo pudiera estudiar algún día en la Universidad de Cambridge. Con actitud arrogante, Steinroder le contestó:
—Hay dos maneras de hacer realidad esa ambición. Una es superar con éxito los exámenes de ingreso que organiza cada año la universidad, y la otra, ganar el Premio Newton de Matemáticas o Física que otorga la Royal Society cada dos años. (El premio de matemáticas se concedía en años impares, y el de física, en años pares. En ambos casos, los primeros cinco candidatos clasificados podían asistir a la Universidad de Cambridge gratuitamente y sin necesidad de superar los exámenes de ingreso).
Entonces, el joven Jan Liseiwicz intervino en la conversación:
—He oído decir que es usted el mejor ajedrecista aficionado del mundo. Le propongo que juguemos una partida. Si gano, podré asistir a la universidad sin tener que superar los exámenes de ingreso. ¿Le parece bien?
Steinroder replicó en tono severo:
—Con mucho gusto jugaré una partida contigo, pero te hablaré con claridad. Me has pedido un favor muy grande en caso de ganar, y te lo concederé encantado. Sin embargo, para que el juego sea justo, tendrás que aceptar lo que yo te pida en caso de que pierdas. Si no estás de acuerdo, no jugaré.
—Dígame qué me pedirá si pierdo —respondió Jan.
—Si pierdes —dijo el matemático—, renunciarás para siempre a solicitar el ingreso en la Universidad de Cambridge.
Esperaba que Jan se asustara y desistiera de su intento, pero el único que se asustó fue el señor Liseiwicz, su padre. El chico estuvo a punto de cambiar de idea por la tormenta de protestas de este, pero al final dijo en tono confiado:
—¡De acuerdo!
Rodeados de curiosos, los dos empezaron a mover las piezas, pero, al cabo de menos de media hora, Steinroder se levantó de la mesa y le dijo al señor Liseiwicz con una carcajada:
—El año próximo envíe a su hijo a Cambridge.
—Pero ¡si todavía no ha terminado la partida! —replicó el caballero.
—¿Cree que no sé distinguir cuándo estoy derrotado? —dijo el matemático. Y volviéndose hacia el joven Jan añadió—: ¿Crees que vas a vencerme?
El chico respondió enseguida:
—En este momento tengo sólo un treinta por ciento de probabilidades de victoria, aproximadamente. Usted tiene un setenta por ciento.
—Tienes toda la razón —replicó el matemático—. Por otro lado, como has sido capaz de calcularlo con tanta exactitud, hay al menos un sesenta o un setenta por ciento de probabilidades de que me fuerces a cometer un error. Lo has hecho muy bien y espero jugar muchas partidas más contigo cuando vengas a Cambridge.
Diez años después, la revista austríaca Monatshefte für Mathematik mencionó a Jan Liseiwicz (que entonces sólo tenía veinticuatro años) como una de las estrellas emergentes del mundo de las matemáticas. Al año siguiente, ganó el premio internacional más prestigioso: la Medalla Fields, que para muchos es el equivalente al Premio Nobel en el campo de las matemáticas, aunque en realidad es mucho más difícil de conseguir, porque el Premio Nobel se concede todos los años, y en cambio la Medalla Fields sólo se otorga una vez cada cuatro años.
Entre los compañeros de estudios de Liseiwicz en Cambridge había una joven que pertenecía a una de las ramas menores de la familia imperial de Austria. La chica se enamoró locamente del joven ganador de la Medalla Fields, pero sólo recibió a cambio la más completa indiferencia. Un día, el padre de la joven fue a hablar con Liseiwicz, aunque naturalmente no lo hizo para pedirle que se casara con su hija, sino para presentarle sus planes de desarrollo de la ciencia de las matemáticas en Austria y proponerle que lo ayudara a hacer realidad sus proyectos. Liseiwicz le pidió que le expusiera su plan, y el caballero se lo explicó:
—Yo pondré el dinero, usted seleccionará a las personas adecuadas y juntos fundaremos un gran instituto de investigación.
—¿Cuánto dinero está dispuesto a invertir? —preguntó Liseiwicz.
—Dígame cuánto necesita.
Liseiwicz lo pensó durante dos semanas, y al final consiguió resumir en una fórmula los beneficios de su posible decisión para su carrera futura y para la disciplina de las matemáticas en su conjunto. Los resultados le indicaron que los beneficios de aceptar y marcharse a Austria superaban siempre a los de quedarse en Cambridge, independientemente de los parámetros escogidos.
Así pues, aceptó.
Muchos pensaron que había decidido establecerse en Austria influido por dos personas: el padre rico y la hija enamorada. Algunos imaginaron que el afortunado joven lograría casarse con la chica y avanzar espectacularmente en su carrera, todo en una única y magistral jugada. Sin embargo, en la práctica, sólo avanzó en su carrera. El joven investigador utilizó los inagotables recursos del príncipe Habsburgo para crear el mejor instituto de investigación matemática de Austria y reunir a muchos profesionales excelentes bajo su estandarte. Con el tiempo, uno de ellos llegó a sustituirlo en el corazón de la joven que tan desesperadamente había deseado casarse con él. Por esa época se propagaron muchas habladurías sobre su supuesta homosexualidad; de hecho, parte de su conducta parecía otorgar credibilidad a los rumores. Por ejemplo, nunca quiso contratar a ninguna mujer para su instituto de investigación, ni siquiera para ocuparse de las tareas administrativas o de limpieza. Cuando los periódicos querían entrevistarlo, sólo tenían éxito si enviaban un reportero. Se sabía que muchas mujeres periodistas habían intentado hablar con él, pero ninguna lo había conseguido, aunque probablemente se debiera a la naturaleza reservada de Liseiwicz más que a ninguna otra cosa.
[Transcripción de la entrevista a la maestra Rong]
Jan Liseiwicz llegó a la Universidad N como profesor visitante en la primavera de 1938. Supongo que vendría con la idea de descubrir nuevos talentos para su instituto y ni siquiera intuía los trascendentales sucesos que iban a sacudir al mundo durante las dos o tres semanas siguientes. Cuando nos llegó la noticia de que Hitler había invadido Austria, nos dimos cuenta de que Liseiwicz iba a tener que quedarse en la Universidad N, al menos hasta que la situación en Europa se serenara. Mientras esperaba, recibió una carta de un amigo suyo de Estados Unidos, que le pintaba un panorama de Europa verdaderamente espeluznante. La bandera nazi ondeaba sobre Austria, Checoslovaquia, Hungría y Polonia, y los judíos tenían que esconderse o huir. A los que no se marchaban a tiempo los detenían y los internaban en campos de concentración. Entonces se dio cuenta de que no tenía adónde ir y de que estaba obligado a quedarse con nosotros, al menos en el futuro más inmediato. Aceptó el cargo de catedrático de matemáticas, pero aún esperaba una oportunidad para poder irse a Estados Unidos. Durante esa época, su personalidad (o quizá su cuerpo) sufrió un cambio inesperado y misterioso: prácticamente de la noche a la mañana empezó a sentir una poderosa atracción por las jóvenes estudiantes de la universidad. Al parecer, nunca le había sucedido nada parecido. Puede decirse que Liseiwicz era como una extraña especie de árbol que da flores diferentes en diversos suelos, y de cada flor nacen diferentes frutos. Su renovado interés por el sexo opuesto le hizo postergar la decisión de marcharse a Estados Unidos, y dos años más tarde se casó con una joven profesora adjunta de la Facultad de Física. Para entonces tenía cuarenta años, catorce más que su mujer. Su boda lo obligó a aplazar una vez más el plan de trasladarse a Estados Unidos, y ya no volvió a pensar al respecto hasta transcurridos otros diez años.
Todas las personas relacionadas con el mundo de las matemáticas se daban cuenta de que Jan Liseiwicz había cambiado mucho desde que se había marchado a China. Se había vuelto un buen marido y un padre excelente, pero como matemático era cada vez menos creativo y original. Es posible que su notable talento estuviera intrínsecamente ligado a su existencia poco hogareña, y, en cuanto contrajo matrimonio, su genio lo abandonó. Lo cierto es que, si a alguien se le hubiera ocurrido preguntárselo, él no habría sabido decir si sus actos habían destruido su talento, o si su genio se había esfumado por sí solo. Como podría decirle cualquier matemático, antes de viajar a China, Jan Liseiwicz había publicado veintisiete trabajos, que fueron aclamados internacionalmente; pero después no volvió a escribir nada, ni un solo artículo. Por otro lado, durante esa época nacieron sus hijos e hijas. Era como si su genio se hubiera evaporado en los brazos de una mujer y se hubiera transformado en una sucesión de bebés adorables. Viendo lo que le había sucedido, la gente empezó a pensar que debía de haber algo de cierto en aquel viejo proverbio que dice que Oriente es Oriente y Occidente es Occidente, y es mejor no mezclarlos. Pero era realmente increíble y extraño que un hombre como él hubiera cambiado de una manera tan misteriosa y profunda. Nadie notó nada mientras se producía la transformación, pero todos pudimos ver los resultados.
Aunque quizá había perdido una parte importante de su talento, Jan Liseiwicz seguía siendo un profesor realmente extraordinario. De hecho, cuanto menos original y creativo se volvía como matemático, más se afianzaba su fama como profesor prestigioso y sumamente respetado. Liseiwicz fue catedrático de la Facultad de Matemáticas de la Universidad N durante once años. Ser alumno suyo era sin duda un gran honor y un maravilloso comienzo para la carrera de cualquier matemático. Por poner sólo un ejemplo, del puñado de estudiantes de la Universidad N que alcanzaron reconocimiento internacional en su disciplina, más de la mitad habían sido estudiantes suyos durante los once años que pasó en la institución. Pero ser alumno de Liseiwicz no era fácil. En primer lugar, había que saber inglés. (Desde que Hitler había invadido Austria, se negaba a hablar en alemán). En segundo lugar, no permitía que nadie tomara apuntes durante sus clases. Además, cuando proponía un problema, algunas veces revelaba sólo la mitad del enunciado, o introducía deliberadamente algún error. Empezaba de ese modo y no hacía ninguna corrección, al menos durante la clase. Si por casualidad lo recordaba unos días más tarde, entonces explicaba correctamente el problema; pero, si no, no se preocupaba. A causa de esa pequeña manía, más que por cualquier otra razón, muchos de sus alumnos menos brillantes abandonaban sus clases a mitad de curso o pedían el traslado a otra facultad. Toda su doctrina pedagógica podía resumirse en una sola frase: una teoría interesante pero errónea siempre es mejor que una prueba perfecta pero aburrida. En realidad, usaba todos esos trucos para obligar a sus estudiantes a pensar y a desarrollar su imaginación y su capacidad creativa. Al principio de cada nuevo año académico, se situaba frente a sus alumnos y empezaba su primera clase con el mismo mensaje, expresado en una extraña mezcla de chino e inglés:
—No soy un domador de animales, sino una fiera. Voy a perseguiros hasta las montañas y hasta lo más profundo del bosque, y tendréis que esforzaros al máximo para correr más que yo. Cuanto más rápido corráis, más rápido os perseguiré. Si ralentizáis la marcha, yo también lo haré. Pase lo que pase, tendréis que correr, sin parar nunca, sean cuales sean las dificultades que encontréis en el camino. Si dejáis de correr, pondremos punto final a nuestra relación. Si os adentráis corriendo en el bosque y os pierdo de vista, entonces también terminará nuestra relación. En el primer caso, me habré desentendido de vosotros; en el segundo, habréis conseguido vuestra libertad. Así que ya lo sabéis. Ahora es el momento de empezar a correr, para ver quién puede librarse de quién.
Por supuesto, alcanzar la libertad era muy difícil, pero los medios para conseguirlo eran muy sencillos. Al principio de cada trimestre, en la primera clase, Liseiwicz tenía por costumbre escribir una ecuación muy complicada en la esquina superior derecha de la pizarra. El primero en hallar la respuesta obtenía la nota máxima de diez y ya no tenía que volver a clase durante el resto del trimestre si no lo deseaba. Había superado el curso. Cuando eso sucedía, Liseiwicz escribía una nueva ecuación en el mismo lugar de la pizarra y esperaba a que alguien la resolviera. Si un estudiante resolvía tres ecuaciones seguidas, entonces le ponía un problema para él solo, que consideraba su tesis de graduación. Si también lo resolvía, el estudiante se graduaba con las mejores calificaciones y obtenía su título universitario, aunque sólo hubiera asistido a la universidad un par de días. Por supuesto, en los casi diez años que llevaba impartiendo clases, nunca ningún estudiante había estado cerca de realizar semejante hazaña. Ya era toda una proeza ser capaz de resolver una o dos de sus ecuaciones.
[Continuará]
Jinzhen llegó entonces a la clase de Liseiwicz y, como era más bajo que los demás (porque sólo tenía dieciséis años), se sentó al frente, en primera fila. Desde allí podía distinguir mejor que ninguno de sus compañeros los agudos destellos de los ojos de Jan Liseiwicz, de un pálido azul claro. El profesor era muy alto, y cuando disertaba desde el estrado, delante del atril, parecía todavía más alto. Hablaba con la mirada fija en la última fila de asientos. Ocasionalmente, cuando se entusiasmaba, salpicaba de saliva a Jinzhen, que además percibía con claridad el ruido de su respiración cada vez que levantaba la voz. Describía los secos y abstractos conceptos matemáticos en tono de intensa emoción. A veces agitaba los brazos y gritaba; otras, iba y venía lentamente por el estrado, recitando en voz baja. Delante de sus discípulos, de pie sobre su plataforma, parecía un poeta, o tal vez un general. Al final de la clase, salía del aula sin añadir ni una sola palabra. Sin embargo, en esa ocasión, mientras se marchaba a grandes zancadas, se fijó casualmente en el joven delgado que había en la primera fila y que tenía la cabeza inclinada sobre el papel, concentrado en la realización de un cálculo. Parecía completamente absorto en su tarea, como un estudiante en la sala de exámenes. Dos días después, Liseiwicz llegó para impartir su segunda clase. Tras ocupar su lugar en el estrado, preguntó a los alumnos:
—¿Alguno de vosotros se llama Jinzhen? De ser así, ¿podría levantar la mano, por favor?
Liseiwicz vio que el estudiante que levantaba la mano era el joven de la primera fila, en el que se había fijado al marcharse después de la clase anterior. Agitó las hojas que sostenía en la mano y preguntó:
—¿Eres tú el que pasó estos papeles por debajo de mi puerta?
Jinzhen asintió con un gesto.
—Entonces te diré —anunció Liseiwicz— que ya no es necesario que asistas a clase durante el resto del trimestre.
Hubo un repentino clamor.
Liseiwicz parecía estar disfrutando del momento, porque esperó a que se acallara el griterío con una sonrisa en el rostro. Cuando todos guardaron silencio, volvió a escribir la ecuación en la pizarra, pero no en la esquina superior derecha, sino en la izquierda, y entonces dijo:
—Veamos cómo resolvió Jinzhen el problema. Esto no es una curiosidad al margen de la clase, sino el tema de nuestra lección de hoy.
Empezó por escribir la respuesta de Jinzhen en la pizarra y la explicó de principio a fin. Después utilizó diferentes métodos para producir tres soluciones alternativas, de manera que los alumnos asistentes a la clase tuvieron ocasión de aprender algo nuevo a través de la comparación y pudieron saborear la extraña dicha de llegar al mismo destino viajando por diferentes rutas. En la explicación de cada método, el profesor desarrolló paso a paso el tema de la clase. Cuando terminó, escribió un nuevo problema en la esquina superior derecha de la pizarra y dijo:
—Será una gran alegría para mí si alguno de vosotros puede encontrar la respuesta antes del comienzo de la próxima clase. Así es como me gusta que funcionen las cosas: yo os planteo una pregunta en una clase, y vosotros me dais la respuesta en la clase siguiente.
Eso fue lo que dijo, pero sabía perfectamente que las probabilidades eran ínfimas. Si hubiese tenido que expresarlo matemáticamente, habría tenido que usar una fracción muy pequeña del uno por ciento, y aun así se habría visto obligado a redondear el número hacia arriba. Pero a menudo los cálculos demuestran ser un método muy torpe para determinar el futuro, porque hacen pasar lo posible por imposible. Con frecuencia, las personas no se comportan con la pulcritud de los números. Pueden hacer que lo imposible se vuelva posible y que la tierra se convierta en cielo, lo que significa que, en realidad, la distancia entre la tierra y el cielo no es insalvable. Una pequeña fracción más hace que la tierra se convierta en cielo, y una pequeña fracción menos, que el cielo se transmute en tierra. Liseiwicz no podía imaginar que aquel chico silencioso e impasible iba a ser capaz de desconcertarlo y hacerlo dudar acerca de la naturaleza de lo que estaba observando, y de demostrarle que estaba mirando el cielo cuando él estaba convencido de que era la tierra. En otras palabras, ¡Jinzhen resolvió en un abrir y cerrar de ojos el segundo problema formulado por el profesor Liseiwicz!
Lógicamente, una vez resuelto el segundo problema, hubo que plantear uno nuevo. Cuando Liseiwicz escribió la tercera pregunta en la esquina superior derecha de la pizarra, se volvió y, en lugar de dirigirse a toda la clase, le habló únicamente a Jinzhen:
—Si eres capaz de resolver también este problema, entonces te pondré uno especialmente para ti.
Se refería al problema que serviría de base para su tesis de graduación.
Jinzhen asistió a un total de tres clases del profesor Liseiwicz, en el transcurso de poco más de una semana.
No fue capaz de resolver el tercer problema tan rápidamente como los anteriores, por lo que aún no tenía la respuesta cuando asistió a la tercera clase. Cuando el profesor Liseiwicz terminó la cuarta clase del trimestre, bajó del estrado y le dijo a Jinzhen:
—Ya he pensado en la pregunta para tu tesis de graduación. Puedes venir a buscarla cuando hayas contestado la anterior.
Tras decir eso, se marchó de la clase sin añadir nada más.
Tras su matrimonio, Jan Liseiwicz había alquilado una casa en el camino de Sanyuán, muy cerca de la universidad. Allí tenía su domicilio oficial, pero seguía pasando mucho tiempo en sus habitaciones de soltero, en los alojamientos reservados a los miembros del claustro. Sus aposentos estaban en la tercera planta y se componían de un par de habitaciones con baño. Allí leía y hacía sus investigaciones, en una mezcla de despacho y biblioteca. Esa tarde, el profesor Liseiwicz estaba escuchando la radio, después de dormir la siesta, cuando lo sobresaltó el ruido de unos pasos que se acercaban. Los pasos se detuvieron justo delante de su habitación, pero, en lugar de los esperados golpes en la puerta, el profesor oyó un susurro, semejante al ruido de una serpiente moviéndose entre hojas secas. Alguien le estaba pasando algo por debajo de la puerta. Eran unas hojas. Liseiwicz fue a recogerlas y de inmediato reconoció la familiar caligrafía de Jinzhen. Pasó rápidamente las páginas hasta llegar a la respuesta. Era correcta. Como alcanzado por un rayo, se levantó con la intención de abrir la puerta y gritarle a Jinzhen que volviera. Sin embargo, cuando llegó a la puerta, dudó un momento y al final volvió a sentarse en el sofá. Empezó a mirar la primera página de cálculos, y, cuando hubo leído con atención todo su contenido, sintió el mismo impulso que antes lo había catapultado hacia la puerta, pero en esa ocasión corrió hacia la ventana, y desde allí distinguió a Jinzhen, que se alejaba con lentitud. Abrió la ventana de par en par y lo llamó con toda la fuerza de sus pulmones, porque ya se había alejado considerablemente. Jinzhen se volvió y divisó al profesor extranjero, que le estaba haciendo señas desde la ventana y le pedía que subiera a sus habitaciones.
Al cabo de un instante, estaba sentado ante él.
—¿Quién eres?
—Jinzhen.
—No. —Liseiwicz estaba sonriendo—. Lo que quiero saber es cómo se llama tu familia, de dónde vienes, a qué escuela fuiste… No puedo evitar la sensación de haberte conocido antes, en alguna parte. ¿Quiénes son tus padres?
Jinzhen vaciló un momento. No sabía qué responder.
De pronto, Liseiwicz exclamó:
—¡Ah, sí! ¡Ahora caigo! Te pareces muchísimo a la estatua de la mujer que hay delante del edificio principal…, la señorita Lillie. ¡Eso es! ¡Rong Ábaco Lillie! Dime, ¿tienes algún parentesco con ella? ¿No serás su hijo… o, más probablemente, su nieto?
Jinzhen señaló los papeles que yacían sobre el sofá y habló como si Liseiwicz no le hubiera preguntado nada.
—¿Está bien mi solución?
—Todavía no me has contestado —replicó Liseiwicz—. ¿Estás emparentado con la señorita Lillie?
Jinzhen no lo admitió, pero tampoco lo negó. Dijo simplemente, en tono monocorde:
—Tendrá que preguntárselo al profesor Rong, mi tutor. Yo no sé nada de mis padres.
Jinzhen simplemente estaba intentando eludir el tema de su relación con la señorita Lillie, un asunto que le resultaba muy difícil de abordar. Pero no podía prever que su respuesta fuera a dirigir las indagaciones de Liseiwicz en una dirección mucho más molesta. Con expresión suspicaz, el profesor le espetó:
—¡Ah, ya veo! Dime, ¿encontraste tú solo la respuesta a mis ecuaciones o alguien te ayudó?
Jinzhen se puso de pie.
—¡Claro que la encontré yo solo!
Esa noche, Jan Liseiwicz se presentó en la casa del joven Lillie. Cuando Jinzhen lo vio, supuso que el profesor extranjero aún seguiría sospechando que había recibido ayuda en su trabajo. En realidad, aunque unas horas antes Liseiwicz se había planteado esa posibilidad, de inmediato la había descartado. Según su razonamiento, si el profesor Lillie o su hija le hubieran sugerido la solución al muchacho, jamás la habrían expresado en esos términos. Por la tarde, cuando Jinzhen se marchó de sus habitaciones, Liseiwicz había revisado sus papeles, y una vez más había quedado profundamente impresionado por su sistema de trabajo. Había observado que el método aplicado era sumamente inusual y sorprendente, prueba de ingenuidad y desconocimiento de los métodos habituales, y a la vez de una comprensión de la lógica y una inteligencia fuera de lo común. A Liseiwicz le costaba expresar sus sentimientos con palabras, pero, al final, hablando con el joven Lillie, encontró poco a poco la manera de decir lo que pensaba.
Dijo así:
—Es como si le estuviéramos pidiendo que fuera a buscar algo en el interior de un laberinto de túneles tan oscuro que ni siquiera pudiera distinguir los cinco dedos de su mano aunque los tuviera delante de la cara, y donde además tuviera que vérselas con un sinfín de encrucijadas, bifurcaciones y trampas. Sin una fuente de luz, ni él ni nadie habría sido capaz de alejarse ni un solo paso de la posición de salida. Por eso, para orientarse dentro de ese laberinto, era preciso que encontrara una fuente de luz. Como usted sabe, hay gran cantidad de posibles fuentes de luz. Hay linternas, lámparas de aceite, teas e incluso hogueras. Pero ese chico es tan ignorante que ni siquiera conoce esos instrumentos, y, aunque hubiera oído hablar de ellos, no habría sido capaz de encontrarlos. Así pues, ni siquiera intenta conseguirlos; en lugar de eso, utiliza un espejo y lo coloca en el ángulo adecuado para desviar la luz hacia el túnel que está cavando. Cuando llega a un recodo, coloca otro espejo para encaminar la luz en la dirección deseada. Sigue avanzando de esa forma y, gracias a ese débil rayo de luz, elude todas las trampas y supera todos los peligros. Pero lo más misterioso de todo es que, cada vez que llega a una encrucijada en el camino, parece como si un sexto sentido le dijera cuál es la dirección correcta.
En casi una década de trabajar a su lado, el joven Lillie nunca había oído que Jan Liseiwicz dijera nada tan elogioso de nadie. Era muy difícil conseguir que alguna vez reconociera la capacidad matemática de algún estudiante, pero de pronto parecía dispuesto a elogiar a Jinzhen y a ponerlo por las nubes sin la menor vacilación. Fue una agradable sorpresa para el joven Lillie, pero también lo hizo sentirse extraño. «Fui el primero en descubrir que el chico tiene un talento notable para las matemáticas —pensó—. Liseiwicz es el segundo y no ha hecho más que confirmar mi descubrimiento inicial». Pero ¿quién podía ofrecerle mejor confirmación de su descubrimiento que un hombre como Liseiwicz? Los dos colegas siguieron hablando, cada vez más entusiasmados y felices.
Sin embargo, en lo tocante a los futuros estudios de Jinzhen, las opiniones de ambos eran diametralmente opuestas. En opinión de Liseiwicz, el chico ya tenía suficientes conocimientos y, dada su enorme capacidad, no necesitaba más estudios básicos. Consideraba que podía saltarse todos los cursos y pasar directamente a la preparación de su tesis de grado.
El joven Lillie no estaba de acuerdo.
Como sabemos, Jinzhen trataba a la gente con una frialdad poco corriente. Le gustaba estar solo y tenía muy poca experiencia en el trato con los chicos de su edad. Tal cosa era uno de sus puntos débiles, y quizá incluso le podría suponer un peligro en el futuro. El joven Lillie estaba haciendo todo lo posible para remediar los daños causados por su particular crianza. En su opinión, los problemas sociales de Jinzhen y su carácter inestable, así como su silenciosa animadversión hacia el resto de la gente, podían aliviarse si pasaba más tiempo con otros jóvenes, ya que de ese modo eliminaría muchas tensiones. Al ser el más joven de los estudiantes de la Facultad de Matemáticas, estaba peligrosamente alejado de la gente de su edad. Si las circunstancias lo obligaban a ampliar su círculo social con un número todavía mayor de adultos, los efectos sobre su desarrollo futuro podían ser devastadores. El joven Lillie no se sentía capaz de explicarlo en ese momento. No era el tipo de asunto que le gustara tratar. Todo le parecía demasiado complicado y pensaba que el chico tenía derecho a un poco de intimidad. Así pues, se limitó a decir que no estaba de acuerdo con el punto de vista del profesor.
—En China tenemos un proverbio: «El hierro necesita tiempo y esfuerzo para convertirse en acero» —afirmó—. El chico tiene una inteligencia poco corriente, es cierto, pero también es verdad que carece de los conocimientos básicos más elementales. Como tú mismo has dicho, hay muchos instrumentos que habría podido utilizar para iluminarse el camino; los tenía al alcance de la mano, pero no los empleó. En lugar de eso, recurrió a medios extraños y poco corrientes para conseguir fines muy simples. En mi opinión, no lo hizo deliberadamente, sino porque no tenía elección. Su falta de conocimientos básicos lo obliga a inventar. Es maravilloso que en sus circunstancias pueda servirse de un espejo para iluminarse; sin embargo, si pasa el resto de su vida utilizando su genio de esa forma y pierde el tiempo buscando maneras extrañas de conseguir lo que podría hacer con medios corrientes, quizá logre satisfacer su propia curiosidad intelectual, pero no creo que consiga mucho más. Por eso, pensando en su educación, creo que es muy importante que Jinzhen pase más tiempo estudiando y aprendiendo lo que ya han hecho otros estudiosos antes que él. Sólo cuando tenga un buen dominio de los conceptos básicos ya establecidos, podrá seguir adelante e investigar lo desconocido de una manera que realmente merezca la pena. He oído decir que el año pasado trajiste de tus viajes una excelente biblioteca. La última vez que visité tu casa, esperaba que me prestaras un par de libros. Sin embargo, cuando vi que habías colgado aquel cartel, NI SIQUIERA SE MOLESTEN EN PEDÍRMELOS, decidí que era mejor guardar silencio. Pero he estado pensando que quizá estés dispuesto a hacer una excepción, y te agradecería mucho si permites a Jinzhen leer tus libros. Estoy seguro de que sería una gran ayuda para él. Como dice el proverbio, las doradas mansiones se construyen con libros.
Le llegó entonces a Jan Liseiwicz el turno de expresar su desacuerdo.
De hecho, en aquella época se hablaba mucho de los dos «raros» de la Facultad de Matemáticas. Uno de ellos era la profesora Rong Yinyi (es decir, la maestra Rong), que guardaba como un tesoro un montón de cartas y no se separaba de ellas, en lugar de casarse con cualquiera de sus muchos admiradores. El otro era el profesor extranjero, Jan Liseiwicz, que parecía más interesado en un par de estanterías de libros de matemáticas que en su propia esposa y que no dejaba que nadie se acercara ni los tocara. Pese a todo lo que había dicho, el joven Lillie no albergaba muchas esperanzas de que Liseiwicz cambiara de idea y le prestara sus libros a Jinzhen. Sabía muy bien que las probabilidades eran ínfimas. Si hubiese tenido que expresarlas matemáticamente, debería haber usado una fracción muy pequeña del uno por ciento, y aun así se habría visto obligado a redondear el número hacia arriba. Pero a menudo los cálculos demuestran ser un método muy torpe para determinar el futuro, porque hacen pasar lo posible por imposible.
Esa noche, cuando Jinzhen mencionó en la cena que el profesor Liseiwicz le había prestado un par de libros y le había dicho que podía llevarse todos los que quisiera, y siempre que quisiera, el joven Lillie sintió que se le aceleraba el corazón. Comprendió repentinamente que, pese a su seguridad de haberse adelantado a los demás, en realidad Liseiwicz lo había dejado muy atrás. Más que cualquier otra cosa, esa decisión de su colega le hizo ver al joven Lillie lo importante que era Jinzhen. A los ojos de Liseiwicz, Jinzhen era irreemplazable. Esperaba grandes cosas de él, mucho más grandes de lo que el joven Lillie ni siquiera podía imaginar.