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Todos en la Universidad N se referían a ella como la señorita Rong, la maestra. La llamaban maestra Rong en señal de respeto, pero no sé si le daban el título por el buen recuerdo que había dejado su padre o por deferencia a su desusada posición. No se había casado, pero eso no significaba que no se hubiera enamorado nunca, sino más bien que había conocido un amor demasiado profundo y doloroso. Cuentan que de joven tuvo un novio, un estudiante brillante de la Facultad de Física de la Universidad N, especializado en tecnología inalámbrica. Supuestamente era capaz de fabricar una radio de triple ancho de banda en un par de horas, prácticamente con cualquier material. Cuando estalló la guerra de resistencia contra Japón, a nadie le sorprendió que muchos estudiantes abandonaran los estudios para incorporarse al ejército y se fueran directamente al frente de batalla, ya que la Universidad N era uno de los principales semilleros de patriotas de la ciudad C. Uno de los estudiantes que se marcharon fue el novio de la maestra Rong. Durante un par de años después de su incorporación a filas, mantuvieron el contacto; pero luego, poco a poco, la comunicación se fue perdiendo. La última carta que recibió la maestra Rong fue enviada desde la ciudad de Changsha, en la provincia de Hunan, en la primavera de 1941. En ella, su novio le explicaba que estaba participando en un proyecto secreto de investigación para el ejército y que durante un tiempo tendría que interrumpir todo contacto con su familia y amigos. Le insistía mil veces en que la quería muchísimo y que confiaba en que ella esperara su regreso. La última línea era la más conmovedora: «¡Espérame, amor mío! ¡El día de la derrota de Japón será el día de nuestra boda!». La maestra Rong esperó a que los japoneses cayeran derrotados, y después esperó hasta el día de la liberación, pero su novio no volvió. Ni siquiera tuvo noticias de que hubiera muerto. No supo nada de él hasta 1953, cuando alguien volvió de Hong Kong con un mensaje para ella, en el que le comunicaba que se había marchado a Taiwán mucho tiempo atrás y que para entonces estaba casado y tenía varios hijos, y le aconsejaba que se buscara otro novio.

Así terminaron los muchos años de devoción y espera de la maestra Rong. No hace falta decir que fue un golpe terrible para ella, del que nunca se recuperó del todo. Hace diez años, cuando fui a verla a la Universidad N, ya se había retirado de su cargo al frente de la Facultad de Matemáticas. Nuestra conversación empezó con un comentario acerca de una fotografía familiar que tenía colgada en la pared del salón. Se veían cinco personas. En primer plano, sentados, estaban el joven Lillie y su esposa, y detrás, de pie, la maestra Rong, con unos veinte años y el pelo cortado a la altura de los hombros. A la izquierda de la maestra Rong, también de pie, estaba su hermano menor, con gafas, y, a la derecha, su hermana pequeña, de unos siete u ocho años, con el pelo recogido en dos coletas. La fotografía la habían tomado en el verano de 1936, cuando el hermano menor de la maestra Rong se disponía a marcharse a estudiar al extranjero. La habían hecho precisamente como recuerdo de la ocasión. A causa de la guerra, su hermano menor no volvió hasta 1945. Durante ese lapso, la familia perdió un miembro y ganó otro. La persona desaparecida fue la hermana pequeña, muerta a causa de la epidemia del año anterior; la persona añadida fue Jinzhen, que se había incorporado a la familia ese verano, unas semanas después de la muerte de la joven. Así me lo contó la maestra Rong:

[Transcripción de la entrevista a la maestra Rong]

Mi hermana murió durante las vacaciones de verano, cuando sólo tenía diecisiete años.

Mi madre y yo ni siquiera supimos de la existencia de Jinzhen hasta después de la muerte de mi hermana. Papá lo había escondido en casa del señor Cheng, el director de la escuela primaria de la puerta del Oeste. Mi padre no pensaba decirnos nada al respecto, pero, como no veíamos casi nunca al señor Cheng, no se molestó en pedirle específicamente que no mencionara al chico cuando hablara con nosotras. Un día, el señor Cheng vino a casa de visita. No sé cómo se habría enterado de que mi hermana había muerto, pero lo cierto es que vino a presentarnos sus condolencias. Como mi padre y yo habíamos salido, sólo encontró a mi madre. Al cabo de un momento, salió a relucir el secreto de papá. Cuando mi padre volvió, mamá le preguntó qué pasaba, y él le contó todo lo que sabía de las desgracias padecidas por el chico durante su corta vida, de su notable inteligencia y del encargo que le había hecho el viejo señor extranjero. Quizá porque estaba afectada por la muerte de mi hermana, mi madre rompió a llorar en cuanto oyó la historia y le dijo a mi padre: «Yinzhi [así se llamaba mi hermana] ya no está con nosotros y ese chico necesita una familia. Tráelo a vivir aquí».

Así fue como llegó a casa Zhendi, mi hermano pequeño. «Zhendi» era nuestra forma cariñosa de llamar a Jinzhen.

Mi madre y yo lo llamábamos Zhendi, y sólo papá lo llamaba Jinzhen. Zhendi llamaba «mamá» a mi madre, pero a mi padre lo llamaba «profesor», y a mí, «hermanita», así que todo era un poco complicado. Lógicamente, si se fija en el árbol genealógico, yo pertenecía a la generación anterior a la suya, por lo que habría sido más correcto que me llamara «tía».

A decir verdad, la primera vez que lo vi, no me gustó nada. No sonreía nunca y no hablaba con nadie. Se movía por la casa en el silencio más absoluto, como un fantasma. Además, tenía un montón de hábitos desagradables, como el de eructar cuando comía. Su higiene también dejaba mucho que desear. No se lavaba los pies por la noche; simplemente, se quitaba los zapatos y los dejaba tirados al lado de la escalera, llenando el comedor y el pasillo de un hedor insoportable. Vivíamos en la casa que mi padre había heredado del abuelo, una casona de estilo occidental. Tenía la cocina y el comedor en la planta baja, y todos los dormitorios en el piso de arriba. Cada vez que yo bajaba de mi cuarto para comer, veía sus zapatos viejos, maltrechos y malolientes. Cuando recordaba sus sonoros eructos en la mesa, se me quitaba el apetito. El problema de sus zapatos se solucionó casi de inmediato. Mamá le dijo que tenía que prestar atención a su cuidado personal y que debía lavarse los pies y ponerse calcetines limpios todos los días. Después de que mi madre le habló, tuvo los calcetines tan limpios como cualquiera, e incluso más. Era un chico muy capaz. Sabía cocinar, lavarse la ropa, encender un fuego con bloques de carbón y hasta coser. De hecho, era mucho más hábil que yo en ese tipo de labores. Todo eso se debía, naturalmente, al modo en que lo habían educado. Había tenido que aprender a hacerlo todo solo. Lo más difícil fue poner remedio al problema de los eructos y los gases. Todos los hábitos se pueden superar con el tiempo, pero él padecía unos trastornos estomacales bastante importantes. Por eso estaba tan delgado. Papá me dijo que sus problemas gástricos eran el resultado de haber bebido a diario, durante años, la infusión de flores de peral que tanto le gustaba al señor Auslander. Me aseguró que ese tipo de infusiones eran beneficiosas para los viejos, pero no podían ser apropiadas para un niño que estaba creciendo. A decir verdad, desde que salieron a la luz sus problemas digestivos, Zhendi empezó a tomar más medicinas que comida. Sólo podía comer un tazón pequeño de arroz en cada comida, menos que un gato, y, en cuanto tragaba un par de bocados, ya empezaba a eructar.

Un día olvidó cerrar el pestillo de la puerta del retrete y yo entré, sin darme cuenta de que estaba ocupado. Fue un olvido inaceptable, y para mí fue la gota que colmó el vaso. Quise que se marchara de casa cuanto antes. Les dije a mis padres que no podía soportarlo más y les supliqué que lo pusieran interno en el colegio. Les dije que el hecho de que fuera pariente nuestro no era razón suficiente para que tuviera que vivir en casa, y les hice ver que muchos chicos vivían en el internado de la escuela. Papá no dijo ni una palabra y dejó hablar a mi madre. Mamá dijo que no le parecía justo echarlo de casa cuando acababa de llegar, y que quizá pudiéramos enviarlo al internado cuando empezaran otra vez las clases. Mi padre se apresuró a intervenir: «Muy bien —dijo—. Lo pondremos interno en el colegio cuando empiece el trimestre». Entonces mi madre añadió: «Iremos a buscarlo para que pase todos los fines de semana con nosotros. Tiene que sentir que esta sigue siendo su casa».

Papá estuvo de acuerdo y todo quedó decidido.

Pero al final las cosas no salieron así…

[Continuará]

Una noche, hacia el final de las vacaciones de verano, la maestra Rong mencionó casualmente, a la hora de la cena, algo que había leído ese mismo día en el periódico. Dijo que, el verano anterior, muchas regiones del país habían sufrido una de las peores sequías que se recordaban y que, como consecuencia, en las calles de algunas ciudades había más mendigos que soldados. Su madre suspiró y le recordó que el año anterior había sido doblemente bisiesto y que esos años siempre traían consigo terribles catástrofes naturales. Al final, los campesinos eran siempre los que más sufrían. Jinzhen casi nunca abría la boca, pero la señora Lillie solía hacer lo posible para animarlo a intervenir en la conversación. Por eso le preguntó si sabía qué era un año doblemente bisiesto. Cuando el chico negó con la cabeza, la señora Lillie le explicó que el acontecimiento se producía cuando coincidían un año bisiesto del calendario solar con otro también bisiesto del calendario lunar. Le hizo ver que era la superposición de dos años bisiestos. Al notar que el chico no parecía entender lo que le estaba diciendo, la señora Lillie le preguntó:

—¿Sabes qué es un año bisiesto?

El muchacho volvió a negar con la cabeza, sin decir palabra. Era el tipo de persona que prefiere no abrir la boca si puede expresar con un gesto lo que quiere decir. De inmediato, la señora Lillie se puso a explicarle lo que eran los años bisiestos y cómo funcionaban, primero en el calendario solar y después en el calendario lunar. Cuando terminó, el chico desvió la vista hacia el joven Lillie y se lo quedó mirando fijamente, a la espera de que confirmara o desmintiera lo que acababa de decir su mujer.

—En efecto —dijo el joven Lillie—. Así es como funciona.

—¿Eso quiere decir que mis cálculos estaban equivocados?

Jinzhen tenía las mejillas encendidas y parecía como si fuera a echarse a llorar en cualquier momento.

—¿Tus cálculos?

El joven Lillie no entendía a qué se refería el chico.

—La edad de papá. Yo creía que todos los años tenían trescientos sesenta y cinco días.

—Pero eso no es del todo cierto…

Antes de que el joven Lillie terminara de hablar, Jinzhen se deshizo en un mar de lágrimas.

Parecía imposible consolarlo. No importaba lo que le dijeran los demás para tratar de animarlo; fuera lo que fuera, nada conseguía el menor efecto. Al final, el joven Lillie sencillamente se hartó y, encolerizado, descargó un puñetazo sobre la mesa y le gritó al chico que se controlara. Aunque en ese momento Jinzhen dejó de llorar, era evidente que seguía tremendamente afligido. Se agarraba con las manos los muslos y se hincaba las uñas en la carne, como para sostenerse en la silla, en lugar de dejarse caer al suelo. El joven Lillie le ordenó entonces que pusiera las manos sobre la mesa y le habló con severidad, aunque estaba claro que sólo pretendía consolarlo.

—¿Por qué montas tanto alboroto? —le dijo—. Todavía no he terminado de hablar. Cuando termine, entonces sabrás si quieres seguir llorando o no.

Hizo una pausa y prosiguió:

—Cuando te he dicho hace un momento que no habías acertado del todo, estaba hablando teóricamente. De hecho, tú desconocías la existencia de los años bisiestos. Por otro lado, si lo consideras desde el punto de vista de las matemáticas, no sería correcto decir que te equivocaste, porque todo cálculo tiene un margen de error aceptable.

»Hasta donde yo sé, el tiempo que tarda la Tierra en completar una órbita alrededor del Sol es exactamente de trescientos sesenta y cinco días, cinco horas, cuarenta y ocho minutos y cuarenta y seis segundos. ¿Por qué necesitamos años bisiestos? Por una razón muy sencilla. Según el calendario solar, cada año nos sobran alrededor de seis horas, por lo que al cabo de cuatro años tenemos un día de más, y así es como formamos un año bisiesto, con trescientos sesenta y seis días. Sin embargo, estoy seguro de que, si te paras a pensarlo, comprenderás que, aunque los años corrientes tengan trescientos sesenta y cinco días, y los años bisiestos, trescientos sesenta y seis, los cálculos no serán completamente exactos. A efectos prácticos, resulta conveniente pasar por alto el error, en la mayoría de los casos. De hecho, sería imposible adoptar y aplicar el calendario solar sin ese margen de error que consideramos aceptable. Lo que intento decirte es que incluso si hubieras introducido en tus cálculos los años bisiestos, tampoco habrías llegado a un resultado completamente exacto.

»Ahora puedes ir a calcular cuántos años fueron bisiestos de los ochenta y nueve que vivió el señor Auslander, y añadir ese número a tu cálculo original. Después calcula la diferencia entre el resultado anterior y el nuevo. En todo cálculo con números de más de cuatro cifras, el margen de error aceptable se fija normalmente en el 0,01 por ciento. Si la desviación es mayor, se considera que el resultado es erróneo. Y bien, ¿puedes decirme si la diferencia entre tus dos resultados está dentro del margen de error aceptable?

El señor Auslander había muerto en un año bisiesto, a la edad de ochenta y nueve años; por lo tanto, había conocido veintidós años bisiestos. No parecía que fueran muchos, pero tampoco era un número ínfimo. Si por cada año bisiesto había que añadir un día, entonces eran veintidós días más. Pero una diferencia de veintidós días, entre los más de treinta mil días que el señor Auslander había vivido en este mundo, quedaba perfectamente encuadrada dentro del margen de error aceptable. Si el joven Lillie le dio tanta importancia a ese dato fue porque quería que Jinzhen encontrara la manera de perdonarse a sí mismo por el error cometido. Gracias a su intervención, gritando primero y razonando después, consiguió que, finalmente, Jinzhen se tranquilizara.

[Transcripción de la entrevista a la maestra Rong]

Más tarde, papá nos contó que el señor Auslander le había pedido a Zhendi que calculara los días que había vivido. Al ver su tremenda aflicción, me sentí conmovida por su evidente afecto hacia el viejo señor extranjero. Por otro lado, también me di cuenta de que había una vena obsesiva en su carácter, por no mencionar una profunda incapacidad de aceptar sus propios errores. Con el tiempo descubrimos que, en algunas ocasiones, Zhendi podía ser sumamente obstinado y dar muestras de un mal carácter terrible, aunque casi siempre pareciera tranquilo y silencioso. Era capaz de aguantar todo tipo de contratiempos y seguir adelante como si nada hubiera pasado. De hecho, toleraba situaciones que la mayor parte de la gente habría encontrado imposibles de resistir. Pero cuando algo le tocaba la fibra más delicada de la psiquis, parecía como si cruzara una línea invisible, y entonces perdía el control con bastante facilidad. Ese descontrol se expresaba siempre en alguna conducta extrema. Podría ponerle muchos ejemplos, como el mensaje que le escribió a mi madre con su propia sangre, completamente en secreto. Él adoraba a mi madre y el mensaje decía: «Papá ha muerto. Voy a dedicar el resto de mi vida a cuidar de mamá».

Cuando tenía diecisiete años, enfermó gravemente y pasó mucho tiempo en el hospital. Fue entonces cuando mi madre descubrió esa nota, porque estaba todo el tiempo entrando en su habitación y saliendo de ella para buscar las cosas que él le pedía. La encontró dentro del forro de su diario, escrita en grandes caracteres. Daba la impresión de que la había escrito con la punta de un dedo, y no estaba fechada, por lo que no podíamos saber de cuándo era. Se veía que no era reciente, así que supongo que debió de escribirla durante el primero o segundo año de su estancia con nosotros. Los caracteres desvaídos y el papel envejecido indicaban que el mensaje tenía cierto tiempo.

Mi madre era una mujer muy dulce y amable, cordial con todo el mundo, y lo siguió siendo durante toda su larga vida. En cuanto a su relación con Zhendi, fue como si estuvieran predestinados a entenderse, porque se llevaron asombrosamente bien desde el primer momento. Tenían ese tipo de relación silenciosa pero cercana que, por lo general, sólo se ve entre miembros muy próximos de una misma familia. Desde el primer día que vino a vivir con nosotros, mamá lo llamó Zhendi. No sé por qué le puso ese nombre cariñoso. Quizá porque mi hermana acababa de morir y depositó en él todo su afecto. Después de la muerte de mi hermana, mi madre pasó mucho tiempo sin salir de casa. No hacía nada; se quedaba sentada, pensando. Muchas noches, tenía pesadillas, y durante el día imaginaba que veía a mi hermana muerta. Cuando llegó Zhendi, mi madre empezó a recuperarse poco a poco. Tal vez usted no lo sepa, pero él sabía interpretar los sueños. Lo hacía muy bien, igual de bien que los intérpretes de sueños profesionales que cobran por cada consulta. Sin embargo, era cristiano y todos los días se sentaba un momento a leer la Biblia en inglés, aunque se sabía muchos pasajes de memoria. Estoy convencida de que si mi madre se recuperó de la muerte de mi hermana en poco tiempo y con muy pocas secuelas fue porque Zhendi estuvo con ella, interpretándole los sueños y contándole historias de la Biblia. Es difícil saber exactamente por qué se llevaban tan bien. Mamá lo adoraba; siempre lo consideró un miembro de la familia y lo trataba con atención y respeto. Lo que nadie sabía en aquella época era lo mucho que Zhendi se lo agradecía y hasta qué punto estaba dispuesto a pagarle todo lo que había hecho por él. Por eso escribió en secreto aquel mensaje con su propia sangre. En mi opinión, a Zhendi le faltó afecto en los primeros años de su vida; no había sentido nunca el amor de una madre. Todo lo que mamá hacía por él —cocinarle tres comidas al día, coserle la ropa, preguntarle si tenía frío o calor…— era una novedad en su vida y lo conmovía profundamente. Cuando vio que pasaba el tiempo y mi madre lo seguía atendiendo, no pudo controlar más sus emociones y encontró esa manera extraña de expresar su gratitud. Por supuesto, el medio de expresión que escogió fue bastante melodramático, pero así era él. Con la perspectiva del tiempo, creo que hoy diríamos que Zhendi era autista.

Podría mencionar muchos ejemplos de conductas similares, y tal vez lo haga más adelante. Sin embargo, ahora tenemos que volver a aquella ocasión en que tuvo el acceso de llanto histérico durante la cena, porque ahí no quedó la cosa…

[Continuará]

La noche siguiente, otra vez a la hora de la cena, Jinzhen volvió a sacar el tema de la víspera. Dijo que el señor Auslander había vivido veintidós años bisiestos y que, por consiguiente, podía parecer que en sus cálculos originales faltaban veintidós días, pero que, en realidad, el error se reducía a veintiuno. Todos pensaron que estaba diciendo una tontería. Si en la vida de una persona se contaban veintidós años bisiestos, y si por cada año bisiesto había que añadir un día al recuento total de días, entonces era evidente que los días añadidos tenían que ser veintidós. ¿Por qué decía el chico que eran veintiuno? Todos, incluido el señor Lillie, pensaron que estaba mal de la cabeza. Pero cuando Jinzhen les explicó lo que quería decir, los demás tuvieron que darle la razón.

De hecho, el joven Lillie le había explicado que había sido preciso introducir los años bisiestos en el calendario, porque cada año duraba en realidad 365 días, 5 horas, 48 minutos y 46 segundos, y ese excedente sumaba veinticuatro horas al cabo de cuatro años. Pero, obviamente, esas veinticuatro horas no eran exactas, porque para eso habría sido necesario que la traslación de la Tierra alrededor del Sol durara exactamente 365 días y 6 horas. ¿A cuánto ascendía el error introducido? A 11 minutos y 14 segundos por año, lo que suponía, en cuatro años, un error de 44 minutos y 56 segundos. La adopción del año bisiesto añadía a cada ciclo de cuatro años un total de 44 minutos y 56 segundos. Con sus cálculos, la humanidad le robaba ese tiempo a la Tierra. El señor Auslander había vivido veintidós años bisiestos, por lo que se le habían añadido a su vida 16 horas, 28 minutos y 32 segundos de tiempo inexistente.

Jinzhen señaló, sin embargo, que según el cálculo original el señor Auslander había vivido 32 232 días, número que había obtenido calculando la cantidad de días de ochenta y nueve años, y sustrayendo 253 días al resultado. Eso significaba que, según su primer cálculo, el señor Auslander había vivido un total de ochenta y ocho años y ciento doce días. Si bien era perfectamente cierto que al llegar a ese resultado Jinzhen ignoraba la existencia de los años bisiestos, también era preciso reconocer que un día no duraba exactamente veinticuatro horas, sino veinticuatro horas y casi un minuto más. A lo largo de 112 días, ese tiempo extra se acumulaba hasta totalizar 6421 segundos o, dicho de otro modo, 1 hora y 47 minutos. Así pues, había que deducir esa hora y 47 minutos del total original de 16 horas, 28 minutos y 32 segundos, lo que permitía obtener un nuevo total de 14 horas, 41 minutos y 32 segundos. Se llegaba así a la verdadera cantidad de tiempo inexistente añadido por el calendario moderno a la vida del señor Auslander.

Jinzhen dijo entonces que, según su información, el señor Auslander había nacido a mediodía y había muerto a las nueve de la noche, por lo que al comienzo y al final de su vida se habían añadido por lo menos diez horas de tiempo inexistente, que se sumaban a las 14 horas, 41 minutos y 32 segundos calculadas previamente. Cualquiera que fuera la forma de calcularlo, el señor Auslander tenía un día entero de tiempo inexistente añadido al ciclo de su vida. Era evidente que Jinzhen había dedicado mucho tiempo a reflexionar sobre los años bisiestos y lo que significaban. Puesto que la existencia de los años bisiestos había introducido un error de veintidós días en su cálculo del número de días vividos por el señor Auslander, parecía como si Jinzhen se hubiera tomado la revancha, reduciendo su error al menos en veinticuatro horas.

Según la maestra Rong, su padre y ella quedaron maravillados. Ambos estaban impresionados y conmovidos ante la prueba palmaria de la brillante inteligencia del chico. Sin embargo, lo más sorprendente todavía estaba por llegar. Unos días después, cuando la maestra Rong volvió a casa por la tarde, su madre, que estaba en la cocina, le dijo que subiera a la habitación de Zhendi, donde la esperaban el chico y su padre. La maestra Rong le preguntó por qué, y la señora le respondió que Zhendi parecía haber descubierto algún tipo de teorema matemático y que su padre estaba completamente atónito.

Como ya hemos visto antes, los últimos 112 días de la vida del viejo señor Auslander se habían calculado originalmente sin tener en cuenta la existencia de los años bisiestos. Si insistimos en que cada día contiene únicamente veinticuatro horas, estaremos dejando de contar unos segundos, que al cabo de un año se acumularán hasta totalizar 1 hora y 47 minutos, es decir, 6421 segundos. Así pues, el error introducido anualmente será de 6421 segundos. En el ciclo de cada año bisiesto, esos segundos que se quedan sin contar se pueden deducir del tiempo inexistente añadido por el calendario: –6421 + 2696 segundos, donde 2696 es el número de segundos que hay en 44 minutos y 56 segundos. Cuando haya transcurrido otro ciclo de año bisiesto, el número de tiempo inexistente será de (–6421 + 2 × 2696) segundos, y así sucesivamente, hasta llegar al cálculo del ciclo correspondiente al último año bisiesto: (–6421 + 22 × 2696) segundos. Jinzhen había calculado el tiempo faltante, que había quedado sin contar en su cálculo original de los días de vida del señor Auslander (cuyo resultado había sido de 88 años y 112 días, o 32 232 días) y lo había expresado en veintitrés líneas de elegantes cálculos, a saber:

(–6421)

(–6421 + 2696)

(–6421 + 2 × 2696)

(–6421 + 3 × 2696)

(–6421 + 4 × 2696)

(–6421 + 5 × 2696)

(–6421 + 6 × 2696)

(–6421 + 22 × 2696)

A partir de ahí y sin ninguna instrucción por parte de nadie, había desarrollado una fórmula matemática:

X = [(primer valor + último valor) × número]/2[2]

Así pues, había conseguido generalizar unos cálculos y llegar a una fórmula matemática sin la ayuda de nadie.

[Transcripción de la entrevista a la maestra Rong]

Las fórmulas matemáticas no son tan extrañas y abstrusas como para que la gente corriente no pueda deducirlas. De hecho, cualquiera que tenga cierta familiaridad con las matemáticas es capaz de expresar sus conocimientos con una fórmula, pero para eso debe saber que las fórmulas existen. Imagine que lo encierro a usted en una habitación oscura, después de explicarle con todo detalle su contenido. Si después le pido que busque un objeto concreto, es muy posible que lo encuentre, aunque no vea absolutamente nada. Si usa su inteligencia, mueve los pies con cuidado y busca a tientas con las manos, averiguando gradualmente lo que tiene a su alrededor, seguramente podrá encontrar lo que le he pedido. Por otro lado, si no le hubiera revelado nada del contenido de la habitación antes de encerrarlo y después le pidiera que buscara un objeto en particular, es bastante probable que no lo consiguiera.

Pues bien, si él hubiese tenido delante una lista sencilla de números, por ejemplo 1, 3, 5, 7, 9, 11… (nada muy complicado o irregular), y a partir de ahí hubiese deducido una fórmula matemática, lo habríamos comprendido y no nos hubiéramos sorprendido tanto. Sería como si hubiese fabricado un mueble partiendo de cero, sin haber recibido nunca ninguna lección de carpintería. Aunque otras personas hubieran fabricado antes el mismo mueble muchas veces, nos impresionaría su habilidad. Sin embargo, si los materiales y las herramientas a su disposición hubieran sido de mala calidad, si las herramientas hubieran estado oxidadas y la madera hubiera sido basta, y aun así hubiera producido un mueble decente, habríamos quedado doblemente impresionados. Eso fue lo que hizo Zhendi: sin nada más que un hacha de piedra y un árbol que encontró en el bosque, fabricó un mueble hermoso y elegante. Por eso nos sorprendimos tanto. Casi no dábamos crédito a nuestros ojos. ¡Era completamente increíble!

Después de eso, pensamos que no podíamos dejarlo en la escuela primaria, y papá decidió enviarlo al instituto de bachillerato adscrito a la Universidad N. El instituto se encontraba a un par de puertas de nuestra casa, de modo que si lo hubiésemos metido interno el resultado sobre su frágil psiquis habría sido quizá más devastador que si lo hubiéramos echado simplemente a la calle. Por esta causa, a la vez que decidió inscribir a Zhendi en el primer curso de bachillerato, papá resolvió también que siguiera viviendo con nosotros. Así pues, desde que Zhendi vino a vivir con nosotros aquel verano, ya no volvió a marcharse hasta que consiguió su primer trabajo…

[Continuará]

A los niños les gusta ponerse motes entre ellos, y cualquier chico mínimamente diferente de los demás acaba con un mote. Cuando los otros chicos del instituto vieron por primera vez el tamaño de la cabeza de Jinzhen, automáticamente lo llamaron Cabezota. Pero enseguida se dieron cuenta de que tenía todo tipo de costumbres raras o desagradables, como la de contar las legiones de hormigas que iban y venían por el patio del recreo y olvidarse del mundo mientras las contaba, o la de ponerse en invierno una bufanda andrajosa orlada con piel de perro (que al parecer había sido un regalo del viejo señor Auslander), o la de tirarse pedos y eructar en clase sin la menor contención, dejándose ir simplemente. Sus compañeros no sabían qué pensar de él. Otra particularidad era su hábito de hacer todos sus deberes por duplicado, una vez en inglés y otra en chino. Entre unas cosas y otras, los otros chicos acabaron por pensar que le fallaba algo en la cabeza y que probablemente era un poco estúpido. Pero, al mismo tiempo, sus calificaciones eran fantásticas, realmente impresionantes, mejores que las de todo el resto de la clase juntas. Así fue como le encontraron un nuevo apodo: Tontolisto, que significaba que era listo e idiota a la vez. Era un mote particularmente adecuado, porque abarcaba su comportamiento dentro y fuera del aula. Como muchos motes, parecía denigrante para su poseedor, pero al mismo tiempo tenía un elemento admirativo, una mezcla perfecta de desprecio y respeto. A todos les pareció el sobrenombre ideal para él y empezaron a llamarlo así.

—¡Tontolisto!

—¡Tontolisto!

Cincuenta años después, cuando fui a visitar la universidad, encontré a mucha gente que no sabía de quién hablaba cuando mencionaba a Jinzhen, pero en cuanto decía «el Tontolisto» era como acercar una cerilla a la traca de sus recuerdos. El apodo les traía a la mente toda una retahíla de historias. Una de las personas con las que hablé, un señor mayor que había sido profesor de Jinzhen, rememoró para mí lo siguiente:

Recuerdo algunas cosas interesantes. Una vez, durante una pausa, uno de los alumnos vio una fila de hormigas que recorría el pasillo y lo llamó.

—Ya que te gusta contar hormigas, ¿por qué no vienes y nos dices cuántas hay aquí? —le dijo a Jinzhen.

Yo mismo vi, con mis propios ojos, cómo contaba Jinzhen más de doscientas hormigas pasando simplemente una vez al lado de la fila, como si nada. En otra ocasión, me pidió prestado un libro: un diccionario de proverbios y aforismos. Cuando me lo devolvió, unos días después, le dije que podía quedárselo un poco más, pero él me contestó que no le hacía falta, porque ya se lo sabía de memoria. Le puedo asegurar que, de los muchos alumnos que he tenido a lo largo de mi carrera, ninguno se le puede comparar en cuanto a inteligencia básica y capacidad para el estudio. Su memoria, su talento creativo, su comprensión, su habilidad para el cálculo y para extrapolar a partir de unos pocos datos, resumir y llegar a una decisión eran sorprendentes. La gente corriente ni siquiera podría imaginar lo que él era capaz de hacer. En mi opinión, no necesitaba perder el tiempo estudiando el bachillerato. Podría haber ido directamente a la universidad, pero el director se opuso. Dijo que el viejo señor Rong no quería.

El viejo señor Rong al que se refería ese caballero era el joven Lillie.

El joven Lillie tenía dos motivos para negarse. En primer lugar, le preocupaba que Jinzhen hubiera pasado gran parte de su infancia completamente aislado del resto de la gente, y le parecía importante que aprendiera a establecer relaciones sociales normales, que pasara el tiempo con chicos de su edad y que creciera como todos los demás. En su opinión, una situación en la que estuviera rodeado permanentemente de personas mucho mayores habría sido perjudicial para una persona introvertida como él. En segundo lugar, había descubierto que Jinzhen tenía cierta tendencia a hacer tonterías, como cuando les ocultaba a él y a sus profesores que estaba tratando de demostrar cosas que otras personas ya habían demostrado de manera concluyente, como ellos mismos le habían explicado. Quizá era demasiado listo. El joven Lillie pensaba que alguien sin experiencia del mundo, pero con una inteligencia tan desarrollada, necesitaba avanzar poco a poco, porque de lo contrario se arriesgaba a derrochar su talento descubriendo cosas que otros ya habían descubierto.

Más adelante resultó evidente que iba a ser preciso dejar que se saltara unos cuantos cursos, porque, de otro modo, los profesores no habrían podido soportarlo. El chico no dejaba de someterlos a baterías de preguntas abstrusas que ellos sencillamente no podían responder. Era imposible hacer nada al respecto. El joven Lillie se vio obligado a escuchar a los profesores y a permitir que se saltara el primer curso. Tras crear ese precedente, el chico se fue saltando un curso tras otro, de tal modo que, cuando sus compañeros del primer curso llegaron al último, él ya había terminado el bachillerato hacía mucho tiempo. Superó los exámenes de ingreso a la universidad con honores: un diez en Matemáticas y el séptimo lugar de todos los estudiantes de la provincia. Naturalmente, acabó en la Facultad de Matemáticas de la Universidad N.