La enfermedad que finalmente mató al señor Auslander se le manifestó primero en la garganta. Quizá fuera una especie de retribución kármica por todos los años que había pasado interpretando sueños ajenos. Todo lo que había conseguido en la vida lo había logrado gracias a su lenguaje elegante y, del mismo modo, todo el daño que había sufrido había sido consecuencia de una mala elección de las palabras, que habían acabado por ofender a alguien. Ya antes de empezar a redactar su última carta para el joven Lillie, había perdido casi por completo el habla. Por eso pensó que la muerte estaba próxima y que había llegado el momento de empezar a hacer planes para el futuro de Patito. Todas las mañanas, durante aquellos días silenciosos, el niño ponía una taza de agua con flores de peral junto a la cama del anciano, que se despertaba con el suave aliento de esa fragancia y se ponía a contemplar cómo se abrían las pálidas flores secas dentro del líquido caliente. De ese modo, se sentía tranquilo y relajado. Era como si las flores de peral le aliviaran el dolor que le causaban los huesos mal compuestos. Llegó a pensar que sólo gracias a esas flores había podido vivir hasta una edad tan avanzada. Cuando había empezado a recogerlas, lo había hecho simplemente por aburrimiento. Pero, al cabo de un tiempo, había llegado a apreciar la asombrosa claridad de su blancura y su tacto delicado. Las recogía y las ponía a secar al sol, bajo los aleros. Cuando estaban completamente secas, las metía dentro de su almohada o las dejaba sobre su escritorio. Cada vez que respiraba su fragancia, era como si el solo hecho de tenerlas cerca prolongara la estación de la floración.
Como sólo tenía un ojo y las piernas nunca se le habían recuperado del todo después de la paliza, no le era fácil moverse, y por eso pasaba gran parte del día sentado en su silla. La quietud le producía estreñimiento, y el malestar se le fue agravando con el paso del tiempo, hasta el punto de hacerle pensar que ya no merecía la pena seguir viviendo. Un año, al comienzo del invierno, el estreñimiento lo hizo sufrir más que de costumbre y lo obligó a recurrir una vez más a los métodos habituales. Todas las mañanas, nada más levantarse, se bebía un tazón grande de agua fría, y después seguía bebiendo, con la esperanza de que el agua le aflojara el vientre. Pero esa vez el estreñimiento fue particularmente tenaz. Durante dos días seguidos bebió un tazón de agua tras otro, sin la menor reacción por parte de sus intestinos. Lo único que consiguió fue sentirse todavía más enfermo y desesperado. Se fue entonces al pueblo a comprar una medicina. Por la noche, cuando regresó, se puso a buscar a tientas en la oscuridad el tazón de agua y, nada más encontrarlo al lado de la puerta, se bebió de un trago todo su contenido. Por haber bebido tan precipitadamente, se dio cuenta solamente después de tragar de que el agua tenía un sabor extraño y, al mismo tiempo, sintió que algo blando le bajaba por la garganta junto con el líquido. Fue una experiencia sumamente desagradable. Cuando encendió la lámpara de aceite, descubrió que el tazón aún estaba lleno de pétalos secos de flores de peral, empapados. Era posible que el viento los hubiera arrastrado hasta el tazón o que una rata los hubiera removido y hubieran caído en el agua. El hombre nunca había oído decir que las flores de peral fueran beneficiosas en infusión, por lo que se dispuso a descubrir qué efecto tendrían. Incluso estaba preparado para que fueran un veneno mortal. Sin embargo, antes de que terminara de mezclar la medicina que había comprado en el pueblo, sintió un dolor en lo profundo de las entrañas, y de repente comprendió que era el tipo de dolor que llevaba muchos días anhelando. Enseguida supo que todo saldría bien. Tras expeler una ventosidad larga y sonora, se dirigió a toda prisa al retrete. Cuando volvió, estaba completamente relajado.
En ocasiones anteriores, cada alivio del estreñimiento había dado paso a un período de severa inflamación estomacal. Así pues, cada época de pereza intestinal era el preludio de una diarrea espantosa, como si fuera preciso pasar por los dos extremos antes de alcanzar la recuperación completa. Esa vez, sin embargo, el señor Auslander pareció escapar del círculo vicioso. Una vez aliviado el estreñimiento, se recuperó del todo, sin más síntomas ni problemas. Entonces empezó a interesarse seriamente por las propiedades medicinales de la infusión de flores de peral. Lo que había comenzado como un mero accidente le pareció de pronto la expresión de los mecanismos secretos de la divina providencia. A partir de aquel momento, se preparaba su infusión de flores de peral del mismo modo que otras personas se hacen un té, y cuanto más bebía, más le gustaba. Todos los años, cuando florecían los perales, sentía una alegría y una sensación de satisfacción incomparables. Cada vez que recogía esas flores fragantes y delicadas, tenía la sensación de estar recuperando lentamente la salud perdida. Cuando el dolor lo atormentaba, soñaba con las flores de peral, que se abrían al sol y se dejaban llevar por el viento y la lluvia. Esperaba que fuera un signo de que Dios iba a permitirle morir y abandonar el mundo junto con las flores de los perales.
Una mañana, poco después del alba, el viejo llamó a Patito, le dijo que se acercara a su cama y le indicó por señas que le diera lápiz y papel. Escribió entonces el siguiente mensaje: «Cuando muera, quiero que pongas flores de peral en mi ataúd». Esa noche, volvió a llamar a Patito y le pidió otra vez lápiz y papel, para darle instrucciones más detalladas: «Tengo ochenta y nueve años, y me gustaría que me enterraran con ochenta y nueve flores de peral». A la mañana siguiente, llamó una vez más a Patito a la vera de su cama y, en cuanto el chico le suministró lápiz y papel, expresó unos deseos todavía más precisos: «Calcula cuántos días hay en ochenta y nueve años, y entiérrame con ese número de flores de peral». Quizá el viejo estaba confuso y temeroso ante la inminencia de la muerte, porque, en el momento de escribir esas instrucciones cada vez más complejas, pareció olvidar por completo que no había enseñado a Patito ninguna noción de aritmética.
Sin embargo, aunque nunca había recibido clases formales de matemáticas, Patito era perfectamente capaz de realizar ese cálculo sencillo. Se trataba, después de todo, de una operación rutinaria y cotidiana. Cualquier niño normal, incluso sin haber aprendido formalmente ese tipo de cálculos, habría sido capaz de realizarla. Visto desde esa perspectiva, Patito ya había aprendido todo lo necesario sobre adiciones y sustracciones, ya que todos los años, cuando las flores empezaban a caer de los perales, el señor Auslander las recogía y le pedía al niño que las contara. Cuando el chico averiguaba el número exacto, el hombre lo apuntaba en la pared. Más adelante, le volvía a pedir que contara las flores, y entonces escribía otra vez el número en la pared. De ese modo, para el momento en que todas las flores habían caído, Patito había practicado suficiente la adición y la sustracción, e incluso había empezado a vislumbrar los números decimales. Pero eso era todo lo que había aprendido, y de pronto tuvo que confiar en su reducida experiencia matemática para ponerse a calcular el número de días que había vivido su padre, basándose para ello en la información que el señor Auslander había preparado para su lápida, donde figuraba el lugar y la fecha de su nacimiento. Como su experiencia con la aritmética era muy reducida, el cálculo le llevó siglos; tardó un día entero en llegar a un número definitivo. Estaba cayendo la noche cuando Patito se acercó a la cama para enseñar el resultado de sus prolongados cálculos a su padre, que para entonces ya ni siquiera tenía fuerzas para hacer un gesto de asentimiento. El viejo tocó suavemente la mano del chico y después cerró los ojos por última vez. Por esa razón, Patito no había podido averiguar si el resultado obtenido era correcto o no. Cuando vio que el joven Lillie estaba repasando sus cálculos, se dio cuenta de que su relación con ese hombre podía ser muy importante, por lo que empezó a sentirse nervioso e incómodo.
Patito había utilizado tres hojas para hacer sus cálculos. Aunque no estaban numeradas, un vistazo fue suficiente para que el joven Lillie notara que la hoja de más arriba era también la primera. Las cuentas de la primera página empezaban así:
Un año: 365 días
Dos años: 365 + 365 = 730 días
Tres años: 730 + 365 = 1095 días
Cuatro años: 1095 + 365 = 1460 días
Cinco años: 1460 + 365 = 1825 días
Tras leer hasta allí, el joven Lillie comprendió que Patito no sabía multiplicar. Como ignoraba el mecanismo de la multiplicación, se veía obligado a emplear el método más trabajoso. Tras efectuar la suma correspondiente a cada año, hasta un total de ochenta y nueve años, obtuvo el resultado de 32 485 días. A ese número le había restado 253 días, y así había obtenido el resultado final de 32 232 días.[1]
—¿Está bien? —preguntó Patito.
El joven Lillie sabía que Patito no había acertado por completo, porque no todos los años tienen trescientos sesenta y cinco días. Como es bien sabido, cada cuatro años, según el calendario solar, hay un año bisiesto que consta de un día más. Por otro lado, el joven Lillie también se daba cuenta de que no podía ser fácil para un niño de doce años hacer un cálculo tan largo y trabajoso sin cometer errores. Como no quería entristecerlo, le dijo que el resultado era correcto y alabó el gran esfuerzo realizado.
—Has acertado plenamente en una cosa. Al basar tu cálculo en el número de días de un año completo, empezando por la fecha de nacimiento del señor Auslander, te ahorraste muchas complicaciones. Si lo piensas, si hubieras empezado el cálculo por el primero de enero, te habrían quedado dos años incompletos, uno al principio y otro al final de la vida del señor Auslander, que después habrías tenido que añadir a la cuenta final. De este modo, sin embargo, sólo tuviste que pensar en el número de días que vivió después de su cumpleaños, y te ahorraste bastante trabajo.
—Pero ahora he encontrado una manera más sencilla de hacerlo —dijo Patito.
—¿Cómo?
—No sé cómo se llama, pero es así, ¡mira!
Mientras hablaba, Patito sacó un par de hojas más de debajo de su cama, para que el viejo las viera.
Las hojas nuevas eran de un tamaño y una textura completamente diferentes de las anteriores, y la escritura de Patito también parecía ligeramente alterada, lo que hacía pensar que debía de haber hecho esos cálculos en otro momento. El chico dijo que los había hecho después del funeral de su papá. El joven Lillie echó un vistazo a las cuentas y observó que la columna de la izquierda contenía adiciones, lo mismo que antes, mientras que la columna de la derecha contenía el método de cálculo cuyo nombre el niño desconocía.
Un año: 365 días |
365.1 = 365 |
Dos años: 365 + 365 = 730 días |
365.2 = 730 |
Tres años: 730 + 365 = 1095 días |
365.3 = 1095 |
Como seguramente habréis adivinado, Patito usaba un punto para indicar la multiplicación. Como no conocía el signo habitual, tuvo que inventarse uno. Utilizando ese método dual de cálculo, había llegado a un total para los primeros veinte años. Pero a partir del vigesimoprimer año, había cambiado el orden de los dos métodos, colocando en primer lugar su multiplicación, marcada con el punto, y la adición en segundo término:
Veintiún años: |
7300 + 365 = 7665 días |
En ese momento, el joven Lillie se dio cuenta de que el número 7665 obtenido por multiplicación había sido corregido, tras un resultado original que parecía algo así como 6565. A partir de entonces, el total para cada año parecía que se había calculado de la misma manera. El método del punto figuraba en primer lugar, y la suma venía después. Además, en varias ocasiones, el resultado obtenido por multiplicación presentaba signos de haber sido corregido, para ajustarse al número calculado mediante la adición. Sin embargo, en el cálculo de los primeros veinte años de la vida del viejo señor Auslander, ninguno de los resultados de las multiplicaciones había sido corregido. Eso significaba dos cosas:
Por lo que se desprendía de las anotaciones, el chico había seguido multiplicando de año en año, hasta llegar a cuarenta. Entonces había saltado directamente a ochenta y nueve, que por su método de cálculo con el punto le había dado como resultado 32 485 días, número del que había sustraído 253 días, para llegar al resultado final de 32 232 días, exactamente el mismo que antes. El niño había rodeado este último número con un círculo, para hacerlo destacar entre todas las cifras.
Había una última página de cálculos, que a primera vista parecía muy confusa; sin embargo, el joven Lillie descubrió enseguida que el chico la había estado utilizando para deducir los principios generales de la multiplicación. Al pie de la página, aparecían las reglas claramente enunciadas. Mientras examinaba la hoja, el viejo no pudo contenerse y recitó en voz alta lo que leía:
Una vez uno es uno.
Una vez dos es dos.
Una vez tres es tres…
Dos veces dos es cuatro.
Dos veces tres es seis.
Dos veces cuatro es ocho…
Tres veces tres es nueve.
Tres veces cuatro es doce.
Tres veces cinco es quince.
Tres veces seis es dieciocho…
Indudablemente, lo que estaba leyendo era la tabla de multiplicar.
Cuando terminó, el joven Lillie se quedó mirando al niño en silencio, sumido en una sensación extraña y poco familiar de incertidumbre. La pequeña habitación silenciosa parecía resonar con los ecos de su voz recitando la tabla. Se sintió animado y reconfortado. En ese momento, decidió que tenía que llevarse al chico de allí. «La guerra ha durado muchos años y no tiene visos de terminar —pensó—. En cualquier momento, un acto irreflexivo, incluso con las mejores intenciones, podría acarrearme la ruina a mí y a las personas a las que más quiero. Pero este niño es un genio; si no me lo llevo ahora mismo, lo lamentaré durante el resto de mi vida».
Antes de que terminaran las vacaciones de verano, el joven Lillie recibió un telegrama de la capital provincial, donde le anunciaban que la universidad reanudaría los cursos en otoño. Se le esperaba de regreso lo antes posible, para preparar el comienzo de las clases. Cuando recibió el telegrama, el joven Lillie pensó que quizá nunca más volvería a ponerse al frente de la universidad, pero se dijo que, de todos modos, tendría que regresar para llevar a un nuevo estudiante. Llamó al mayordomo de la mansión y le anunció que se marchaba. Al final, le entregó un fajo de billetes. El hombre se lo agradeció profusamente, convencido de que se trataba de una propina.
—No es una propina —le aclaró el joven Lillie—. Quiero que me hagas un favor.
—¿Cuál? —preguntó el mayordomo.
—Lleva a Patito al pueblo y cómprale dos trajes.
El mayordomo se quedó un momento inmóvil, pensando que probablemente había entendido mal.
—Cuando lo hayas hecho, te daré una propina —añadió el joven Lillie.
Un par de días después, el mayordomo volvió para reclamar su propina y el joven Lillie le dijo:
—Ayuda a Patito a hacer las maletas. Nos vamos mañana.
Como podéis imaginar, el mayordomo se quedó atónito una vez más, convencido de no haber oído bien.
El joven Lillie tuvo que repetírselo todo de nuevo.
A la mañana siguiente, cuando empezaba a amanecer, los perros de la familia Rong rompieron a ladrar. Primero empezó uno, al poco rato se le sumó otro, y al final formaron entre todos una cacofonía indescriptible, que despertó a todos los habitantes de la casa (amos y sirvientes) y los hizo levantarse de la cama, para ir a espiar por las rendijas de las puertas lo que pasaba fuera. Gracias a la lámpara que el mayordomo llevaba en la mano, los residentes de la mansión de los Rong tuvieron ocasión de ver un espectáculo asombroso que los hizo dudar de sus propios ojos. Vieron a Patito, vestido con ropa nueva y cargado con la maleta de piel que el señor Auslander había llevado a la casa muchos años antes, andando en silencio detrás del joven Lillie y esforzándose desesperadamente para no quedar rezagado. Parecía asustado y se movía como un pequeño fantasma confuso. Al ser tan extraordinario el espectáculo, ninguno de los observadores dio crédito a lo que veían. Sin embargo, cuando el mayordomo volvió del puerto, pudieron comprobar que lo presenciado esa mañana había sucedido de verdad.
Hubo muchas preguntas. ¿Adónde se lo llevaba el joven Lillie? ¿Por qué se lo llevaba? ¿Volvería Patito alguna vez? ¿Por qué lo trataba con tanta gentileza el joven Lillie? Y así interminablemente. Para todas las preguntas, el mayordomo tenía dos respuestas.
A los amos, les decía:
—No lo sé.
Y a los sirvientes:
—¿Cómo mierda quieres que lo sepa?