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El año 1944 fue el peor para los habitantes de la capital provincial, ciudad C, y también para la Universidad N, en el corazón de la ciudad. Primero sufrieron por estar en primera línea de fuego, y después quedaron atrapados bajo la bota del gobierno títere de Nankín. El resultado fue un cambio enorme, no sólo en la apariencia de la ciudad, sino en el corazón de la gente. Cuando el joven Lillie recibió la carta del señor Auslander, lo peor de los combates ya había pasado, pero el caos desencadenado por la mala fe del gobierno provisional parecía irreversible. Para entonces, habían transcurrido muchos años desde la muerte del viejo Lillie, y la posición del joven Lillie al frente de la Universidad N se había visto negativamente afectada por la caída en desgracia de su padre y la actitud intransigente del gobierno títere. Aun así, el Ejecutivo provisional tenía una elevada opinión del joven Lillie. En primer lugar, era famoso, lo que significaba que tenía más utilidad que cualquier hombre corriente. En segundo lugar, la familia Rong había sufrido considerablemente bajo el gobierno del Kuomintang, y, en consecuencia, las nuevas autoridades esperaban que el joven Lillie estuviera más dispuesto a transigir. Por eso, nada más constituirse, el nuevo gobierno le ofreció generosamente al joven Lillie (que para entonces era vicerrector de la universidad) el cargo de rector, suponiendo que no haría falta nada más para comprar su favor. El gobierno títere no se esperaba que rompiera el nombramiento delante de todos y proclamara con voz estentórea:

—¡Los Rong preferimos morir antes que traicionar a nuestro país!

Pero eso fue exactamente lo que sucedió. Como os podéis imaginar, la respuesta del joven Lillie tuvo una amplia repercusión y fue muy elogiada, pero le cerró todas las puertas para ocupar un cargo oficial. Hacía tiempo que estaba planteándose la posibilidad de ir a esconderse a Tongzhen, para eludir las ofertas del gobierno títere y las consiguientes luchas internas en el seno de la universidad, pero la carta del señor Auslander aceleró sin duda su partida. Cuando el vapor fluvial llegó a puerto, aún estaba reflexionando sobre el contenido de la carta. Nada más desembarcar, distinguió al mayordomo de la mansión de los Rong entre la multitud apiñada para protegerse de la lluvia y el viento. El hombre le preguntó con amabilidad si había tenido buen viaje. Él, en lugar de responder, lo interrogó abruptamente:

—¿Cómo está el señor Auslander?

—El señor Auslander ha muerto —replicó el mayordomo—. Falleció hace un par de semanas.

El joven Lillie sintió palpitar el corazón en el pecho.

—¿Dónde está el chico?

—¿A qué chico se refiere?

—A Patito.

—Está en el jardín de los Perales, como siempre.

Estaba en el jardín de los Perales, en efecto, pero nadie sabía qué hacía dentro de la cabaña, porque casi nunca salía y pocos se molestaban en ir a verlo. Todos sabían que vivía en las dependencias de la mansión, pero él se desplazaba de un sitio a otro como un fantasma, sin que nadie lo viera nunca. Según el mayordomo, Patito era lo más parecido a un sordomudo que había conocido.

—No se le entiende nada cuando habla —dijo—. Tampoco habla a menudo, y cuando abre la boca, valdría más que se quedara callado, porque nadie le entiende.

El mayordomo también dijo que, según contaban los sirvientes de la casa principal, el viejo señor extranjero había tenido que postrarse en el suelo sobre las manos y las rodillas, y hacer tres reverencias seguidas al Tercer Amo, para obtener la promesa de que Patito podría seguir viviendo en el jardín de los Perales cuando él muriera. De no haber sido por eso, habrían echado al chico a la calle. Añadió que el señor Auslander le había legado a Patito sus ahorros de varias décadas, y que el niño vivía gracias a ese dinero, ya que la familia Rong no estaba en condiciones de mantenerlo.

Al día siguiente, a la hora del almuerzo, el joven Lillie se adentró en el jardín de los Perales. Para entonces, la lluvia había parado, pero, como había caído incesantemente durante varios días seguidos, los edificios tenían la cara lavada y había en el suelo una gruesa capa de fango que producía un sonoro chapoteo al pisarla. Los pasos del joven Lillie dejaban profundas huellas en el barro, y el fango era tan grueso que en algunos puntos le cubría las botas de goma. Hasta donde conseguía ver, no había ninguna huella más, y las telarañas de los árboles estaban vacías, ya que las arañas se habían retirado bajo los aleros para refugiarse de la lluvia. Algunas estaban muy ocupadas tejiendo una tela nueva delante de la puerta. De no haber sido por el humo que se desprendía de la chimenea y por el ruido de un cuchillo sobre una tabla de madera, habría pensado que la cabaña estaba deshabitada.

Patito estaba picando un boniato. Había agua hirviendo sobre un fogón y unos cuantos granos de arroz sobrenadaban en la superficie. El chico no pareció alarmado por la repentina irrupción del joven Lillie, ni tampoco enfadado. Simplemente, lo miró un momento y volvió a enfrascarse en su tarea, como si se tratara de su abuelo, que volvía después de una breve ausencia. Su abuelo o quizá un perro. El niño era más pequeño de lo que se esperaba el joven Lillie, y su cabeza no era tan grande como decía la gente. Tenía el cráneo dolicocéfalo y curiosamente puntiagudo en la coronilla, casi como si llevara un sombrero de fieltro. Tal vez por eso su cabeza no parecía anormalmente grande. El joven Lillie no observó nada fuera de lo corriente en su apariencia; sin embargo, su actitud fría y serena le causó una impresión profunda. El niño parecía un viejo en miniatura. Las únicas piezas de buena calidad del mobiliario eran un armario botiquín (recuerdo del uso original al que estaba destinada la cabaña), una mesa y una silla plegable. Sobre la mesa había un gran libro abierto, cuyas hojas despedían un intenso olor a moho. El joven Lillie lo cerró, para leer el título en el lomo. Era un libro en inglés: un tomo de la Enciclopedia británica. El joven Lillie lo dejó otra vez sobre la mesa y miró al chico con expresión interrogante.

—¿Estás leyendo esto? —le preguntó.

Patito hizo un gesto afirmativo.

—¿Lo entiendes?

El muchacho volvió a asentir.

—¿Te enseñó inglés el señor Auslander?

Otro gesto de asentimiento.

—No dices nada. ¿Eres mudo?

Al hablar, el joven Lillie se dio cuenta de que su tono de voz era más agresivo de lo que pretendía, como si culpara al niño.

—Si eres mudo, asiente dos veces con la cabeza. Si no, dilo.

Como temía que el chico no entendiera chino, el joven Lillie repitió en inglés lo que acababa de decir.

Patito se acercó al fuego, echó en la olla los trozos de boniato que acababa de picar y respondió en inglés que no era mudo.

El joven Lillie le preguntó si sabía hablar chino y Patito le contestó en chino que sí.

Entonces, el hombre se echó a reír y dijo:

—Tu chino es tan malo como mi inglés. ¿Lo aprendiste del señor Auslander?

Patito volvió a asentir.

—Deja de decir que sí con la cabeza —lo instó el joven Lillie.

—De acuerdo —respondió el chico.

—Hace muchos años que no hablo inglés y me cuesta mucho hilar las frases —dijo el joven Lillie—. En lo sucesivo, prefiero que hablemos en chino.

—De acuerdo —replicó Patito.

El joven Lillie se acercó a la mesa, se sentó en la silla plegable y encendió un cigarrillo.

—¿Cuántos años tienes? —preguntó.

—Doce.

—Aparte de hacerte leer esos libros, ¿te enseñó alguna otra cosa el señor Auslander?

—No.

—¿Quieres decir que el señor Auslander no te enseñó a interpretar los sueños? Lo hacía muy bien. Era famoso por eso.

—Me lo enseñó.

—¿Y a ti se te da bien?

—Sí.

—Anoche tuve un sueño. ¿Podrías interpretarlo?

—No.

—¿Por qué no?

—Porque sólo interpreto mis sueños.

—Bueno, entonces cuéntame qué sueñas…

—Sueño todo tipo de cosas.

—¿Me has visto en tus sueños?

—Sí.

—¿Sabes quién soy?

—Sí.

—¿Quién?

—Eres un miembro de la octava generación de la familia Rong desde la construcción de esta casa. Naciste en 1883. Eres el vigesimoprimero de tu generación. Te llamas Rong Xiaolai; tu nombre de cortesía es Dongqian, y tu apodo, Zetu, aunque todo el mundo te llama «joven Lillie». Eres el hijo del fundador de la Universidad N, al que llamaban «viejo Lillie». En 1906 te graduaste en Matemáticas en esa misma universidad. En 1912 fuiste a estudiar a Estados Unidos y obtuviste un máster en el MIT. En 1926 volviste a la Universidad N como profesor, y allí sigues. Ahora eres vicerrector de la universidad y catedrático de matemáticas.

—Sabes mucho de mí.

—Sé mucho de todos los miembros de la familia Rong.

—¿Te lo enseñó el señor Auslander?

—Sí.

—¿Te enseñó algo más?

—No.

—¿Te gustaría ir a la escuela a estudiar?

—No lo sé. No lo he pensado nunca.

El agua de la olla había vuelto a hervir y llenaba la habitación con su calor, y también la impregnaba de olor a comida. El viejo se puso de pie con la intención de salir al jardín. El chico supuso que se marchaba y le pidió que esperara un momento. Le dijo que el señor Auslander había dejado algo para él. Mientras hablaba, se acercó a la cama, se agachó y sacó un paquete envuelto en papel que había debajo. Después, se lo tendió al joven Lillie, diciendo:

—Papá me dijo que te diera esto cuando vinieras.

—¿Papá? —El viejo reflexionó un momento—. ¿Te refieres al señor Auslander?

—Sí.

—¿Qué es esto?

El hombre cogió el paquete.

—Ya lo verás cuando lo abras.

El contenido del paquete estaba envuelto en dos o tres capas de papel marrón y parecía bastante voluminoso. Pero la impresión resultó ser errónea, porque, al retirar todo el envoltorio, lo único que quedó fue una estatuilla del bodhisattva Guanyin que cabía en la palma de la mano. Estaba tallada en jade amarillo y tenía un único zafiro oscuro engastado en la frente, en el lugar del urna, el «tercer ojo» del budismo. El hombre se puso a examinar con atención la estatuilla, sosteniéndola delicadamente, y de inmediato sintió una especie de aura pura y fría que se extendía desde la palma de su mano al resto del cuerpo, señal inequívoca de la buena calidad del jade. La elaboración también era excelente, y la combinación de ambos factores permitía suponer que la estatuilla tenía una historia larga y compleja. El hombre estaba seguro de que una pieza tan notable debía de valer mucho dinero. Reflexionó un momento, mirando al niño; y después suspiró y dijo:

—Prácticamente no conocí al señor Auslander. ¿Por qué iba a dejarme esto?

—No lo sé.

—¿Sabes que esta estatuilla vale mucho dinero? Deberías saberlo.

—No lo sabía.

—El señor Auslander te recogió cuando eras un bebé y te quiso como a su propio hijo. Deberías quedártela tú.

—No.

—La necesitas más que yo.

—No.

—¿No será tal vez que el señor Auslander temía que te estafaran cuando fueras a venderla y quería que lo hiciera yo por ti?

—No.

Mientras hablaba, el viejo volvió a mirar por casualidad el papel del envoltorio y observó que estaba cubierto de cifras y de una línea tras otra de cálculos, como si alguien hubiera estado tratando de encontrar el resultado de una suma muy complicada. Cuando desplegó los papeles para verlos mejor, notó que todos estaban cubiertos del mismo tipo de cálculos aritméticos. Cambiando completamente de tema, le preguntó al niño:

—¿El señor Auslander te enseñó matemáticas?

—No.

—Entonces ¿quién hizo todas estas cuentas?

—Yo.

—¿Por qué?

—Quería calcular cuántos días vivió papá…