Durante dos años pasé todas mis vacaciones en los trenes del sur de China, recorriendo el país para entrevistar a los cincuenta y un testigos, de edad mediana o avanzada, que habían presenciado los acontecimientos de esta historia. Sólo después de reunir miles de páginas de notas me sentí capaz finalmente de sentarme a escribir este libro. Mis viajes por la región me hicieron entender por qué el sur es diferente. Por mi experiencia, puedo afirmar que cada vez que llegaba al sur sentía la vida vibrar en todos mis poros. Mi respiración se volvía más profunda, disfrutaba de cada minuto, mi piel tenía un tacto más suave e incluso el pelo se me volvía más negro y brillante. No es difícil comprender por qué decidí escribir mi libro en el sur, pero no es tan fácil explicar por qué cambió mi estilo al trasladarme. Enseguida noté que el dulce aire del sur me daba coraje y paciencia para escribir, una tarea que en otras condiciones encuentro tremendamente laboriosa. Al mismo tiempo, mi historia empezó a proyectarse hacia nuevas tangentes, con la exuberancia de un árbol meridional. Todavía no ha aparecido el protagonista de mi relato, pero pronto llegará. En cierto sentido, podríamos decir que ya está aquí, sólo que todavía no lo habéis visto. Es como cuando una semilla empieza a germinar y los primeros brotes aún no son visibles, ocultos bajo la superficie del terreno bien irrigado.
Veintitrés años antes, la brillante Rong Youying había padecido sufrimientos atroces para traer al mundo al Asesino, y seguramente todos desearon que nunca volviera a pasar algo tan horrendo. Sin embargo, unos meses después de que la mujer misteriosa se instalara en casa de los Rong, se repitió la historia. Como era mucho más joven, los gritos de la mujer misteriosa fueron el doble de potentes, como los aullidos de un cuchillo al pasar por la piedra de afilar. Sus gritos flotaban por la mansión en penumbras y hacían que la llama de las lámparas se agitara y bailara, y que incluso al señor Rong, que estaba lisiado y un poco ido, se le pusiera la carne de gallina. Las comadronas entraban y salían de la habitación, primero una y después la otra. A veces aparecían un momento en la puerta para cambiar un paño sucio por otro limpio, pero las dos salían del cuarto con el olor fétido de la sangre pegado al cuerpo y cubiertas de salpicaduras rojas, como carniceras. La sangre que chorreaba de la cama se extendió por el suelo y salió por debajo de la puerta. Una vez fuera de la habitación, formó pequeños riachuelos entre los oscuros adoquines del sendero y llegó hasta las raíces de un par de viejos ciruelos que se erguían sobre la maleza y el fango. Todos creían que aquellos ciruelos ennegrecidos que aún se mantenían en pie en medio del jardín abandonado estaban muertos, pero ese invierno florecieron repentinamente, y la gente lo atribuyó a que se habían alimentado de sangre humana. Sin embargo, cuando en enero los ciruelos se cubrieron de flores, la mujer misteriosa llevaba mucho tiempo muerta y su espíritu probablemente había volado lejos, como un fantasma hambriento que se hubiera ido a atormentar a los viajeros en alguna ladera desolada.
Los testigos del suceso consideraron un milagro que la mujer misteriosa diera a luz al niño, y algunos dijeron que habría sido un doble milagro que la madre sobreviviera después de un parto tan tremendo. Pero el segundo milagro no se produjo. El bebé nació, pero la mujer misteriosa murió de la hemorragia. No es fácil acumular un milagro sobre otro. Pero ese no fue el verdadero problema. El problema auténtico se presentó cuando la comadrona limpió al niño de sangre y moco, y todos los presentes descubrieron con horror que el bebé era la viva imagen del Asesino. Se le parecía en todo: la densa mata de pelo negro, la cabeza grande y hasta la mancha morada de nacimiento en la base de la espalda. Eran como dos gotas de agua. La mentira inocente del joven Lillie se reveló como un desagradable engaño. La enigmática criatura concebida tras el peregrinaje de su madre se convirtió en un abrir y cerrar de ojos en el hijo bastardo de un criminal, confiado al cuidado de unos parientes que ya habían sufrido bastante con su padre. De no haber sido porque la señora Rong le encontró cierto parecido con su abuela, la difunta Cabeza de Ábaco, incluso ella habría accedido a abandonarlo en algún paraje deshabitado. Incluso parece ser que, cuando se planteó seriamente la posibilidad de deshacerse del recién nacido, el hecho de que Cabeza de Ábaco fuera su abuela le salvó la vida y le permitió crecer y criarse en la mansión de los Rong.
La supervivencia del bebé no fue motivo de alegría para los Rong, que ni siquiera lo reconocían como miembro de la familia. Durante mucho tiempo, cuando querían referirse a él, lo llamaban Guadaña, porque había segado la vida de su madre. Un día, un extranjero, el señor Auslander, pasó delante de la casa de la pareja de sirvientes que tenían al bebé a su cargo, y ellos lo invitaron a pasar, con la esperanza de que los ayudara a encontrarle otro nombre. Los dos criados eran bastante mayores y no les gustaba tener que llamar al niño de ese modo, porque era como si hubiera venido a matarlos. Llevaban cierto tiempo tratando de cambiarle el nombre. Al principio habían intentado buscarlo por su cuenta, y habían probado con el tipo de apelativo de bebé que tenían otros niños de la aldea, pero ninguno de los elegidos dio resultado. Ellos lo usaban, pero el resto de la gente no. Cuando oían a los vecinos hablar todo el tiempo del pequeño Guadaña, los dos sirvientes sentían escalofríos, y por la noche tenían pesadillas. Por esa razón, a falta de una idea mejor, se vieron obligados a pedirle al señor Auslander que pensara algo y les propusiera algún nombre que fuera aceptable para todos.
El señor Auslander era el extranjero que muchos años antes había acudido a la casa para interpretar los sueños de la abuela Rong. La abuela lo adoraba, pero no todos los ricos de los alrededores le tenían la misma simpatía. Una vez, en los muelles, se había avenido a interpretar los sueños de un comerciante de té de otra provincia, y el hombre, descontento con la interpretación, había mandado darle una paliza que lo había dejado medio tullido. Los sicarios le rompieron los dos brazos y las dos piernas, pero eso no fue todo: también le arrancaron uno de sus luminosos ojos azules. El maltrecho señor Auslander consiguió arrastrarse hasta la mansión de los Rong, y los miembros de la familia decidieron acogerlo, convencidos de que la buena acción ayudaría a la abuela a descansar en paz. Una vez en la casa, ya no volvió a salir. Con el tiempo encontró una ocupación que le iba como anillo al dedo. Como correspondía a una familia prominente y acaudalada, los Rong necesitaban a alguien que les compilara la genealogía, y él se ofreció para la tarea. Con el paso de los años, llegó a conocer mejor que nadie las diversas ramas de la familia. Se sabía de memoria la historia del clan, los nombres de sus hombres y mujeres, las ramas principales y bastardas, los éxitos y los fracasos, y quién había ido adónde y hecho qué. Todo estaba consignado en sus notas. Por eso, a diferencia de cualquier otra persona sumida en la ignorancia, el señor Auslander sabía exactamente a qué rama de la familia pertenecía el niño y qué escándalos rodeaban su nacimiento. Y justo por saber tanto acerca del pequeño, elegirle un nombre fue para él un asunto particularmente espinoso.
El señor Auslander lo estuvo pensando y decidió que, antes de buscar un nombre, había que resolver el problema del apellido. ¿Cómo se apellidaba el niño? Lo lógico habría sido llamarlo Lin, pero para entonces ese apellido estaba cargado de connotaciones desafortunadas, por decirlo suavemente. Podía llamarse Rong, pero era muy poco corriente que una persona adoptara el apellido de su abuela. No parecía en absoluto adecuado. Por otro lado, habría sido perfectamente aceptable que utilizara el apellido de su madre, pero ¿cómo se llamaba la mujer misteriosa? Además, aunque lo hubiesen sabido, tampoco parecía apropiado que el niño adoptara ese nombre. Habría sido como recordarle constantemente al mundo que la familia tenía varios cadáveres en el armario. Tras una cuidadosa reflexión, el señor Auslander decidió aplazar por un tiempo el problema de encontrarle un nombre adecuado, y se concentró en buscarle un apelativo infantil provisional. Se puso a considerar la voluminosa cabeza del bebé, la triste circunstancia de que hubiera perdido tan pronto a su padre y a su madre, y su necesidad de abrirse paso solo en la vida, sin ayuda de nadie, y entonces se le ocurrió una idea. Decidió llamarlo Patito.
Cuando la señora Rong se enteró de la elección, inspiró pensativa el aire saturado de incienso de la sala de oraciones y dijo:
—A su padre le habían puesto un nombre horrible, pero el Asesino era el responsable directo de la muerte de su madre, una mujer realmente extraordinaria que había acrecentado la fama de la familia Rong. Por esa razón, no habríamos podido encontrarle un nombre más adecuado, por mucho que hubiésemos buscado. Este niño, en cambio, ha causado la muerte de una zorra desvergonzada. Esa mujer se atrevió a blasfemar contra el Buda, un crimen que merece un millar de muertes. Matarla no fue un delito, sino un mérito. Llamarlo Guadaña no me parece del todo justo. De ahora en adelante, lo llamaremos Patito, aunque es poco probable que se convierta en cisne cuando crezca.
—¡Patito!
—¡Patito!
A nadie le importaba de dónde había salido el niño ni quiénes eran sus padres.
—¡Patito!
—¡Patito!
A nadie le importaba si vivía o se caía muerto.
El único en esa mansión grandiosa que trataba a Patito como a un ser humano —el único que lo trataba como habría tratado a cualquier otro niño— era el señor Auslander, que había llegado hasta allí desde el otro lado del océano. Todos los días, después de completar las tareas matinales y echar una siesta, seguía el sendero de piedras oscuras que discurría bajo las ramas cargadas de flores y se dirigía a las dependencias donde vivía la pareja de viejos sirvientes. Se sentaba junto al cajón de madera donde jugaba Patito, encendía un cigarrillo y se ponía a hablar en su idioma del sueño que había tenido la noche anterior. Cualquiera hubiera dicho que estaba hablando con el niño, pero, en realidad, hablaba solo, porque Patito era demasiado pequeño para entenderle. De vez en cuando, le llevaba al bebé un sonajero o un juguete de cerámica, y poco a poco se fue ganando su adoración. Más adelante, cuando el niño empezó a andar, e incluso antes, cuando supo gatear, el primer sitio adonde se dirigió por sus propios medios fue a la cabaña del señor Auslander en el jardín de los Perales.
El jardín de los Perales, como es fácil imaginar, se llamaba así por los árboles frutales: varios perales de más de doscientos años de edad. En medio del jardín había una pequeña cabaña de madera, cuyo altillo había utilizado la familia Rong en otra época para guardar sus reservas de opio y hierbas medicinales. Años atrás, una criada había desaparecido en circunstancias misteriosas. Al principio todos supusieron que se habría fugado con un amante, pero después encontraron su cadáver en avanzado estado de descomposición dentro de la cabaña. Fue imposible ocultar la muerte de la mujer. Al poco tiempo, hasta el último miembro de la familia Rong y todos los criados de la casa estaban al corriente de lo sucedido. Inevitablemente, el jardín de los Perales se rodeó de historias de fantasmas y la gente empezó a tener miedo de visitarlo. Cuando alguien lo mencionaba, a los demás les cambiaba el gesto, y si un niño se ponía pesado, los mayores lo amenazaban con llevarlo allí:
—¡Si no paras ahora mismo, te dejaremos solo en el jardín de los Perales!
El señor Auslander aprovechó el miedo de los demás para encontrar en el jardín una vida tranquila y sin interferencias. Todos los años, cuando florecían los perales, se quedaba largo rato contemplando los racimos de flores blancas e inhalando su fragancia dulce e intensa, con la sensación de haber encontrado el lugar exacto que llevaba años buscando. Cuando se desprendían las flores de las ramas, barría los pétalos caídos, los ponía a secar al sol y los colocaba por todos los rincones de la cabaña, para disfrutar todo el año de su fragancia, como de una eterna primavera. Si no se sentía bien, preparaba una infusión con las flores. Había descubierto que le asentaban el estómago y lo hacían sentirse mucho mejor.
Tras llegar por primera vez al jardín, Patito empezó a visitarlo todos los días. No decía nada, pero se quedaba de pie bajo los perales y observaba en silencio al señor Auslander, tímidamente, como un cervatillo asustado. Como desde muy pequeño había podido ponerse de pie en su cajón de madera, empezó a andar más pronto que la mayoría de los niños. Por otro lado, tardó mucho más de lo normal en aprender a hablar. Cuando ya había cumplido los dos años, una época en que otros niños empiezan a enhebrar sus primeras frases, sólo era capaz de producir un sonido insistente, algo así como «jia, jia». La gente se preguntaba si no sería mudo. Un día, sin embargo, mientras el señor Auslander se disponía a echar la siesta del mediodía en una tumbona de ratán, oyó de repente que lo llamaban con voz desolada:
—¡Pa…pá! ¡Pa…pá! ¡Pa…pá!
El señor Auslander se dio cuenta de que alguien estaba tratando de llamarlo «papá». Abrió los ojos y vio a su lado a Patito, que con una manita le tiraba de los faldones de la chaqueta y tenía los ojos llenos de lágrimas. Era la primera vez en toda su vida que el pequeño llamaba a alguien, y era evidente que consideraba que el señor Auslander era su padre. Por un momento, el niño había creído que el hombre estaba muerto; se había puesto a llorar, y había sido como si sus lágrimas le devolvieran la vida. Ese mismo día, el extranjero se llevó a Patito al jardín de los Perales a vivir con él. Un par de días después, el viejo señor Auslander, a sus ochenta años, trepó a las ramas de un peral y colgó un columpio, para regalárselo a Patito por su tercer cumpleaños.
Patito creció rodeado de flores de peral.
Ocho años más tarde, mientras las flores iniciaban su danza anual entre las ramas y el suelo, el señor Auslander se quedó un momento contemplando los remolinos de pétalos que cubrían el cielo y, andando con paso vacilante, repasó cuidadosamente las palabras que pensaba utilizar. Cada noche escribía las líneas que había preparado durante el día. Al cabo de un par de días terminó la carta que iba a enviar al joven Lillie (el hijo del viejo Lillie), a la capital provincial. La carta permaneció en un cajón durante más de un año, pero, cuando el anciano se dio cuenta de que no le quedaba mucho tiempo de vida, la sacó y le pidió a Patito que la llevara al correo. A causa de la guerra, el joven Lillie no tenía una residencia fija y se trasladaba con frecuencia, por lo que la carta tardó un par de meses en llegar a sus manos.
Decía lo siguiente:
Al vicerrector de la universidad
Estimado señor:
No sé si escribirle esta carta será el último error que cometa en mi vida. Como pienso que quizá no debiera enviarla, y como además me gustaría pasar un tiempo más con Patito, no la llevaré de inmediato al correo. Cuando usted la reciba, me quedará poco tiempo de vida. En ese caso, aunque sea un error escribirla, ya no me importará. Podré arrogarme los poderes especiales concedidos a los agonizantes para negarme a seguir llevando la carga que la vida me ha impuesto sobre los hombros. Ha sido una carga particularmente pesada, si me permite que lo diga. Sin embargo, me propongo utilizar la clarividencia que supuestamente adquieren los muertos para comprobar si se toma usted en serio los asuntos mencionados en esta carta y averiguar qué piensa hacer al respecto. En muchos sentidos, podríamos decir que esta carta es mi testamento. He vivido mucho tiempo, casi un siglo, en este mundo difícil y peligroso. He visto lo bien que tratan ustedes a los muertos en este país, después de ver lo mal que tratan a los vivos. Lo primero es sumamente loable; lo segundo, no tanto. Por esta razón, estoy seguro de que no desobedecerá usted mis últimas instrucciones.
Tengo una única preocupación: Patito. Durante muchos años he sido su tutor, a falta de otro mejor, pero ahora que ya oigo doblar las campanas, cuando sólo me quedan unos pocos días de vida, creo que ha llegado el momento de que otra persona se haga cargo de él. Le suplico que ocupe mi lugar en calidad de tutor del muchacho. Hay tres razones por las que usted es la persona ideal para este cometido.
Créame lo que le digo y llévese al niño de aquí. Llévelo a su casa y edúquelo a su lado, porque él lo necesita. Necesita su afecto y sus enseñanzas. Y, quizá más que cualquier otra cosa, necesita que le ponga un nombre.
Por favor, se lo suplico.
Una vez más, se lo suplico.
Esta es la primera y la última vez que le suplico algo a alguien.
R. J., Agonizante
Tongzhen, 8 de junio de 1944