Rong Youying, también conocida como Rong Ábaco Lillie o Cabeza de Ábaco, murió de parto.
Sucedió hace tanto tiempo que todos los que la vieron sufrir y morir ya están muertos también desde hace años, pero la historia de su terrible agonía pasó de una generación a otra, como se habría transmitido el recuerdo de una batalla aterradora. A medida que la gente la contaba y la volvía a contar, la historia se fue volviendo más refinada y clásica en sus detalles, hasta convertirse prácticamente en un episodio de las sagas tradicionales. Como es fácil imaginar, el sufrimiento de Rong Youying durante el parto fue horripilante. Según todas las versiones, durante dos días y dos noches resonaron sus gritos de forma constante, mientras el hedor de la sangre impregnaba primero su habitación del hospital, después los pasillos y finalmente las aceras de la vía pública. El médico lo intentó todo para que el bebé naciera, desde las técnicas más avanzadas del momento hasta los métodos más primitivos y estúpidos, pero la cabeza se negaba a salir de la matriz. Al principio, el pasillo de delante del paritorio estaba atestado de miembros de la familia Rong (y también del clan paterno de los Lin), que esperaban el nacimiento del bebé; pero, a medida que fue pasando el tiempo, los parientes se fueron dispersando, hasta que sólo quedaron un par de sirvientas. Incluso los testigos más duros y curtidos estaban asustados por la duración y la dificultad del parto, y cada vez cobraba más peso la idea de que ni siquiera la alegría de recibir a un nuevo miembro de la familia compensaría el horror de ver morir a la madre. A veces parecía como si la mujer fuera a fallecer en cualquier momento; en otras ocasiones parecía que iba a salvarse, pero el tiempo avanzaba inexorable hacia el fatídico desenlace.
El viejo Lillie fue el último en llegar al pasillo y también el último en marcharse. Antes de irse, sentenció:
—Ese niño será un genio o un demonio.
—Hay entre un ochenta y un noventa por ciento de probabilidades de que no vea nunca la luz —replicó el doctor.
—Ella conseguirá que nazca.
—No, no lo creo.
—Usted no entiende, doctor, que es una mujer extraordinaria.
—Pero entiendo mucho de mujeres y le aseguro que, si ese bebé nace, será un milagro.
—Ella es el tipo de persona capaz de hacer milagros.
Una vez expresado su parecer, el viejo Lillie habría querido marcharse, pero el médico lo detuvo.
—Estamos en un hospital y es necesario que preste atención a lo que voy a preguntarle. ¿Qué quiere que haga si la parturienta no puede dar a luz al bebé, por mucho que lo intentemos?
El viejo Lillie guardó silencio, pero el médico insistió:
—¿Quiere que la salve a ella o al niño?
La respuesta fue inmediata:
—¡A ella, naturalmente! —exclamó el viejo Lillie, sin dudarlo un momento.
Pero ¿qué podían importar los deseos del viejo Lillie ante los designios del destino omnipotente? Al alba, la mujer sintió que la abandonaban las fuerzas tras una noche más de lucha desesperada, y se sumió en la inconsciencia. Para reanimarla, el médico mandó que la empaparan con agua helada y le inyectó una dosis doble de estimulante, para prepararla con miras al esfuerzo final. Dijo con claridad que, si ese último intento fracasaba, tendrían que renunciar al niño, para concentrarse en salvar la vida de la madre. Pero las cosas no salieron como estaba planeado y fue la madre quien sufrió un fallo multiorgánico mientras hacía un último intento de dar a luz. Al final, el bebé salvó la vida con una cesárea practicada de urgencia.
El niño nació a costa de la vida de su madre, y ella sufrió de manera indecible en el proceso. Cuando finalmente nació el bebé, todos quedaron boquiabiertos al ver las dimensiones de su cabeza. En comparación, la cabeza de la madre era pequeña. Un primer parto con un niño de cabeza tan enorme, sobre todo si se trataba de una mujer cerca de los cuarenta años, suponía casi una garantía de muerte para la desdichada madre. A veces los mecanismos del destino son realmente misteriosos. Una mujer capaz de enviar al cielo un par de toneladas de metal acabó siendo víctima de una broma de mal gusto de la naturaleza.
Cuando el niño nació, la familia Lin se esforzó en buscarle toda clase de nombres apropiados (apodos, nombres literarios, apelativos formales y más maneras aún de llamarlo), pero resultó evidente que todo sería inútil. Las dimensiones de la cabeza y la historia terrible de su nacimiento lo condenaron a llamarse Cabeza Asesina.
—¡Cabeza Asesina!
—¡Cabeza Asesina!
Nadie se cansaba de llamarlo así.
—¡Cabeza Asesina!
—¡Cabeza Asesina!
Sus amigos le daban ese nombre.
Todo el mundo lo llamaba de ese modo.
Cuesta creerlo, pero es un hecho que con el tiempo todos acabaron llamándolo Asesino, y él se hizo merecedor del nombre, porque algunas de sus acciones fueron verdaderamente horribles. La familia Lin era la más rica de la capital provincial. Los comercios que poseía ocupaban un tramo de dos kilómetros de una de las avenidas principales, por ambas aceras. Sin embargo, cuando el Asesino se hizo mayor, las extensas propiedades de la familia empezaron a reducirse rápidamente, a causa de las deudas de juego del joven y los problemas que causaba. De no haber sido por la prostituta que cogió un cuchillo y lo mató a puñaladas, la familia Lin habría perdido hasta la casa familiar, junto con todo lo demás. El Asesino empezó a mezclarse con delincuentes a los doce años, según se cuenta, y tenía veintidós cuando murió. Durante esos diez años, se vio involucrado en, por lo menos, una docena de asesinatos, y sedujo y abandonó a innumerables mujeres, mientras se las arreglaba para perder en las mesas de juego una montaña de dinero y una calle entera de tiendas. La gente no podía creer que una mujer tan extraordinaria, uno de esos genios que aparecen en el mundo solamente una vez cada mil años, hubiera traído al mundo a un hijo tan profundamente perverso.
La familia Lin respiró aliviada cuando el Asesino murió, pero al poco tiempo empezó a sufrir el acoso de una mujer misteriosa. Había llegado de algún lugar de fuera de la provincia y pidió hablar con el cabeza de familia. En cuanto le permitieron pasar, cayó de rodillas y rompió a llorar sin decir palabra. Después se señaló el vientre prominente y anunció:
—¡Aquí llevo al hijo del joven señor Lin!
Los miembros de la familia Lin sabían perfectamente que, si alguien se hubiera propuesto enviar al mar a todas las mujeres que el Asesino había seducido, habría necesitado por lo menos media docena de barcos; sin embargo, ninguna de ellas se había presentado en la casa diciendo que estaba embarazada. Además, el hecho de que esa mujer viniera de otra provincia les hacía pensar que era sincera, y eso los llenaba de ira. La echaron literalmente a patadas. Por un momento, la mujer pensó que los puntapiés iban a provocarle un aborto, perspectiva que no le resultaba particularmente desagradable. Sin embargo, pese al dolor y a las contusiones, el niño permaneció inamovible en su sitio. La mujer se dio un par de puñetazos en el vientre, pero tampoco consiguió ningún efecto. Estaba tan afligida que se sentó en medio de la calle y empezó a llorar a gritos. Acabó rodeada por un corrillo de curiosos, uno de los cuales se apiadó de ella y le sugirió que fuera a la Universidad N a probar suerte. Después de todo, allí también había parientes del Asesino. La mujer se dirigió a la universidad con paso tambaleante y se arrodilló delante del viejo John Lillie. El viejo era un hombre recto y de principios firmes, a quien el mal comportamiento ajeno causaba profunda consternación. Como se compadecía de todas las víctimas de la injusticia, le abrió las puertas de su casa. Al día siguiente, le pidió a su hijo Rong Xiaolai (al que todos llamaban el joven Lillie) que la llevara a Tongzhen, su pueblo natal.
La mansión de los Rong en Tongzhen ocupaba la mitad de la aldea. Los tejados de los diferentes edificios estaban tan cerca unos de otros como las escamas de un pez, y empezaban a revelar los estragos del tiempo. Los desconchones de la pintura en las columnas y en los aleros eran el signo inequívoco de que las cosas habían cambiado. Desde que el viejo Lillie había abierto su academia en la capital provincial, muchos miembros de la familia Rong se habían instalado en la ciudad para estudiar, lo que inició el declive de la mansión y el fin de sus días de gloria. Una de las razones de la rápida decadencia era que muy pocos de los jóvenes que se habían marchado tenían interés en regresar para ocuparse de los negocios familiares. Además, las perspectivas eran muy poco halagüeñas. Desde que el gobierno había decretado el monopolio estatal sobre el comercio de la sal, la familia Rong se había visto privada de su principal fuente de ingresos. Esa evolución de los acontecimientos influyó profundamente en la actitud de muchos miembros de la familia Rong que estudiaban con el viejo Lillie. Se interesaron mucho más por el método científico y la búsqueda de la verdad, y mucho menos por hacer dinero y vivir rodeados de lujos. Aislados en la torre de marfil de sus estudios, el colapso de los negocios familiares y el consecuente declive de su fortuna no pareció afectarlos en lo más mínimo. En el plazo de una década, la familia Rong perdió casi todo lo que poseía, aunque a ninguno de sus miembros le gustaba hablar abiertamente de las circunstancias que los habían conducido a la bancarrota. De hecho, la razón estaba a la vista de todos, colgada sobre la puerta principal de la mansión. Era un cartel, con una simple frase inscrita en grandes caracteres dorados: «Colaborador de la Expedición al Norte». Había una historia detrás del cartel. Al parecer, cuando el Ejército Nacionalista Revolucionario llegó a la ciudad C, el viejo Lillie se sintió conmovido al ver las cuadrillas de estudiantes que recaudaban dinero por la calle para la causa. De hecho, fue tal su emoción que esa misma noche regresó a Tongzhen y vendió los amarres y la mitad de los almacenes que constituían el imperio comercial construido por la familia Rong a lo largo de varias generaciones. Con el dinero obtenido, compró un cargamento de municiones para la Expedición al Norte, y a cambio lo recompensaron con el cartel. A raíz de su gesto, todo el mundo pasó a considerar a los Rong una familia de acendrado patriotismo. Por desgracia, al cabo de un tiempo, el famoso general que había creado la caligrafía para la inscripción se convirtió en un delincuente buscado por la justicia y en un fugitivo del gobierno del Kuomintang, lo que redujo significativamente el valor del cartel. Poco después, el gobierno mandó hacer un nuevo cartel con el mismo texto e idéntico baño de oro, pero con diferente caligrafía, y pidió permiso a la familia Rong para cambiarlo por el antiguo. Pero el viejo Lillie se negó de plano. A partir de entonces, la familia Rong tuvo innumerables problemas con el gobierno, por lo que sus negocios sufrieron las consecuencias. Al viejo Lillie no le importaba que los negocios se resintieran, siempre que no le hicieran retirar el cartel. Llegó hasta el extremo de asegurar que quien quisiera descolgar el cartel tendría que pasar por encima de su cadáver.
La familia Rong tuvo que aceptar su irremediable empobrecimiento.
La mansión de los Rong, que en otra época había estado llena de vida con el permanente bullicio de amos y sirvientes, se había vuelto desolada y silenciosa. El escaso movimiento permitía apreciar que la mayoría de sus habitantes eran ancianos, y que había más mujeres que hombres y más criados que amos. La casa estaba cayendo en la ruina, y todo iba de mal en peor. Como cada vez tenía menos habitantes, en particular jóvenes, la mansión parecía mucho más grande que de costumbre y bastante más silenciosa. Los pájaros construían nidos en los árboles; las arañas tejían telas delante de las puertas; los senderos entre las distintas dependencias se perdían entre la maleza y se adentraban sinuosos en la oscuridad, y las aves cantoras enjauladas huían a la libertad del cielo abierto. Mientras tanto, la colina artificial se fue convirtiendo en una verdadera montaña de desperdicios, y el jardín florido se transformó en un yermo perdido entre un laberinto de patios. La mansión de la familia Rong había sido en el pasado un hermoso cuadro de colores vivos y estilo elegante, y si bien conservaba todavía algunas trazas de los pigmentos originales, las líneas de los bocetos anteriores estaban saliendo a la luz y difuminaban la pureza de la obra terminada. No podía haber mejor lugar para esconder a una mujer anónima y misteriosa con un pasado poco satisfactorio.
El joven Lillie tuvo que exprimirse el cerebro para encontrar la manera de que el señor Rong y su esposa la aceptaran. Para entonces, todos los miembros de la séptima generación de la familia habían muerto, con la única excepción del viejo Lillie, que vivía lejos, en la capital provincial. Por lo tanto, nadie en Tongzhen discutía la posición del señor Rong y de su esposa al frente del clan. El señor Rong tenía ya una edad avanzada y había sufrido una hemiplejia que había mermado sus facultades y lo había dejado postrado en la cama. Su poder era, por lo tanto, únicamente nominal. Hacía mucho tiempo que todas las decisiones estaban en manos de la señora Rong. Si era cierto que el Asesino había dejado embarazada a la mujer, entonces el señor Rong y su esposa eran indiscutiblemente los tíos de la criatura, pero eso no significaba que fueran a recibir la noticia con agrado. Tras recordar que la señora Rong era una budista devota, el joven Lillie notó que un plan empezaba a germinarle en la cabeza. Llevó directamente a la mujer a la sala donde la señora Rong recitaba sus sutras, y allí, entre el olor a incienso y los golpes acompasados del pez de madera que marcaba el ritmo de las oraciones, el joven Lillie y la señora Rong iniciaron su conversación.
—¿Quién es? —preguntó ella.
—Una mujer.
—Sea lo que sea lo que quieras decirme, dímelo rápido, porque quiero seguir con mis oraciones.
—Está embarazada.
—No soy médico. ¿Qué quieres que haga?
—Es una budista muy devota. Creció en un monasterio. No está casada, pero el año pasado subió al monte Putuo para orar ante la estatua de Guanyin, y dice que al volver descubrió que estaba embarazada. ¿Tú la crees?
—¿Qué puede importar si yo la creo o no?
—Si la crees, entonces la acogerás en tu casa.
—¿Y si no la creo?
—Si no la crees, la echaré a patadas a la calle.
La señora Rong no pegó ojo en toda la noche, y ni siquiera el Buda la ayudó a decidirse. Sin embargo, a mediodía, mientras el joven Lillie fingía prepararse para echar a la mujer a la calle, tomó una decisión.
—Puede quedarse —dijo—. Bendito sea el nombre sagrado del Buda Amitabha.