La fama de la Universidad N empezó cuando todavía no era más que la Academia Lillie de Matemáticas.
El primero en llevar notoriedad a la academia fue el propio John Lillie, que, pese a todos los argumentos en contra, asombró al mundo empecinándose en abrir las puertas de la institución a las mujeres que quisieran estudiar. Por eso, durante sus primeros años de existencia, la academia fue una especie de espectáculo picante para mirones. Todo el que tenía algún asunto que resolver en la capital provincial se hacía un hueco para visitar la academia y disfrutar del espectáculo. Los curiosos se comportaban como si estuvieran recorriendo un barrio de mala fama. Con la mentalidad feudal que imperaba en aquellos tiempos, el solo hecho de que la academia admitiera mujeres habría debido de ser suficiente para que las autoridades la clausuraran, pero no fue así. Se barajaron muchas teorías sobre la posible causa de su supervivencia, pero la explicación más fidedigna es tal vez la que se deriva de la genealogía oficial de la familia Rong. Según la genealogía, todas las alumnas admitidas durante los primeros años de la academia eran miembros de la rama principal de la familia Rong. Era como si los Rong le estuvieran diciendo al mundo: «Si nosotros queremos llevar a nuestras hijas a la perdición, ¿qué puede importaros a vosotros?». La idea de que todo quedara en familia resultó ser excelente. Fue lo único que impidió que las habladurías hicieran clausurar la Academia Lillie de Matemáticas. Del mismo modo que el griterío es parte inherente del crecimiento de los niños, el bullicio que acompañó a la Academia Lillie de Matemáticas en sus primeros años no hizo más que contribuir a su fama.
La segunda persona que puso la academia en boca de la gente fue otro miembro de la familia Rong: la niña que nació cuando el hermano mayor de John Lillie (que para entonces tenía más de sesenta años) tomó una concubina. La cría era, por lo tanto, sobrina de John Lillie. Había nacido con la cabeza grande y redonda, pero no tenía ningún defecto; de hecho, era una jovencita de una inteligencia notable. Desde muy pequeña demostró un ingenio poco común y una habilidad inusual para las matemáticas y el cálculo. Empezó a frecuentar la academia a los once años, y a los doce venció en una competición a un experto en el uso del ábaco. Nadie daba crédito a lo que veía al presenciar la rapidez con que calculaba: era capaz de multiplicar dos números de cuatro cifras en el tiempo que un hombre tarda en escupir. El problema matemático que a otros les habría llevado horas de devanarse los sesos, a ella se le revelaba en un instante. Pero su celeridad desconcertaba a quienes la desafiaban, y muchos se preguntaban si no haría trampas buscando la respuesta de antemano.
En cierta ocasión, un ciego que se ganaba la vida adivinando el futuro de sus clientes por la forma de sus cabezas le dijo que ella era uno de esos genios que aparecen una vez cada mil años.
A los diecisiete, emprendió un viaje al otro lado del mundo con su primo para ir a estudiar en Cambridge. Mientras el barco se adentraba en la niebla espesa que cubría los muelles de Londres, su primo (que disfrutaba componiendo pequeños poemas) se inspiró en la escena para escribir unos versos:
Gracias a la fuerza de las olas y al poder del océano,
estoy en Gran Bretaña.
¡Oh, Gran Bretaña!
La niebla no puede ocultar tu grandeza.
Arrancada de su sueño por la voz de su primo, que recitaba el poema, la joven consultó con ojos soñolientos su reloj de oro y dijo:
—Hemos viajado treinta y nueve días y siete horas.
De inmediato, la pareja se enfrascó en una bien ensayada rutina de preguntas y respuestas:
—¿Treinta y nueve días y siete horas son…?
—Novecientas cuarenta y tres horas.
—¿Novecientas cuarenta y tres horas son…?
—Cincuenta y seis mil quinientos ochenta minutos.
—¿Cincuenta y seis mil quinientos ochenta minutos son…?
—Tres millones trescientos noventa y cuatro mil ochocientos segundos.
Ese tipo de juegos se habían convertido en parte de su vida. La gente la trataba como un ábaco humano y esperaba que realizara toda clase de cálculos de manera instantánea. El ejercicio constante había desarrollado aún más sus singulares habilidades. Llegó un momento en que la gente olvidó su nombre y empezó a llamarla Ábaco. Como tenía la cabeza más grande de lo normal, algunos la llamaban incluso Cabeza de Ábaco. De hecho, era mucho mejor que cualquier especialista en el manejo del ábaco. Era como si toda la habilidad matemática desarrollada por sucesivas generaciones de la familia Rong al frente de sus negocios se hubiera concentrado en ella; como si, finalmente, la acumulación cuantitativa de experiencia hubiera dado un salto cualitativo.
Cuando llegó a Cambridge, además de su acostumbrada habilidad para las matemáticas, que siguió como siempre, descubrió un talento nuevo, hasta entonces insospechado, para aprender idiomas. Mientras que el resto de la gente tenía que esforzarse, ella parecía asimilar otras lenguas con una facilidad asombrosa y con creciente rapidez, por el simple método de practicarlas con sus compañeras de habitación. Cada trimestre buscaba una compañera nueva, y al cabo de tres meses ya era capaz de hablar otra lengua más, con notable fluidez y buen dominio de las particularidades idiomáticas. El método de aprendizaje en sí mismo no era novedoso. De hecho, es bastante corriente y le funciona bien prácticamente a cualquiera que lo pruebe. Lo asombroso en su caso eran los resultados, ya que con ese sistema aprendió siete idiomas en un plazo de un par de años. Y no sólo los hablaba, sino que los leía y los escribía.
Un día encontró en los terrenos de la universidad a una joven de cabello oscuro con la que intentó hablar. Trató de comunicarse con ella utilizando sucesivamente los siete idiomas que había aprendido, pero todo fue en vano, porque la joven acababa de llegar de Milán y sólo hablaba italiano. En cuanto lo supo, le propuso de inmediato que fuera su compañera de habitación. Ese mismo trimestre empezó a estudiar el diseño del puente matemático de Newton.
El puente matemático de Newton es una de las atracciones de la Universidad de Cambridge. Está compuesto por 7177 piezas de madera, todas de diferente tamaño. Tiene un total de 10 299 planos tangentes, por lo que si hubiese sido preciso clavetear todos los planos para unirlos, habrían hecho falta por lo menos 10 299 clavos. Sin embargo, Newton arrojó todos los clavos a las aguas del Cam y construyó el puente confiando únicamente en la gravedad para mantenerlo en pie. Por eso es una maravilla matemática. Durante muchos años, los estudiantes del Departamento de Matemáticas de la Universidad de Cambridge soñaron con desentrañar el secreto del puente matemático, o quizá fuera mejor decir que se propusieron hacer una réplica exacta del puente sobre el papel. Nadie lo consiguió. Unos cuantos lograron calcular una forma de reproducir el puente con más de un millar de clavos, pero sólo unos pocos consiguieron dar con un diseño que exigiera menos de mil. La persona que se acercó más al objetivo de eliminar del todo los clavos fue un islandés, que logró una estructura que sólo necesitaba 561. Entonces, el profesor sir Joseph Larmor, matemático famoso que para entonces era presidente de la Sociedad Matemática Newtoniana, prometió otorgar el doctorado de la Universidad de Cambridge al primero que presentara un diseño con menos clavos que la estructura del islandés, aunque sólo fuera un clavo menos. Así fue cómo Cabeza de Ábaco recibió un certificado donde constaba que era doctora de la Universidad de Cambridge por haber diseñado un modelo del puente matemático que requería solamente 388 clavos. Tras la ceremonia de doctorado, se puso a conversar en italiano con uno de los profesores, demostrando así que había aprendido un idioma más.
Eso fue durante su quinto año en Cambridge, cuando tenía veintidós.
Al año siguiente, dos hermanos cuya ambición era poner alas a la humanidad visitaron Cambridge. Su visión de futuro y su coraje la impresionaron tanto que decidió viajar con ellos a Norteamérica. Dos años después, el primer aeroplano de la historia despegaba con éxito de unas dunas de arena y surcaba el cielo de Carolina del Norte. En la panza del aparato, una inscripción en letras de plata recordaba los nombres de los principales participantes en el diseño y la construcción de la máquina voladora. La cuarta línea rezaba: alas diseñadas por Rong Ábaco Lillie, de ciudad C, China.
Rong Ábaco Lillie era el nombre que usaba ella en Occidente, pero en la genealogía del clan de los Rong era Rong Youying, miembro de la octava generación de la familia. Y los hermanos que se la habían llevado de la Universidad de Cambridge eran los hermanos Wright, pioneros de la aviación.
Del mismo modo que el aeroplano de los Wright llevó su nombre al cielo, ella llevó a la estratosfera la fama de la Academia Lillie de Matemáticas. Cuando a raíz de la revolución de Xinhái el destino de China pendía de un hilo, Cabeza de Ábaco no dudó en romper un compromiso de matrimonio para volver y ponerse al frente de la Facultad de Matemáticas de la institución de enseñanza donde se había formado. Para entonces, la Academia Lillie de Matemáticas ya había pasado a llamarse Universidad N. En 1913, el profesor sir Joseph Larmor, presidente de la Sociedad Matemática Newtoniana, viajó a China, llevando consigo el diseño del puente matemático que requería únicamente 388 clavos. Construyeron el puente en los terrenos de la universidad, lo que multiplicó su fama. Cabe afirmar, por lo tanto, que sir Joseph Larmor fue la tercera persona que contribuyó al renombre de la institución.
En octubre de 1943, los bombardeos japoneses desataron un incendio que arrasó los edificios de la Universidad N. El valioso regalo del profesor sir Joseph Larmor (el modelo a escala 1:250 del puente matemático de Newton) ardió en el incendio. Pero para entonces la mujer que lo había diseñado llevaba veintinueve años muerta. Había fallecido un año después de la visita de Larmor a la Universidad N, poco antes de cumplir los cuarenta.