CAPÍTULO XVI

UN EXTRAÑO VIAJE Y UNA SORPRESA

Así que el capitán hubo acabado de hablar se abrió la puerta y apareció uno de aquellos hombres. Menos mal que el pasadizo estaba muy oscuro y no vio a nuestros amigos, que se apretaron contra la pared para esconderse.

Se oían voces y pasos precipitados.

—¡Correr!… ¡Aprisa!… —susurró Mafumu al oído del capitán.

Éste comprendió que habían descubierto su fuga y que tenían que huir de allí a toda prisa. ¿Pero adónde ir?

—Regresemos al río —propuso la señora Arnold.

De pronto Mafumu descubrió algo interesante cuando llegaron al río: un pequeño bote.

—Rápido…, subamos a él. Vienen hacia nosotros.

No parecía haber otra solución, así que se apretujaron los cuatro y subieron al bote. No había remos, pero tampoco hacían falta, pues el bote comenzó a deslizarse empujado por la corriente del río.

¡Qué fabuloso viaje en el centro mismo de la Montaña Secreta! El río se introducía en cuevas fosforescentes y a veces entraba por túneles oscuros. Al pasar por una de las curvas la señora Arnold por poco se cae al río; suerte que el capitán, su esposo, la agarró a tiempo. Todos pasaron un gran susto.

Mafumu estaba aterrorizado y acariciaba su collar confeccionado con dientes de cocodrilo que, según las creencias de su tribu, le protegía de la mala suerte.

El río desembocó en una especie de laguna en donde el bote fue perdiendo velocidad hasta casi detenerse.

—Estamos llegando a alguna parte —dijo el capitán—. Quisiera saber de dónde proviene esta luz tan brillante.

Pronto lo averiguaron… El bote se detuvo en una cueva cuyo suelo estaba cubierto de piedras pulidas y brillantes. En las paredes había todos los colores del arco iris, y del techo salía una intensa luz rosada.

Había varias mesas de piedra y blandas y suaves alfombras, grandes jarrones con ramos de flores y en un rincón parloteaban tres loros. También descubrieron a cinco monitos acurrucados sobre una de las alfombras.

—Esto me recuerda un cuento de hadas —dijo la señora Arnold—. ¿Bajamos aquí?

No había nadie en aquella cueva, que más parecía el salón de un palacio. Solamente estaban allí los loritos y los monos, pero el capitán no acababa de decidirse. En aquel momento vio que una gran puerta dorada les cerraba el paso. Sentados a ambos lados de la puerta vieron ¡una docena de hombres pelirrojos!

En cuanto éstos vieron el bote empezaron a chillar y a señalarlos muy excitados.

—¡Nos han cogido! —exclamó consternado el capitán.

Aquellos hombres los obligaron a descender y parecieron muy extrañados de ver a Jack y a Mafumu.

La gran puerta se abrió y vieron en un trono un hombre de aquella tribu que parecía ser su rey o su jefe. En cuanto los vio sus ojos brillaron. Les habló con voz dura y desagradable. Solamente Mafumu comprendió algo de lo que decía y comenzó a temblar.

El rey había dicho que los adoradores del Sol necesitaban una o más víctimas para arrojarlas desde lo alto de la Montaña Secreta para ofrecer sacrificios a su dios y calmar su ira.

Los hombres rodearon a nuestros cuatro amigos y los llevaron al otro lado de aquella sala. Iban a subir a la cima de la Montaña. Para ello utilizaban una especie de jaula dorada adornada de bellos dibujos.

Todos subieron en aquel «ascensor», que no funcionaba mecánicamente, sino que unos cuantos hombres tiraban de unas cuerdas que lo sujetaban. Al llegar al final, en el techo había una trampa que ellos abrieron desde abajo tirando de cuerdas. Para esto necesitaban más de veinte hombres. Salieron a la superficie. Nadie de nuestros amigos tenía idea de dónde se encontraba.

A Jack se le ocurrió mirar a su alrededor para ver si encontraba a los demás, pero no vio a nadie.

Sin embargo, ¡estaban «allí»!

Se hallaban escondidos en el templete, cubiertos con mantas y comiendo fruta.

Fue Paul quien los descubrió.

—¡¡Allí!!… ¡¡Allí!!… —gritó.

Todos fueron corriendo hacia Jack, Mafumu y los señores Arnold. Se abrazaron unos a otros llorando de alegría. Se hacían mil preguntas y hablaban todos a un tiempo. Eran felices de hallarse de nuevo todos reunidos.

—Esto ser «grran» sorpresa —decía Mafumu feliz.