LA LLEGADA DE MAFUMU
Pilescu y Ranni se pasaron el día reparando los desperfectos de los dos aviones, que estaban bastante cerca uno del otro. Los niños examinaron detenidamente la «Golondrina Blanca», sintiéndose muy tristes pensando en sus padres misteriosamente desaparecidos.
Mike pensó que, a lo mejor, habían dejado alguna nota con algún dato, pero, por mucho que buscaron, no encontraron nada.
—Esto no os debe sorprender —dijo Pilescu—. Si ellos hubieran tenido tiempo de escribir una nota, seguramente también hubieran tenido tiempo de poder escapar. Bueno, por lo que puedo ver, la «Golondrina Blanca» está a punto de poder emprender el vuelo. Creo que el capitán y su esposa fueron cogidos por sorpresa y no tuvieron tiempo de hacer nada.
—Ambos aviones están listos para volar cuando llegue el momento, que espero será pronto —dijo Ranni.
—Tenemos que dejar a alguien de guardia —propuso Mike—. Supongamos que al regresar encontramos los aviones estropeados… Algún nativo puede venir a curiosear y…
—¿No viste cómo aquel hombre negro temía acercarse a nuestro aeroplano? —replicó Ranni riéndose—. Puedes estar seguro que ni uno solo de ellos se acercará a los aparatos. Lo que temo más es el terrible calor, pero esto no podemos remediarlo de ninguna forma. Tenemos que dejar los dos aviones solos y… confiar en Dios.
Pilescu había preparado unos grandes paquetes con alimentos, ropas de abrigo y mantas. Paul se rió cuando vio que había preparado tanta ropa de lana.
—¿Por qué tenemos que llevarnos todo esto? Lo que a mí me gustaría es ponerme solamente un bañador y no toda esta ropa encima…
—Si vamos a las montañas, hará mucho más frío de lo que cree —repuso Pilescu—. Entonces se alegrará de poder ponerse un jersey.
El día transcurrió lento y aburrido. Los niños creyeron que no iba a acabar nunca.
—¿Por qué el tiempo transcurre tan lentamente cuando esperamos algo con ilusión? —dijo Mike—. Me parece que éste es el día más largo de mi vida; parece como si hubiese transcurrido una semana.
Por fin llegó la noche y los monos comenzaron a chillar y las ranas de un cercano estanque armaron un ruido infernal con su ronco croar.
Al amanecer del siguiente día llegó el indígena y detrás de él, como siempre, el muchachito de color, su sobrino, que llevaba solamente un escaso bañador confeccionado con hojas. El chico no llevaba sombrero de ninguna clase y nuestros cinco amigos se sorprendieron de que no cogiese una fuerte insolación.
—Supongo que vendrá con nosotros —dijo Jack complacido—. Me gustaría saber cómo se llama. Pregúntaselo, Ranni.
Cuando se lo preguntó, el chiquillo sonrió abiertamente y exclamó con penetrable voz:
—¡Mafumu!… ¡Mafumu!…
—Se llama Mafumu —les explicó Ranni—. Bueno, Mafumu, deja ya de gritar, que no nos olvidaremos de tu nombre.
Pero Mafumu estaba tan contento y excitado que no hizo caso de las palabras de Ranni y siguió voceando:
—¡Mafumu! ¡Mafumu! ¡Mafumu!
Como siempre, intervino su tío dándole un coscorrón y Mafumu se calló. Los niños estaban muy contentos de que Mafumu los acompañase.
Ranni cerró con llave la cabina del avión y emprendieron el camino que les había de deparar muchas aventuras. Abandonaron el campamento en silencio, sin saber si lograrían regresar sanos y salvos.
De pronto Mafumu rompió el silencio entonando una extraña y lenta canción.
—Parece lo que nosotros cantamos en la iglesia —dijo Mike—. ¡Mirad! Su tío le está pegando otra vez. Me gustaría darle un par de bofetadas a ese tipo… ¡Pobre Mafumu…!
Mafumu se calló y siguió andando detrás de todos, llevando un enorme bulto sobre sus espaldas. Su tío también sostenía, con maravilloso equilibrio, muchos paquetes sobre su cabeza.
Pronto dejaron la llanura en donde habían aterrizado los dos aviones. Se dirigieron hacia la selva, que estaba casi al pie de una gran montaña.
A la selva no llegaba la luz del sol. Los árboles eran tan inmensos y tenían tantas hojas, que apenas dejaban filtrar la luz del día. No había ningún camino, ninguna senda que los guiara, pero el hombre negro los conducía con seguridad por entre la maleza, sin que le cayera al suelo ni uno de los paquetes que llevaba amontonados sobre su cabeza.
El chillido de los monos se oía por todas partes. Los niños vieron algunos que los miraban por entre las hojas de los árboles y les hizo mucha gracia ver una mona que llevaba en sus brazos a su cría como si fuera un bebé. De repente el negro gritó y arrojó su lanza a una enorme serpiente que se deslizaba silenciosamente por el suelo.
—¡Oooooh! —gritó Nora aterrada—. Había olvidado que hay serpientes por aquí. Ojalá no pisemos ninguna… Parece todo tan irreal… No me extrañaría que, de un momento a otro, surgiera delante de nosotros una bruja o un gnomo.
—Espero que no sea así, porque nuestro guía echaría a correr y ya no le veríamos nunca más —exclamó Pilescu sonriendo—. Esta gente cree en la magia y la temen. Me sorprende mucho que Mafumu no tenga miedo en esta selva. Es un valiente muchacho.
Mafumu estaba encantado. Había puesto una buena distancia entre su tío y él, porque el hombre negro les servía de guía e iba delante de todos y Mafumu marchaba el último. Frente a él caminaba Jack, y Mafumu se hizo un gran amigo del niño blanco.
Mafumu arrancó unas flores de color escarlata de uno de los arbustos e intentó colocárselas detrás de la oreja de Jack. Por fin lo logró y Jack se sintió un poco molesto cuando todo el mundo se rió al verle adornado de tal manera. Mafumu creyó que no le gustaba a Jack el color de las flores que había cogido para él y cogió otras flores de color azul y también se las puso en la oreja del avergonzado Jack.
Todos se reían mucho del pobre muchacho, que seguía llevando el adorno florido.
Mafumu aprendía en seguida las palabras que decían los niños blancos, aunque no comprendiese el significado de las mismas. Así cuando Jack le dijo:
—¡Cállate!
Mafumu repitió varias veces:
—Ca-lla-teca-lla-teca-llate…
Y también se lo dijo a Ranni:
—Ca-lla-teca-llate…
Todos se reían con las gracias de Mafumu. Era travieso, alegre y juguetón, y aunque su tío le daba siempre coscorrones él siempre sonreía.
Quería hacerse amigo de Jack a toda costa y después de las flores recogió para él un extraño fruto y se lo dio a Jack con una amplia sonrisa.
—Ammakeepa-loíti-loo —dijo Mafumu.
Jack se quedó mirando la extraña fruta y la olió. ¡Caramba! Olía igual que la miel…
—¿Es bueno para comer esto, Ranni? —le preguntó el chiquillo.
—Sí, es una fruta que sólo se encuentra en estos parajes. ¿Te lo ha dado Mafumu?
—Siempre me está dando cosas.
—Dile que también me dé a mí —gritó Peggy—. Me encantan las flores y quisiera probar este raro fruto de color amarillo. Parece una mezcla de una pera larga y una uva gigante.
Jack lo probó. Era la fruta más buena que jamás había probado. La dio a probar a las dos niñas y les gustó tanto, que Nora dijo a Mafumu:
—Mafumu, Mafumu, tráeme frutas como ésta, por favor.
—Ca-lla-teca-lla-teca-lla-te… —repuso Mafumu, sin comprender lo que Nora le decía y pensando que contestaba correctamente. De pronto él se internó en la selva y tardó tanto tiempo en volver, que Jack empezó a alarmarse.
—¡Ranni! Mafumu ha desaparecido —dijo Jack, que era el que iba delante de Mafumu—. A lo mejor se ha perdido en la selva.
Ranni se lo dijo al tío de Mafumu, pero éste se echó a reír y le habló en su idioma nativo.
—Dice que Mafumu conoce esta parte de la selva como la palma de su mano —tradujo Ranni—. También dice que le tiene sin cuidado que a Mafumu lo devore un cocodrilo o se lo coma un leopardo.
—Es un hombre horrible —exclamó Peggy—. ¡Madre mía!… Pero… ¿es que hay leopardos por aquí?
—No tienes por qué preocuparte; Pilescu y yo llevamos rifles y nuestro guía tiene muchas lanzas.
Apenas había luz y hacía frío, pero la caravana seguía andando por entre los árboles de la selva. Jack vio algunos loros de colorido plumaje y ardillas que saltaban ágilmente de árbol en árbol. Los monos estaban muy interesados en los pequeños y una multitud de ellos los siguieron durante todo el camino.
Por fin la selva acabó. Los árboles comenzaron a escasear y, por fin, pudieron ver la luz del sol.
—Pues es una selva muy pequeña, porque en seguida la hemos cruzado de parte a parte —dijo Mike.
—En realidad es grandiosa, pero hemos pasado por el borde; si nos hubiéramos internado en ella no hubiéramos podido seguir andando —repuso Pilescu—. Para andar por la selva hay que llevar hachas y cuchillos para abrirse camino.
Los niños seguían preocupados con la desaparición de Mafumu, pero, de pronto, apareció ante ellos, llevando un montón enorme de frutos color amarillo, que dio a los niños.
—¡Oh!, es exactamente lo que necesitaba, porque me estoy muriendo de sed —dijo Mike—. Muchas gracias, Mafumu.
—Mu-chas-gra-cias-ca-lla-te… —dijo el negrito.
—Creo que deberíamos descansar un poco —propuso Pilescu—. Hace mucho calor fuera de la selva. Seguiremos cuando se oculte el sol.
Nadie tenía hambre, pero comieron los frutos que había traído Mafumu. El tío del negrito no comió fruta, pero cogió algo que llevaba en una bolsa y comenzó a masticarlo.
Al mediodía todos los niños durmieron la siesta, y Mafumu se quedó junto a Jack contemplándole fijamente. Al poco rato también Mafumu dormía muy cerca de Jack. Porque el negrito admiraba mucho a Jack; lo encontraba verdaderamente un niño extraordinario.
—Los chicos se han portado bien —dijo Ranni a Pilescu—. Tienen que dormir mucho esta noche porque mañana será un día muy duro.
—Quisiera ya que todo esto terminara y no ha hecho más que comenzar —murmuró Pilescu.
Sin embargo, ninguno de los chiquillos quería que la aventura terminara pronto, porque, para ellos, era lo mejor del mundo…