UN PAÍS EXTRAORDINARIO
Unos hombres corrieron hacia el aeroplano cuando éste tomó tierra. Pilescu salió de la cabina, mientras Ranni permanecía dentro del avión. Los niños estaban escondidos y no se les oía rechistar.
El avión de color azul y plata era tan magnífico que todos los empleados del campo de aviación rodearon el aparato admirándolo. Nunca habían visto un avión tan bello. Dos de ellos querían subir a examinarlo por dentro, pero Ranni estaba de pie en la puerta bloqueando la entrada con su corpachón. Pilescu habló con los mecánicos y al poco rato estaba ya todo listo para emprender nuevamente el vuelo. Habían cargado una gran cantidad de gasolina.
—¡Puah! ¡Huele horriblemente! —susurró Paul—. Creo que voy a asfixiarme.
—¡No te atrevas a estornudar! —ordenó Jack en voz baja.
Paul se tapó la nariz y se aguantó la respiración hasta que su cara se volvió de color púrpura. Las chicas se taparon la cabeza con las mantas.
De pronto oyeron la voz de un hombre que preguntaba:
—¿Cuántos pasajeros llevan, por favor?
—Mi compañero y yo —contestó Pilescu.
El hombre pareció convencido y dio la vuelta al avión, examinándolo con admiración. Pilescu revisó cuidadosamente los motores. Descubrió algo anormal y avisó inmediatamente a Ranni:
—Ven acá un momento y ayúdame.
Ranni fue hacia donde se encontraba Pilescu y se colocó a su lado. Rápido como el rayo, uno de los empleados del aeropuerto subió la escalerilla y atisbó dentro del avión.
En aquel momento Mike asomaba la cabeza para ver cómo andaban las cosas. Por suerte vio al hombre antes de que éste se diera cuenta de la presencia de Mike, y el chico volvió a cubrirse con la manta.
Ranni había visto al hombre subir al avión y le gritó:
—¡Baje de ahí! Nadie puede entrar en un avión sin un permiso especial.
—Entonces tendrá que concederme usted ese permiso —dijo el individuo, que se había fijado en el montón de mantas y bolsas de viaje y deseaba examinarlos—. Tenemos noticias de que cinco niños han desaparecido de Londres y ofrecen una generosa recompensa donada por el Rey de Baronia a quien los encuentre.
Pilescu murmuró algo entre dientes y corrió hacia la hélice del avión. La hizo girar rápidamente y el motor comenzó a funcionar. Ranni subió la escalerilla y empujó al hombre preguntón. Pilescu se sentó en la cabina y el aeroplano comenzó a deslizarse lentamente sobre la pista. El avión corría perseguido por una multitud de hombres furiosos que gritaban y amenazaban con los puños en alto. De pronto el avión levantó el vuelo suavemente. Pilescu sonrió.
—Ahora todo el mundo sabrá que llevamos los niños a bordo. Saquémosles de debajo de las mantas, Ranni. Los pobrecitos deben de estar medio asfixiados. Se han portado muy bien.
Los cinco niños salieron de su escondite.
—¿Tendremos que regresar a Londres? —preguntó Paul
—Yo he sacado la cabeza fuera de la manta, pero estoy seguro de que el hombre no me ha visto —aseguró Mike.
—¿Estamos a salvo? —preguntó inquieta Peggy—. Es posible que manden aviones para perseguirnos y nos descubran.
—No tengáis miedo. Éste es uno de los aviones más veloces del mundo —dijo Ranni—. Estamos seguros, pero es preciso que encontremos el lugar donde se halla la «Golondrina Blanca», porque, por ahora, no podremos aterrizar en ningún otro aeropuerto.
Pasó el día y los niños estuvieron ocupados en mirar por las ventanillas el paisaje que se deslizaba por debajo de ellos: montañas, valles, ríos y llanos. Les hubiera gustado bajar y explorarlo todo. Era una maravillosa aventura cruzar tan bello país y verlo todo desde tan arriba como si estuvieran contemplando un mapa.
Hacia el final de la tarde, cuando los niños hubieron comido pasteles y chocolate y bebido limonada fresca, Pilescu profirió una exclamación. Ranni y el piloto miraron un mapa, discutiendo excitados en su idioma. Paul los escuchaba atentamente.
—¿Qué están diciendo? —preguntó Mike impaciente—. Dínoslo, Paul.
—Dicen que estamos acercándonos al lugar donde aterrizó la «Golondrina Blanca». Ranni dice que ha estado en esta parte del país. Vino a cazar animales para el zoo de Baronia y dice que conoce a los indígenas. Y que son fieros y extraños y se conoce poco de sus costumbres.
El avión voló en círculo más lentamente y Ranni miraba atentamente la tierra para ver si descubría algún rastro del aparato perdido.
Sin embargo, fue Mike el primero que vio lo que todos buscaban. Dio tal grito, que las chicas casi se cayeron de sus asientos y Ranni se acercó a ellos de un salto, creyendo que uno de los chiquillos se había caído del avión…
—¡Ranni!… ¡Ranni!…, Ahí está la «Golondrina Blanca». ¡La he visto!… ¡La he visto!
Todos estaban terriblemente excitados. Ranni miró hacia donde le indicaban Mike y Pilescu; dirigió el avión en aquella dirección.
En un instante el aparato pilotado por Pilescu estuvo sobrevolando el lugar donde, silencioso e inmóvil, permanecía el avión «Golondrina Blanca» brillando intensamente bajo los rayos ardientes del sol.
—No puedo aterrizar cerca de aquí —informó Pilescu—. No me explico cómo el capitán Arnold logró hacerlo sin estrellarse. Debe de ser un piloto extraordinario.
—Sí que lo es —aseguró Peggy con orgullo—. Es uno de los mejores del mundo.
—Aterrizaré sobre aquel claro de hierba que hay ahí abajo —dijo Pilescu comenzando a descender—. Vamos a saltar un poco, muchachos, porque esto está lleno de rocas. Estad preparados y colocaos los cinturones.
El avión volaba cada vez más bajo, pero al ir a tomar tierra, Pilescu se dio cuenta de que era peligroso intentarlo y volvió a elevarse. Nuevamente voló en círculo y probó de nuevo tomar tierra. Esta vez lo logró. Fue un aterrizaje un poco accidentado porque el avión daba saltos sobre el suelo rocoso y, por un momento, Pilescu creyó, aterrado, que iban a capotar. Pilescu se quedó pálido de horror. No hubiera querido estrellarse en medio de un país desconocido…
Pero el aparato estaba muy bien construido y logró estabilizarse y frenar sin otro contratiempo. Los niños habían sido arrojados violentamente de sus asientos y todo lo que había en la cabina estaba revuelto.
Los niños estaban un poco magullados y se dirigieron con precipitación a la puerta de la cabina del avión deseando salir en seguida de allí. Ranni los llamó:
—Permaneced en vuestros sitios. Tengo que salir yo primero e inspeccionar el lugar.
Pilescu paró los motores y todo quedó en silencio. Ranni salió de la cabina llevando consigo su revólver. No se veía a nadie. Habían aterrizado sobre un terreno escabroso con muchas rocas y era un milagro que hubiesen salido con vida. A la izquierda, a unas dos millas de distancia, se levantaba una hilera de altas montañas. A la derecha había una llanura con árboles desconocidos para los niños. Aquí y allá salpicaban el paisaje pequeñas colinas.
—Todo parece muy extraño, ¿verdad? —dijo Mike—. Mirad aquellas flores de color rojo oscuro… ¡Hasta la hierba es diferente!
—¡Mirad qué pájaros! —exclamó Peggy señalando uno de color rojo y amarillo. Otro de color verde y naranja se posó en un ala del avión. Los niños nunca habían visto pájaros como aquéllos.
—¿Puedes cogerlo, Ranni? —pidió Mike.
Pero cuando Ranni fue a agarrarlo, el pájaro echó a volar.
Los niños habían bajado del avión y estaban muy contentos de pisar nuevamente tierra firme.
—Parece como si la tierra se moviera igual que si fuera una barca —exclamó Nora riéndose.
—Me alegro de que no sea así —aseguró Jack—. No me gustaría un terremoto en este momento.
Hacía mucho calor. Pilescu sacó del avión unos sombreros para los niños y para él y su ayudante. Ninguno de ellos llevaba mucha ropa, pero así y todo tenían mucho calor.
—Tengo mucha sed —dijo Mike—. Vamos a beber algo, Ranni.
Sentados en la sombra que proyectaba el avión, bebieron limonada. El sol descendía en el horizonte y Pilescu miró su reloj.
—Hoy ya no podemos hacer nada —dijo—. Mañana buscaremos a los nativos y les preguntaremos si han visto algo. Ranni dice que los entiende porque aprendió algo de su lenguaje cuando estuvo por aquí buscando fieras para el zoo de Baronia.
—¿Nos tenemos que ir a dormir tan pronto? —preguntó Nora extrañada—. ¿No podemos explorar un poco todo esto?
—Ya no tenemos tiempo: el sol se está poniendo.
Tan pronto Ranni acabó de pronunciar estas palabras el sol desapareció en el horizonte e inmediatamente cayó la noche. Los niños quedaron sumamente sorprendidos.
—¿Pero es que aquí no existe la tarde? —indagó Nora mirando a su alrededor—. ¡Fijaos…, ya se ven las estrellas!
Los niños se miraron verdaderamente impresionados. ¡Qué diferente era todo en este extraño país!
Entonces Nora bostezó y todos se contagiaron, incluso Ranni. Pilescu se reía.
—Esta noche pasada habéis dormido muy poco y tenéis que descansar. En esta tierra es mejor levantarse cuando aún no ha salido el sol; después, durante el día, es mejor estar tendido bajo la sombra. Tenéis que acostaros ahora mismo. Ranni, prepara la cena.
—¿Dormiremos dentro del avión? —preguntó Jack—. Yo creo que tendremos mucho calor. Será mejor que nos quedemos aquí fuera.
—De acuerdo —convino Ranni—. Os tenderéis sobre las mantas y Pilescu y yo haremos guardia por turnos.
—¿Por qué tenéis que vigilar? —preguntó Peggy sorprendida—. No creo que tengamos enemigos.
—Vuestros padres desaparecieron justamente en este lugar —dijo Pilescu—. No quisiera despertar mañana y encontrar que «nosotros» también hemos desaparecido. Me molestaría mucho tener que «buscarme».
Todos se rieron de la ocurrencia del piloto. Sí, aquél era un extraño y desconocido país en donde podía ocurrir cualquier cosa inesperada. Pero ahí estaba Pilescu, que los protegería de cualquier peligro. Estaban seguros.