CAPÍTULO II

EN MEDIO DE LA NOCHE

Ninguno de los cinco chiquillos pensó en los riesgos y el peligro de la aventura que iban a emprender.

—¿Se lo diremos a Dimmy? —inquirió Nora.

—Claro que no —repuso Jack—. ya sabes cómo son las personas mayores. En seguida llamaría por teléfono al piloto de Paul y le prohibiría que nos llevase.

—Pues me parece muy mal marcharnos sin decirle nada —indicó Nora, que era una entusiasta de la señorita Dimmy.

—Le dejaremos una nota y la leerá cuando nosotros ya estemos lejos —dijo Mike—. No es necesario que lo digamos a nadie más. ¡Qué suerte que a Paul le hayan regalado un avión para su cumpleaños!

—¿Cuándo nos iremos?… ¿Ahora mismo? —preguntó Paul con los ojos brillantes.

—No seas tonto —repuso Jack—. Tenemos que llevarnos algo de ropa y armas.

—No me gustan las armas —replicó Nora—. Pueden dispararse solas.

—Vosotras, las muchachas, no tenéis por qué tocarlas —dijo Jack—. Y… ¿dónde podemos encontrar armas?

—Pilescu, mi piloto, puede conseguir todas las que queramos —repuso Paul—. No os preocupéis.

—Pero ¿cómo sabrá las que necesitamos? Ni yo mismo lo sé —inquirió Mike.

—Yo se lo diré —contestó Paul decidido—. Le voy a llamar por teléfono.

Paul sostuvo una extraordinaria conversación con el atribulado piloto. Finalmente, Pilescu dijo que iría a verlos personalmente. No creía que fuera a poder hacer lo que Paul le pedía.

—Supongo que tu piloto rehúsa hacer lo que le pedimos —dijo Jack con recelo—. Un piloto inglés se reiría de nuestra pretensión y nos diría que volviéramos a la escuela o algo por el estilo.

—Pilescu es mi criado —exclamó Paul levantando la barbilla y mirándolos a todos con aire majestuoso—. Ha hecho el juramento de servirme toda la vida. Tiene que hacer lo que yo diga.

—Suponte que se lo diga a tu padre… —quiso saber Mike.

—Entonces no lo querría más como a mi criado. Lo cual le entristecería mucho porque me quiere y me respeta y yo soy su príncipe y un día seré su rey.

—Hablas como el libro de Historia —se admiró Peggy—. Procuraremos que Pilescu haga lo que nosotros digamos. Ya pronto llegará.

Pilescu llegó al cabo de veinte minutos. Era un tipo raro: muy alto, muy fuerte, con ojos oscuros de mirada feroz, y tenía una barba rojiza que parecía llamear cuando le tocaba el sol.

Saludó gentilmente a cada uno de los niños y habló a Paul con dulce voz:

—Mi príncipe, no puedo creer que usted desee que yo haga lo que me ha dicho por teléfono. No es posible. No puedo hacerlo de ninguna manera.

El príncipe Paul se puso rojo de rabia y dio una patada en el suelo.

—¡Pilescu! ¿Cómo te atreves a decirme esto? Mi padre, el Rey, me dijo que tú debías obedecer mi más mínimo deseo. ¡Te despediré! Te mandaré otra vez a Baronia y pediré a mi padre un servidor más fiel.

—Mi pequeño príncipe, yo le tuve en mis brazos cuando nació y entonces juré que usted sería mi amo —exclamó Pilescu con voz temblorosa—. Nunca le dejaré, pero no me pida, por favor, algo que pueda poner en peligro su vida.

—¡Pilescu!… Yo, el hijo de un rey, ¿puedo temer al peligro? —replicó Paul—. Éstos que ves aquí son mis amigos. Están en un apuro y yo he prometido ayudarlos. No olvides que ellos me salvaron cuando me raptaron en mi país. Ahora yo debo ayudarlos. Tú harás lo que yo diga.

Los cuatro niños le miraban atónitos. Ellos no habían visto a Paul actuando como un príncipe. Antes de diez minutos el piloto prometía hacer todo lo que su pequeño amo le mandase. Saludó a todos y se marchó antes de que Dimmy regresase y lo encontrara allí.

—Bien, ahora todo lo que tenemos que hacer es esperar a que Pilescu nos avise de que está ya todo listo para marcharnos —dijo Mike.

Antes de que anocheciera, Pilescu llamó a Paul por teléfono. El muchacho corrió a dar la noticia a los otros chicos.

—¡Pilescu ya lo tiene todo arreglado! Ha comprado todo lo que necesitaremos. Ha dicho que nos llevemos dos bolsas de mano con nuestras cosas. Ahora mismo vamos a hacer el equipaje. Tenemos que dejar la casa a medianoche, meternos en un coche que nos estará esperando en la esquina y dirigirnos al aeródromo.

—¡Qué divertido! —exclamó Mike.

Las chicas daban saltos de alegría pensando que la gran aventura pronto iba a dar comienzo. Solamente Jack parecía un poco confuso. Él era el mayor y se preguntaba si hacía bien permitiendo que las niñas les acompañasen en su extraña aventura.

Pero todo estaba ya decidido; sólo les faltaba arreglar las bolsas de viaje. ¡Era preciso arreglarlo todo en seguida! ¡Aprisa! ¡Aprisa!

Acabaron pronto de llenar las bolsas, pero estaban tan excitados que ni ellos mismos sabían lo que habían empaquetado. Con manos temblorosas ataron las correas y Mike fue a buscar papel para escribir una nota a Dimmy.

Colocó la nota escrita en el espejo del tocador del cuarto de las niñas. La nota decía así:

Querida Dimmy:

No te preocupes por nosotros. Vamos a buscar a papá y a mamá. Dentro de poco volveremos sanos y salvos.

Besos de todos.

Dimmy había salido para ver a una amiga suya y no regresó hasta las nueve de la noche. Los niños habían decidido meterse vestidos en cama; así Dimmy no les haría preguntas si los veía en sus cuartos.

Dimmy se sorprendió al ver a los niños ya acostados. Subió a las habitaciones de los niños para darles un beso y desearles buenas noches. Ella no podía sospechar que no llevaban sus ropas de dormir, sino que estaban metidos en la cama ¡completamente vestidos!

—Debéis de estar muy cansados —les dijo—. En fin, buenas noches, queridos, que durmáis bien. Todavía os queda un día de vacaciones.

Los niños se estuvieron quietecitos hasta que Dimmy salió de sus cuartos y cerró la puerta. Entonces encendieron la luz y se pusieron a charlar.

—No te levantes de la cama. Esperemos que Dimmy se vaya a dormir —susurró Jack a Mike.

Permanecieron quietos en su cama durante una media hora y entonces… ¡Nora se durmió! Peggy tuvo que despertarla y Nora se mostró muy sorprendida de ver que llevaba el vestido puesto, pero en seguida recordó la gran aventura que iban a emprender y se frotó los ojos para espabilarse.

Mike miró la hora en su reloj fosforescente. Eran las once y media. Pronto tendrían que marcharse.

—Vayamos primero al comedor a buscar algunos bizcochos —propuso Jack—. Tengo hambre. Ahora, todo el mundo quieto. No…, ¡quítate esos zapatos que rechinan! Hacen tanto ruido como una docena de ratones chillando.

Nora se quitó los zapatos y se los puso bajo el brazo. Jack y Mike cogieron las bolsas y los cinco niños se dirigieron silenciosamente al comedor. Encontraron la lata de los bizcochos y comenzaron a comer. El ruido que hicieron al abrir la lata se oyó por toda la casa en el silencio de la noche.

—¿Queréis que Dimmy nos oiga? —preguntó Nora con enfado. Entonces se atragantó con el bizcocho y empezó a toser.

—¡Cállate! —rugió Jack.

Jack agarró el mantel y envolvió con él la cabeza de la pobrecita Nora. Así lograron apagar el ruido de la tos, pero Nora se enfadó mucho con Jack.

Arrojó el mantel lejos de sí y se enfrentó con él.

—¡Casi me ahogas!… ¡Eres horrible!

—¡Chissst! —susurró Mike—. No es momento de reñir. Escuchad…, están dando las doce.

Dimmy estaba durmiendo tranquilamente cuando los cinco niños pasaron frente a la puerta de su cuarto. Bajaron la escalera de piedra y se encontraron frente a la puerta que daba a la calle, la cual abrieron con sumo cuidado.

—Esta puerta hace mucho ruido al cerrarse. Dejadla abierta —avisó Jack.

Dejaron la enorme puerta abierta y empezaron a caminar por la calle esperando no encontrar a ningún policía.

Afortunadamente no encontraron ninguno. Cuando llegaron al final de ella, Mike cogió el brazo de Jack.

—¡Mira!… Allí hay un coche. Debe de ser el que nos espera.

—Sí que lo es —exclamó Jack—. ¿Verdad que sí, Paul?

Paul asintió y todos cruzaron la calzada para ir hacia donde estaba un enorme coche de color azul y plata que los estaba esperando. El avión de Paul también era de color azul y plata, igual que todos los aviones de Baronia.

Del coche bajó un hombre que les abrió la puerta para que los niños subieran. Llevaba un uniforme del mismo color que el coche: azul y plata. Como la mayoría de los baronianos, era corpulento y muy alto. El hombre hizo una reverencia a Paul.

El coche partió veloz. Los niños estaban terriblemente excitados. Era maravilloso ir en avión y, además, ¡quién sabe qué aventuras los esperaban!

Llegaron al aeródromo, que estaba completamente a oscuras, excepto unos faros que había en el centro del campo, donde estaba el maravilloso avión del príncipe Paul listo para emprender el vuelo.

—Los llevaré en coche hasta la escalerilla del avión —dijo el conductor al príncipe Paul, que estaba sentado a su lado.

—Estupendo —dijo Paul—. Así entraremos sin que nadie nos vea.