EMPIEZAN LAS AVENTURAS
Una soleada mañana, cuatro niños contemplaban como dos hombres volteaban la hélice de un brillante avión.
Habían ido a despedir a sus padres, que se iban a África.
—Es divertido tener unos padres famosos que hacen maravillosos viajes a África —dijo Mike—. Pero no lo es tanto a la hora de la despedida.
—Volverán pronto —replicó Nora, la hermana gemela de Mike—. Dentro de una semana volveremos a verlos.
—Me parece que tardaremos más tiempo en estar con ellos —suspiró Mike tristemente.
—¡No digas eso! —protestó Peggy—. Dile que se calle, Jack.
Jack se echó a reír y pasó el brazo sobre el hombro de Mike.
—¡Ánimo! —dijo—. Dentro de una semana volveremos a estar aquí para darles la bienvenida, y habrá fotógrafos y periodistas para entrevistar a los hijos de los pilotos más famosos del mundo.
Los padres de estos niños aparecieron vestidos con trajes de aviador. Los abrazaron y les dijeron:
—No os preocupéis por nosotros. Regresaremos pronto. Podéis seguir nuestro viaje leyendo cada día los periódicos. Cuando volvamos os llevaremos de excursión y podréis estar levantados hasta las once de la noche.
—¡Qué bien! —exclamó alegremente Jack.
Una vez más se abrazaron todos, y los dos pilotos, los padres de los niños, subieron a la cabina de su poderoso aeroplano.
El capitán Arnold era quien pilotaba el avión durante la primera etapa del vuelo. Agitó la mano despidiéndose de los niños. El aparato comenzó a moverse lentamente sobre la hierba; después, cual si fuera un enorme pájaro, se elevó por los aires, dio un par de vueltas sobre el campo y luego tomó rumbo sur. ¡La gran aventura había comenzado!
—Creo que la «Golondrina Blanca» batirá otro récord —dijo Mike contemplando cómo el aeroplano iba haciéndose más y más pequeño en lontananza—. Vamos, chicos. Tomaremos unas limonadas.
Se dirigieron al comedor del aeródromo y, como estaban hambrientos, encargaron, además de las limonadas, una docena de panecillos calientes con mantequilla.
—Hemos pasado dos días de vacaciones estupendos —dijo Mike.
—Pronto tendremos que marcharnos de aquí y volveremos a la escuela.
—Bueno, chicas, no vayáis a perder vuestro tren —exclamó Jack mordiendo su panecillo.
—Cada día leeremos los periódicos para tener noticias de nuestros padres —dijo Peggy—. Y dentro de una semana volveremos a encontrarnos aquí para darles la bienvenida. «Será» maravilloso.
—Sin embargo yo estoy triste —dijo Mike—. Tengo la sensación de que tardaremos mucho tiempo en ver a nuestros padres.
—¡Oh! ¡Tú y tus presentimientos! —exclamó Nora riéndose—. A propósito, muchachos, ¿cómo está el príncipe Paul?
El príncipe Paul era un muchacho que iba a la escuela de Mike. El pasado año habían vivido muchas aventuras él y sus amiguitos Mike, Jack, Nora y Peggy, cuando el príncipe había sido apresado y lo sacaron de su patria, Baronia, y lo retuvieron prisionero en un viejo caserón que había pertenecido a unos contrabandistas; nuestros amiguitos lo libertaron y ahora Paul iba a la misma escuela de Mike y Jack.
—Paul está muy bien —repuso Mike—. Pero cuando nos marchamos se quedó furioso porque su maestro no le dio permiso para venir con nosotros a despedir a papá y a mamá.
—Dale muchos recuerdos y dile que nos veremos durante las vacaciones —le encargó Peggy, que se había encariñado con el pequeño principito.
—Tenemos que marcharnos —dijo Mike. —¡Ahí está el coche! Vamos. Jack y yo tenemos tiempo de acompañaros hasta el tren.
Antes de que llegara la noche los cuatro niños estaban ya en sus respectivas escuelas. El príncipe Paul estaba impaciente esperando a sus amigos Jack y Mike, y cuando los vio llegar echó a correr hacia ellos y empezó a ametrallarlos con preguntas.
—¿Visteis marchar a vuestros padres?… ¿Era muy grande el avión?… ¿Habéis leído los periódicos de la noche?… Viene la fotografía del capitán y de la señora Arnold…
En efecto, los periódicos, todos los periódicos nocturnos, hablaban de la gran hazaña que llevaban a cabo los famosos pilotos. Los niños lo leyeron llenos de orgullo. ¡Era estupendo tener unos padres famosos!
—Preferiría que mi padre fuera un famoso piloto en lugar de ser rey —dijo Paul—. Ser rey no es muy divertido; sin embargo, siendo piloto se pueden hacer cosas maravillosas.
Durante los dos próximos días los periódicos siguieron hablando del famoso viaje, cuando, de pronto, ocurrió una cosa horrible. Mike había cogido el diario para leer noticias acerca de sus padres y lo primero que vieron sus ojos fueron estos titulares escritos con letra mayúscula:
«NO HAY NOTICIAS DE LOS ARNOLD. EXTRAÑO SILENCIO. ¿QUÉ LE HA OCURRIDO A LA “GOLONDRINA BLANCA”?»
La «Golondrina Blanca» era el nombre del avión en que viajaban el capitán y la señora Arnold. Mike se puso pálido al leer esto y tendió el periódico a su hermano Jack sin decir una sola palabra.
—¿Qué puede haberles ocurrido? —dijo Jack con voz desmayada—. Las chicas se disgustarán mucho cuando lo sepan.
—¿No te dije yo que presentía algo malo cuando fuimos a despedirlos? Por eso estaba tan triste —dijo Mike—. «Sabía» que algo les iba a ocurrir.
Las niñas estaban tan trastornadas como sus hermanos. Nora lloraba y Peggy intentaba consolarla.
—Deben de haber caído en medio de la selva africana —sollozaba Nora—. Dios mío, ¿qué les habrá ocurrido? Puede que los hayan devorado animales feroces, o que los salvajes los tengan prisioneros, o…
—Nora —le interrumpió Peggy—, tienen alimentos y armas. Si el avión ha sufrido un accidente puede que alguien los haya visto y los estén buscando día y noche. No seamos pesimistas. Esperemos.
—Quisiera ir a ver a los chicos —dijo Nora secándose los ojos—. Me gustaría saber qué piensan ellos.
La angustia de los cuatro niños creció al ver que ni al día siguiente ni al otro llegaban noticias de sus padres. Al cabo de unos días los periódicos se olvidaron de los pilotos perdidos y los niños se alarmaron y cada día que transcurría sin noticias aumentaba su preocupación y su tristeza.
Llegó el fin de semana y los cuatro niños fueron a Londres para pasar los tres días de fiesta en casa de sus padres. La señorita Dimmy, una vieja amiga, cuidaría de ellos durante este corto espacio de tiempo. El príncipe Paul se uniría a sus amiguitos aquella misma noche, pero antes tuvo que ir a visitar a su familia, que vivía al otro lado de Londres.
—¿Sabes algo de papá y mamá? —preguntó confiado Mike al ver a Dimmy, a quien quería mucho.
—Querido niño, no debes preocuparte; se hace todo lo que se puede para encontrarlos —contestó Dimmy—. Han mandado varios aviones hacia donde creen que pueden haber aterrizado. Pronto los encontrarán.
Dimmy se llevó los niños al cine y durante la proyección de la película los pequeños olvidaron sus penas. El príncipe Paul se reunió con ellos después del té. Estaba muy excitado.
—Mi padre me ha mandado el regalo más bonito que os podáis imaginar para mi cumpleaños. Es estupendo. ¿A que no lo adivináis?
—Un elefante rosa —dijo Mike.
—Un pijama azul —exclamó Nora.
—Un ratón mecánico —terció Peggy.
—Un cascabel —dijo Jack.
—No digáis tonterías —gruñó Paul—. No lo adivinaríais nunca. Me ha regalado ¡un avión para mí solo!
Los cuatro niños se quedaron contemplando a Paul mudos de sorpresa. Ellos sabían que el padre de Paul era un poderoso y acaudalado rey, pero aun así, un avión les pareció un regalo extravagante para que lo tuviera un muchachito de la edad de Paul.
—¡Un avión! —exclamó Mike—. Sí que tienes que estar contento, Paul. Pero eres demasiado niño para poder pilotarlo. No te servirá para nada.
—Sí que me servirá —repuso Paul—. Mi padre me ha mandado con el avión un experto piloto. Puedo volar sobre vuestro pequeño país, Inglaterra, y conocerlo bien.
En aquel momento un vendedor de periódicos gritaba:
—¡El diario! ¡El diario de la tarde! ¡Han encontrado el avión perdido! ¡Han encontrado la «Golondrina Blanca»!
Con un aullido de alegría los cuatro niños se precipitaron escaleras abajo para comprar el periódico. Pero les esperaba una terrible decepción. Era cierto que habían hallado la «Golondrina Blanca», pero ni el capitán ni la señora Arnold estaban allí. ¡Habían desaparecido!
Los niños leyeron la noticia en silencio. El aparato había sido descubierto por uno de los aviones que habían ido en su busca. Algo había fallado en el motor de la «Golondrina Blanca» y el capitán Arnold había aterrizado sin que el avión sufriese daño alguno, pero…
—¡Han desaparecido! —dijo Peggy al borde de las lágrimas—. Y todos los indígenas a los que han preguntado no saben nada, o dicen no saberlo, que viene a ser lo mismo.
—Creo que «podríamos» ir a África y buscarlos —propuso Mike, que no tenía idea de lo enormemente grande que era África.
El príncipe Paul cogió el brazo de Mike y le miró con ojos brillantes.
—«Iremos» —exclamó—. Iremos con mi avión, y Pilescu, mi piloto, puede llevarnos. Siempre está dispuesto a correr aventuras. No volvamos a la escuela, Mike; marchémonos en mi avión.
Los otros niños le contemplaron boquiabiertos. ¡Vaya idea!
—Eso no es posible —les desanimó Mike.
—¿Por qué no? —preguntó Paul—. ¿Es que tienes miedo? Bueno, entonces iré yo solo.
—De ninguna manera —exclamó Jack—. Es una idea estupenda. Juntos hemos corrido grandes aventuras. Ésta puede ser otra. ¡Vamos!… ¡Oh, vámonos ya!