El primer Pedraza que se recortó en la entrada del mausoleo miraba fijo, al frente, y caminaba con lentitud. La ropa raída y sucia y el arrastrar de sus pasos le daban una apariencia espectral, aunque parecía percibir perfectamente los obstáculos: dio varias vueltas alrededor del baúl, finalmente abrió la tapa y se metió en el interior. El segundo Pedraza, que permaneció en el umbral todo ese tiempo, era un calco del anterior. Esperó su turno sin la mínima alteración, hasta que entró, repitió los movimientos del primero y se introdujo. Así hicieron los siguientes: Irene, cuyos dientes castañeaban de miedo, llegó a contar siete, aunque Matías creyó ver ocho, y Peter dijo que era tanto el miedo que había preferido no mirar. Como sea, mientras el último daba las vueltas correspondientes alrededor del baúl, los chicos, ocultos detrás de las coronas de flores, vieron que dejaba caer al piso el contenido de un bidón. El olor penetrante no dejaba dudas: nafta. Pensaba quemar todo después de marcharse a su época.
—¡No haga eso! —gritó Peter.
El grito no pareció llegar hasta Pedraza, que terminó de hacer su último giro y dejó caer el bidón. Se metió en el baúl y esperó los minutos que hacían falta para viajar en el tiempo.
—No entiendo —dijo Irene—. ¿Cómo piensa prender fuego si está dentro del baúl?
—Capaz que todo esto ya lo vivieron, no sé —dijo Matías—. Si no, ¿por qué el tipo que nos ayudó sabe todo?
—¿No habrá otro de ellos que va a venir con un fósforo cuando este haya viajado?
—Salgamos —dijo Matías.
—Hay que esperar. Los demás estuvieron cinco o diez minutos cada uno.
—¿Quién se anima a levantar la tapa para ver si ya se no está?
Fue entonces cuando vieron que la tapa se levantaba unos centímetros y que asomaba una mano con un encendedor. Los chicos miraron con cara de espanto. El dedo pulgar de la mano oprimió la ruedita y, aunque se vio una chispa, no apareció ninguna llama. El segundo intento fue más enérgico, pero tampoco encendió. Los siguientes intentos fueron nerviosos y seguidos, hasta que Matías se animó a arrancar el encendedor de la mano y arrojarlo lejos. La mano instintivamente se metió para dentro y los tres chicos se sentaron sobre la tapa del baúl.
Cuando habían pasado más de diez minutos, a una seña de Peter, los tres saltaron lejos. Pero el baúl no se abrió: el último Pedraza ya debía estar en la época que había elegido para seguir su vida.
—¡Vamos, saquemos el baúl ya mismo! —dijo Matías.
Con cierto gesto de aprensión, como tratando de tocar la menor superficie posible, los chicos comenzaron a transportar el baúl. En la puerta del mausoleo golpearon contra el marco y Matías emitió un chillido como de roedor, pero aun así no soltó la carga. Ya era de noche y en los jardines del cementerio reinaba la más absoluta oscuridad. Fue entonces cuando vieron acercarse una débil llamita.
* * *
—¿Otro Pedraza?
—No sé.
—¿No sabés? Sos el que escribe, tenés que saberlo.
—Cómo voy a saberlo si todavía no lo escribí.
—Pero tenés que haberlo pensado antes de empezar a escribir.
—No. No es mi costumbre. No lo pienso antes. A medida que escribo me voy enterando de lo que pasa.
—Bah, ya sé, no es otro Pedraza. Es el tipo ese que se disfraza todo el tiempo, que viene a ayudarlo. Claro que, si viene con un encendedor prendido, va a hacer que estalle todo. No entiendo por qué cambia de peluca, de ropa…
—¿Por qué no dejás de husmear y esperás a que termine? Te prometo que vas a ser el primero en leerlo. Ahora andá, porque no puedo escribir si me están mirando.
—Ufa.