—¿Quién es usted? —preguntó con voz medio quebrada Matías, arrinconado contra la pared opuesta a la puerta.
—Cálmense, chicos… —dijo la figura, mientras se quitaba el largo manto negro que lo cubría, y la máscara de látex de su cabeza. Era un hombre mayor, con pelo canoso y bigotes igualmente blancos…
—¿Qué quiere? ¿Asustarnos?
—Vine a ayudarlos —dijo el hombre.
—No necesitamos ayuda, déjenos salir.
—Escuchen. En el tiempo que nos queda me resulta casi imposible explicarles todo lo que querrán saber, pero espero que me acepten una cosa: ustedes necesitan el baúl y yo sé dónde está.
—Nosotros no necesitamos ningún baúl. ¿Por qué apareció con esa máscara?
—Necesitan el baúl para que ese chico vuelva a su época. Usé la máscara para asustarlos y hacer que el otro chico se fuera.
—¿Cómo sabe que necesitamos el baúl? ¿Él le contó eso?
—No. Simplemente lo sé.
—Déjenos salir. Tenemos que ir a buscarlo. Se va a perder.
—No se preocupen. Va a regresar en unos minutos.
—¿Quién es usted? ¿Cómo sabe que va a volver?
—No importa quién soy. Podría inventarles un nombre y listo, pero no quiero hacerlo. Sólo pretendo que entiendan esto: la única forma que tienen de viajar en el baúl es recuperándolo, y yo sé dónde está.
—Nosotros no tenemos que viajar. El que tiene que viajar es el chico que salió —dijo Matías señalando hacia el exterior.
—Los tres tienen que viajar, Matías. Ese chico, vos e Irene.
—¿Cómo sabe nuestros nombres?
—Sé algunas cosas sobre ustedes. Pero repito: no tenemos tiempo de que les cuente todo. Solo tenemos estos minutos hasta que vuelva el otro chico.