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Al dirigir la vista más lejos, Peter vio un paisaje conocido: la cúpula de la iglesia. Caminó en esa dirección y llegó a una plaza. Ahí estaba la iglesia, la misma que él conocía, la de su pueblo, perfectamente igual. Y al frente, la plaza, la misma, con algunos cambios que no terminaba de identificar, algunos árboles distintos y la vereda, que en lugar de estar hecha de grava era de baldosones, pero no había dudas de que se trataba de la misma plaza. Se sintió más seguro al encontrar cosas conocidas. En cierto momento se lanzó a correr y al cruzar casi lo atropella uno de esos autos, que lo paralizó con un potente bocinazo.

Avanzó por un sendero, rodeó la fuente de agua que tenía cuatro sapos y una gran serpiente que echaban agua por la boca y unos bebés gorditos, ángeles en realidad, ya que tenían alas, que echaban chorritos de agua por el pito. Era, claro, la misma fuente que él conocía. Llegó al sector de juegos y tuvo que esperar a que un chico dejara la hamaca para poder revisarla. Dio vuelta la tabla y… no estaba su nombre. La semana anterior él había marcado su nombre con un cortaplumas, pero ahora decía «Liborio», juraría que con su letra, solo que las marcas tenían encima varias capas de pintura. Al raspar notó que no solo había sido pintado una vez, sino muchas: azul, verde, rojo, de nuevo verde. La tabla que él había marcado era de color rojo, pero no era ese su nombre. Entonces qué ¿había viajado en el tiempo? ¿Como en las historietas? Si era así, él había marcado su nombre en la hamaca hacía una semana, una semana de hace muchos años, tantos que la tabla había sido cambiada o lijada, además de pintada varias veces, y en un momento un imbécil, ese Liborio, con ese nombre qué otra cosa decir de él, escribió su nombre en el mismo lugar, tapando al suyo, Peter. Capaz que si escarbaba un poco con la uña podía encontrar…

—¡Estoy harto de los maleducados que rompen los juegos! —lo sorprendió una voz. Era el cuidador de la plaza. Erminio Mariño, un cabrón al que él y sus amigos habían hecho enfurecer cientos de veces, pasándole al lado en bicicleta a toda velocidad o sentándose sobre las cabezas de los patriotas del monumento.

—¡Policía! —gritó el hombre e hizo sonar un silbato.

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Qué raro que no lo reconocía. Y claro: era muy parecido al placero Mariño, pero este era más joven. Capaz que era su hijo o su nieto. Peter vio venir corriendo a un uniformado, pero esperó un segundo para ver si el placero definitivamente lo reconocía.

El policía llegó agitado.

—¡Ese joven está destruyendo un juego!

Peter no dudó en escapar. No tenía problema en aventajar al policía, que tenía el tamaño, el peso y la agilidad de una osa enyesada, pero su situación se complicó cuando una señora, al verlo escapar, se puso a chillar con su vocecita aguda:

—¡Un ladrón, un ladrón! ¡Agárrenlo! ¡Basta de inseguridad! ¡Corran todos al ladrón!

Varias personas se sumaron a la persecución. Peter saltó por encima de un banco y logró eludir a un hombre que le cerraba el paso, después cruzó a la carrera una avenida, se metió por una galería, salió a otra calle y al dudar un instante permitió que el policía lo alcanzara.

—¡Agarren al delincuente! —dijo entonces un barbudo que quién sabe de dónde había salido. Era un hombrón pelirrojo, que grotescamente se cruzó en el camino, pero en lugar de tomar a Peter cayó sobre el policía derribándolo.

—¿Qué hace, estúpido? —gritó el policía mientras se debatía debajo del barbudo.

Para cuando logró liberarse, el chico había desaparecido.

En la esquina siguiente había otro policía. Se escuchó una sirena. En minutos comenzarían a perseguirlo todos los agentes del pueblo, así que decidió dejar por el momento el plan de regresar a la escuela en busca de los dos chicos. Había una bicicleta apoyada en un árbol, que parecía especialmente preparada para su huida. No dudó: la tomó y comenzó a pedalear con todas sus fuerzas. Otra vez gritos de «agarren al ladrón» y tipos que corrían detrás suyo. Si lo atrapaban ya tenía dos causas policiales. Esa calle, si sus cálculos no fallaban, desembocaba en el cementerio y ese era un buen lugar para esconderse hasta que sus perseguidores se calmaran.

Dejó la bicicleta detrás de un puesto de venta de flores y caminó entre un grupo de personas que llevaban un ataúd. Leyó las letras doradas sobre una tela violeta donde estaban los datos del finado. Guau, «Pedro Pedraza» había vivido cien años. De pronto, algo que vio le dio escalofríos y tras un segundo de parálisis, se apartó de allí, sorprendido. ¿Era verdad lo que había visto? Se ocultó detrás de un gran macetón con flores y volvió a mirar. ¿Cómo podía ser eso? Era siniestro: los siete u ocho tipos que caminaban sosteniendo el ataúd eran exacta e inhumanamente… iguales.

¿Qué era eso? ¿Una pesadilla? ¿Es que en el futuro había cantidades de gemelos, o algo así, réplicas perfectas uno de otro? ¡Daban miedo!

Se apartó y se quedó sentado en un banco detrás de un arbusto y cuando calculó que ya habían pasado una hora se dirigió a la salida.

En bicicleta no le tomó más que unos minutos llegar a la escuela pero, como temía, los chicos no estaban esperándolo.

No le quedaba más que ir a la casa del baúl e intentarlo solo.

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